«Well, we live in a trailer at the edge of town
 you never see us cause we don’t come around
 we got 25 rifles to keep the population down».
Neil Young, Revolution Blues

 

La suerte de la candidatura de Hillary se perdió en cuatro estados clave de viejo corazón demócrata: Pensilvania, Ohio, Wisconsin y Michigan. Con sus vecinos Indiana, Illinois y Carolina del Norte, estos estados formaron alguna vez el núcleo geográfico de la industria pesada, la minería y la logística que convirtió a Estados Unidos en la primera potencia industrial a comienzos y a lo largo del siglo XX. Las cifras son claras: mientras la cantidad de votos totales de Hillary fue superior a la de Trump (los demócratas obtuvieron, según el último dato, 700 mil votos más), los republicanos ganaron más estados, lo que se tradujo en más delegados del colegio electoral. Es sabido que este diseño de las elecciones de Estados Unidos produce el efecto de que la competencia se concentre en un puñado de estados muy disputados que terminan inclinando la cuenta del colegio electoral para uno u otro lado. Nadie se preocupa por el resultado de California (61% para los demócratas contra 33% para los republicanos) ni por el de, por ejemplo, Oklahoma (65% para Trump, 29% para Hillary). La lucha está en estados como los mencionados al inicio, en los que la contienda se mantiene abierta hasta el final. Fueron esos estados postindustriales del Medio Oeste donde los demócratas depositaron una excesiva confianza los que terminaron dándole la elección a Trump. Y por un margen increíblemente escaso: en Pensilvania, estado siderúrgico y gran nodo ferroviario, Trump sacó una ventaja de 70 mil votos; en Michigan, la antigua sede de la industria automotriz, el estado de ese arquetipo de ciudad en ruinas que es Detroit, los republicanos ganaron (y se llevaron todos los electores) por una diferencia de 13 mil votos; en Wisconsin la ventaja de Trump fue de menos de 25 mil votos. Todos esos estados, de mayoría blanca pero consistentemente demócrata, no se inclinaban hacia los republicanos desde la época de Ronald Reagan. En un país de más de 300 millones de habitantes, diferencias tan exiguas pueden tener como resultado el shock global de colocar en la Casa Blanca al conductor de El aprendiz.

Donald Trump

La cantidad de votos totales de Hillary fue superior a la de Trump (los demócratas obtuvieron 700 mil votos más) pero los republicanos ganaron más estados, lo que se tradujo en más delegados del colegio electoral.

Durante la campaña, paralelamente a la ristra de expresiones ya célebres de Trump, Hillary cometió su propio sincericidio. Fue en una charla para recaudar fondos en Nueva York. Ahí Hillary se refirió a buena parte de los votantes de Trump como “a basket of deplorables”. La expresión quedó instantáneamente inmortalizada y, como tantas otras veces en la lucha política, los simpatizantes de Trump le dieron la vuelta para apropiársela con orgullo: sí, somos los deplorables. En remeras y en afiches, la frase se convirtió en un slogan no oficial que describía el sentimiento de ajenidad y hostilidad que sentían ante el oficialismo demócrata. Desde entonces «deplorables» se convirtió en un adjetivo positivo para los seguidores de Trump. En rigor de la verdad, la caracterización de Hillary apuntaba a esa porción del electorado más fanáticamente conservadora, a aquellos que bordeaban o estaban bien adentro de las zonas más reactivas de la derecha norteamericana, y no a todos los republicanos. Pero esta fue una campaña histérica y sobreactuada, en la que los dichos y los gestos de los candidatos pasaban por el filtro distorsionador de los memes y las burbujas de filtro de las redes sociales, así que la frase de Hillary pasó a significar exactamente lo que sus oponentes querían, deseaban y esperaban ansiosamente escuchar de ella. En septiembre, en Miami, Trump salió al escenario mientras sonaba “Do You Hear the People Sing?”, del musical Los Miserables. Por supuesto, en la pantalla gigante se veía la imagen de una bizarra versión del famoso cuadro de Delacroix con la Libertad agitando una bandera de barras y estrellas, un águila calva guiando la liberación y un “Les Deplorables” en grandes letras doradas. Un Trump en todo su esplendor. De la misma manera en que cada centímetro de las declaraciones de Trump era leído en clave apocalíptica por los partidarios más intensamente progresistas de los demócratas. Ya lo vimos todos: desde las comparaciones de Trump con Hitler (o el dictador brutal preferido por cada uno) a los pedidos de cárcel para Hillary por el asunto de los mails; desde las acusaciones de violación a las de corrupción; desde los llamados desesperados a evitar un fin del mundo inminente a la invocación de un renacimiento americano que borrara de la historia los últimos ocho años. No es sorpresa: la cultura de hoy es principalmente una cultura de la catástrofe y la ansiedad por la destrucción social, sólo que ese clima de época ya no pertenece a la industria cultural de la ciencia ficción sino que ha invadido todos los rincones de la imaginación pública. La frase de Fredric Jamenson sigue probándose cierta: es más fácil imaginar el fin del mundo que imaginar un cambio social.

