Por Juan Terranova
El pasado 3 de febrero se cumplieron doscientos años de que el Sargento Juan Bautista Cabral, parte del recién fundado cuerpo de granaderos argentinos, murió en combate. Wikipedia dice que era hijo de José Jacinto Cabral, un indígena guaraní, y de Carmen Robledo, un esclava de origen angoleño, y que ambos prestaban servicio al estanciero Luis Cabral. El reparto del apellido en este triángulo procreador genera sutiles suspicacias en las que la escuela primaria decide no detenerse, lo cual no evitaba una imaginación picaresca. En mi paso por las aulas elementales, Cabral quedaba muy rápido sindicado como milico grueso y obcecado chupamedias, algo fantasmal, algo torpe, y sobre todo bastante secundario. Su contorno podía remitir, según el ánimo, a Sancho Panza o incluso al sebáceo Sargento Garcia, degradado enemigo del Zorro. ¿Por qué lo fantaseábamos gordo? Los juegos de contrastes eran fáciles y forzaban las relaciones. El San Martín de Billiken tiene bastante de Quijote. Montado sobre la idea altruista de justicia que pregonaba, la asociación con Don Diego de la Vega y canal 13 resultaba obvia.
¿Cabral era negro?
Más allá de la primaria, la figura de Cabral aporta al imaginario argentino y al habla de nuestra patria dos textos literarios. Uno es la frase que lo hace famoso: “Muero contento, hemos batido al enemigo”. ¿La dijo? ¿No la dijo? ¿Se la hicieron decir como a un muerto vivo? Poco importa. Ahí está, resonando desde el nacimiento mismo de la revolución y la independencia. Repetida hasta el hartazgo, se constituye como un intento pedagógico destinado a generarle a Cabral una aleccionadora imagen de Sócrates castrense. Primero está la libertad de la patria y la consecuente guerra, después estamos los individuos. Por eso debemos aceptar que nuestro destino personal se vea condicionado por una entidad superior. Eso, no otra cosa, es ser patriota. (Martín Kohan escribió un cuento anodino y desabrido titulado “Muero contento” que seguramente tiene su origen en uno de los ya clásicos ingenios de Ricardo Piglia. El autor de Respiración artificial describe a la historia argentina como el monólogo interminable y alucinado del sargento Cabral en el momento de su muerte, pero transcrito por Roberto Arlt.)
El segundo texto viene con música y es la letra de la Marcha San Lorenzo. Esta marcha, entonada incansablemente por los escolares de todo el país, sufrió una serie de usos menos educativos. Lo primero que existió fue la música, compuesta en 1901 por por un uruguayo naturalizado argentino llamado Cayetano Alberto Silva. Seis años después, en 1907, un tal Carlos Benielli le puso letra. Silva y Benielli de criollos tenían poco, así que la marcha es producto de la inmigración. Luego, se dice que fue “regalada” al Ejército Alemán por el Ejército Argentino cuando se adoptó el modernizador modelo prusiano. A cambio los alemanes ofrecieron la marcha Alte Kameraden, en español conocida como «Viejos Camaradas».
Cuando derrotó a Francia, ¿la Wehrmacht desfiló, terrible, sobre París mientras las bandas tocaban nuestra marcha independentista? Hay comentarios que lo afirman. Si estos datos no alcanzan para escucharla con interés, la reivindicación completa llega con Billy Bond y la pesada del rock and roll que hicieron de la melodía y la letra una canción de guerra liberadora y no apenas una muleta represiva de adoctrinamiento.
Los versos en que aparece Cabral son una expansión en tercera persona, paisajista y conclusiva, de la famosa frase final. El máximo riesgo estilístico que corre el letrista es yuxtaponer “rendir la vida” y en el acto convertirse en inmortal: «Cabral, soldado heroico,/ cubriéndose de gloria,/ cual precio a la victoria,/ su vida rinde, haciéndose inmortal». ¿Qué habría pasado si Cabral no hubiese intervenido salvando a San Martín? ¿Qué oscura, o peor, qué feliz ucronía se esconde ahí?
Cayetano Alberto Silva
La famosa frase de Cabral encuentra, mucho después, un eco en otra frase, dicha por otro militar anónimo a fines del siglo XX y en otro contexto revolucionario. En la medianoche del 9 de junio de 1956, Rodolfo Walsh juega al ajedrez en un café ubicado frente a la Plaza San Martín, en La Plata. De pronto, se escuchan tiros. Walsh sale a la calle y comienza a caminar rumbo a su casa, en la calle 54. También camina rumbo a un libro que lo va a hacer famoso pero no lo sabe. Cuando por fin llega a su casa, descubre que hay soldados en las terrazas y azoteas. Pegado a la persiana del frente, Walsh escucha cómo muere un conscripto. En el medio del tiroteo lo escucha decir “¡No me dejen solo, hijos de puta!”. Walsh ha sido violentado, escolarizado y canonizado por distintos sectores de la sociedad. Los periodistas y los militantes no se cansan de hacerle el amor a su cadáver. La frase que cito es mucho menos recordada y evidencia toda la materialidad y procacidad de la muerte.
Antes, Kafka y Brecht especularon con el canto de las sirenas. Para el primero se dedicaron a insultar a Ulises. Para el segundo, simplemente callaron. Mucho menos sensual, como la voz de las sirenas, la voz de Cabral no tiene registro ni memoria. No había un Walsh atrás de una persiana para detentar el poder –yo estuve ahí, exterior pero testigo– y contar qué fue lo que se dijo. ¿Es posible desatender la carta a la Asamblea donde San Martín sentenció: “No puedo prescindir de recomendar particularmente a la familia del granadero Juan Bautista Cabral natural de Corrientes, que atravesado el cuerpo por dos heridas no se le oyeron otros ayes que los de viva la patria, muero contento por haber batido a los enemigos”? “Muero contento, hemos batido al enemigo”, una frase lírica y polvorienta que profetiza la trabajosa liberación de las Américas. Ahora bien, cuando en la soledad de mi biblioteca la pienso y digo en voz alta, cada vez me convenzo más de que Cabral, aguijoneado por las bayonetas realistas, como preámbulo a su gloriosa muerte, debe haber dicho algo más parecido a “Me clavaron, general, la puta madre”. La patria que es extensa y sabia siempre tendrá lugar para la duda y aun más para la vital y tragicómica ironía.///PACO