La cultura de hoy es una cultura de la catástrofe y la ansiedad por la destrucción social: sólo que ese clima de época ya no pertenece a la ciencia ficción sino que ha invadido todos los rincones de la imaginación pública.

Así que los deplorables ganaron las elecciones. Contra las encuestas, contra los grandes diarios, contra las revistas prestigiosas y los prestigiosos famosos, y los prestigiosos blogueros y los prestigiosos tuiteros (?) que predecían con seguridad que los norteamericanos jamás votarían a alguien como Trump. Hillary gastó 300 millones de dólares más que Trump en su campaña, contó con toda la movilización de su partido, el apoyo del presidente en funciones (y su popular esposa) e inclusive del endorsement pasivo o explícito de las grandes figuras del partido republicano. Nunca se había visto una polarización tan desbalanceada en términos de apoyos de las diversas élites. Nunca la narrativa sobre el estado de una nación que presume de su singularidad se había mostrado tan distanciada de las motivaciones y aspiraciones de la mitad de sus ciudadanos. El mapa electoral tal como quedó dibujado grafica bien ese estado de las cosas: si en las dos ciudades más grandes del país, Nueva York y Los Ángeles, Hillary sacó entre el 70 y el 90 por ciento de los votos, en el interior más profundo, las ciudades más pequeñas, Trump ganó con total comodidad. Así suele distribuirse el voto en Estados Unidos desde hace mucho tiempo, con los demócratas claramente como el partido de las grandes ciudades y los republicanos como representantes de las zonas más tradicionales. La diferencia este año estuvo en que los demócratas perdieron por primera vez en mucho tiempo a un electorado que le era fiel: a los sectores obreros de zonas antiguamente industriales, muy golpeadas desde hace décadas y rematadas con la crisis de 2008. Zonas que vieron una tenue recuperación gracias a los estímulos de Obama pero que nunca recuperaron los empleos perdidos después de la Gran Recesión. El condado de Macomb, en Michigan, por ejemplo, que perdió 50 mil empleos industriales de los 100 mil que tenía antes de 2008 y sólo recuperó 10 mil. Un condado en el que Obama había ganado sus dos elecciones y que ahora se decantó por Trump.

0916-deplorable-not-deportable

En algunas universidades muy caras y progresistas, las clases se suspendieron porque alumnos y profesores no se encontraban emocionalmente bien para afrontar sus rutinas. Se necesitará mucho Clonazepan para apagar tanto fuego.

En las grandes ciudades, en tanto, la victoria de Trump fue leída en los términos negacionistas de la “traición blanca”. El miércoles a la noche, cientos de personas salieron a la calle en ciudades como Nueva York, Portland o Seattle a exorcizar colectivamente el shock. Los carteles decían “He’s not my President” o “Love Trumps Hate” (una frase que, leída desde acá, curiosamente, no puede más que hacer pensar en su destino de irrelevancia). Las consignas de repudio a Trump se inscribían en el ya conocido estilo de la indignación, la rabia y la impotencia propio de las subjetividades moldeadas en las redes sociales y ajenas a cualquier roce con la realidad. Son las primeras etapas del duelo, la negación y la ira. Esos manifestantes, habitantes de ciudades abiertas al mundo, multiculturales, progresistas y muy ricas simplemente no pueden aceptar que alguien como Trump, alguien que empezó su campaña como un chiste estrafalario, pudiese haber ganado las elecciones de un país que creían moldeado a imagen y semejanza de sus barrios gentrificados, cosmopolitas y amables. Es un mundo en el que todos queremos vivir, pero en el que no todos pueden vivir y en el que definitivamente los deplorables no viven. En algunos lugares, por Twitter y Facebook, algunos acordaron ir de negro a sus lugares de trabajo el miércoles post elecciones. En algunas universidades muy caras y progresistas, las clases se suspendieron porque alumnos y profesores no se encontraban emocionalmente bien para afrontar sus rutinas cotidianas. Se necesitará mucho Clonazepan para apagar tanto fuego. Entre las consignas enarboladas frente a la Trump Tower de Manhattan sobresalían por mucho aquellas ligadas al repudio al racismo, homofobia y misoginia del nuevo presidente. Se veían con mucho menos frecuencia carteles que aludieran a demandas económicas o laborales. El repudio al derechista Trump, curiosamente, se concentraba casi exclusivamente en sus opiniones y actitudes sobre el mundo de los valores, y no sobre el terreno del trabajo, los ingresos o los impuestos. Pareció un poco extraño que unos años después de que Occupy Wall Street (a pocas cuadras de la torre de Trump) hubiera instalado, parcialmente, sí, en la agenda mainstream la cuestión de la ampliación de la desigualdad de ingresos, del estancamiento de los salarios de la clase media estadounidense, de la posición privilegiada del sistema financiero, la gran mayoría de los indignados centralizara sus rechazos en la misoginia y en el cretinismo de Trump. ¿Con la economía está todo bien? Bernie Sanders, patriarca inesperado, leyó los resultados mejor que sus fans y pidió las cabezas de la dirigencia demócrata y un redireccionamiento del partido hacia las descuidadas bases trabajadoras del interior.

3a550e2800000578-3932048-image-a-67_1479054464747

En las grandes ciudades de las costas, para los liberals los resultados electorales sirvieron como evidencia de sus terrores y como autojustificación de su lugar en el mundo.

Por el contrario, en las grandes ciudades de las costas, para los liberals los resultados electorales sirvieron como evidencia de sus terrores y como autojustificación de su lugar en el mundo. Ven en el voto de los deplorables una estocada rastrera a la victoria que creían ya definitiva en las Culture Wars de estos últimos años. Así, por ejemplo, la revista Slate, representante químicamente puro de todas las nobles causas del progresismo norteamericano, se lanza artículo tras artículo a una desesperada terapia de grupo en la que la culpa por la derrota va pasando por todo el espectro de  posibles sospechosos: los racistas blancos, obviamente, con su odio largamente reprimido; las mujeres blancas, títeres cooptados por siglos de sexismo, víctimas victimarias que entregaron a sus congéneres; los latinos machos, seducidos por la promesa de restauración del orden patriarcal; los white men without college degree (nadie supera a los norteamericanos en su afán categorizador), resentidos y brutalizados por la cultura basura que ahora devuelven el golpe hacia la parte ilustrada, suave, grácil, modernizada y broad-minded del país. Es, dicen los angustiados progresistas, la confirmación de que Estados Unidos es una sociedad enferma que se niega -a pesar de haber votado no una sino dos veces a un presidente progresista y negro- a dejar atrás el oscuro pasado. Pero la sorpresa que expresan hasta el llanto por los resultados habla, más bien, de su poca capacidad para poder leer que la elección se perdió en lugares a los que el partido demócrata, el partido de Roosevelt y Kennedy y Lyndon Johnson, fue incapaz de volver a representar. No pueden procesar el hecho de que haya una parte enorme de su país que no se sienta tan cómoda, ni tan victoriosa, ni tan empowered (porque esa palabra horrible ya es universal) como ellos. Una parte desconocida de su país que, por el contrario, vio su nivel de vida empeorar los últimos veinte años y que descubre ahora, con mucha rabia, que por primera vez sus hijos vivirán bajo condiciones peores que sus padres.

A futuro, ¿qué se puede esperar de una presidencia Trump? Las características psicológicas del personaje (y por primera vez en mucho tiempo la psicología parece convertirse en una rama de la ciencia política) y su probable staff de gobierno (armado con retazos del partido republicano, marginales de los medios de comunicación, oportunistas y familiares del presidente) llevan a la presunción de que su administración puede ser, al menos inicialmente, un ejercicio de ensayos y errores, de búsqueda de complacer algunas promesas de campaña y retractarse de otras, de giros inesperados y hechos consumados. La sensación es la de que en el esquema Trump sobra de todo menos coherencia y un plan de gobierno meditado y listo para ejecutarse. Nunca lo sabremos con seguridad, pero no es demasiado extravagante pensar que Trump fue uno más de los millones de personas sorprendidas por el resultado de la elecciones. Y probablemente la más sorprendida. Así que, ¿el muro con México? Bueno, puede avanzar con su construcción (de hecho, y esto es algo que hay que recordar: ya existe el muro a lo largo de muchos kilómetros de la frontera) y hasta puede conseguir, con algún tipo de medida impositiva sobre los productos mexicanos, que sean los exportadores de ese país los que financien la ampliación de la Gran Muralla. ¿Cambiar la composición de la Corte Suprema hacia una tendencia conservadora y así restringir o dar vuelta algunos de los fallos progresista del período de Obama? También. Sería pagar los apoyos de sectores más conservadores que militaron su victoria, y sería también una manera de perpetuar la batalla cultural que tiene entretenida a los medios de comunicación y a las minorías intensas de Estados Unidos desde hace casi tres décadas. Pero, ¿qué pasa con el núcleo de su discurso que le dio la presidencia gracias a los votos de la clase media estancada del Medio Oeste? ¿Qué pasa con el Make America Great Again y su promesa de retorno a la grandeza manufacturera? Ahí, por debajo de las demandas superestructurales, valorativas e ideológicas que unen tanto en su furor a los progresistas de las dos costas y a los conservadores religiosos, las cosas no parecen tan lineales ni tan accesibles. En el dominio de la economía («estúpido»), un Estados Unidos “más proteccionista”, “más industrial”, “más mercado-internista” tendría que desandar las tendencias que se pusieron en marcha en los lejanos años 70, y más enfáticamente en los años de Reagan (cuyo slogan era también un similar Let’s America Great Again), con el giro hacia un perfil basado en los servicios y la innovación tecnológica. Giro que no depende ya del tablero de comando de la Casa Blanca, sino de un mundo que ya no existe. Y Estados Unidos, ese experimento social único, esa ciudad en la colina, como flasheaban los puritanos fundadores, hecha del material de un relato de excepcionalidad virtuosa y destino manifiesto, nunca giró en contra del sentido del mundo, más bien lo contrario, más bien siempre fue el agente del cambio. Las promesas con las que Trump llega a la presidencia hablan de un país que anhela el pasado más que el futuro y eso es inédito en la historia de ese país, en la forma en que ese país siempre se imaginó a sí mismo. En todo caso, las probabilidades están más del lado de que el discurso anti-establishment de Trump quede reducido al terreno de los símbolos y los discursos y nunca pase al plano de lo real económico. La presencia, por ejemplo, de Peter Thiel, multimillonario libertario radical de Silicon Valley, gran inversionista en todo tipo de empresas que apuntalan la creciente automatización de los empleos (el fantasma contra el que votaron los obreros del Rust Belt), indica ya de partida que el programa económico de Trump va a ser un campo en disputa. ¿Volverán a encenderse las chimeneas del siglo XX? La pulsión de un electorado que añora esos buenos viejos tiempos y que no encuentra un lugar en el mundo postindustrial que Estados Unidos moldeó a escala global tal vez encuentre con la presidencia de Trump su último estertor. Pero es sólo una sensación preliminar. Más que eso no se puede saber ni arriesgar. Trump es terra incognita. Lo que está claro después de este larguísimo año y medio de campaña, este inolvidable año y medio, es que asistimos a una nueva mutación americana. Una donde el lema nacional, que no es In God We Trust sino el E Pluribus Unum virgiliano y jeffersoniano, cruje por todas partes////PACO