Por Nicolás Mavrakis
¿Sueñan los drones con legislación eléctrica? Mientras los soldados del futuro rastrean y eliminan a sus blancos con precisión de cazadores y sin otra intervención humana que la orden que los coloque en marcha desde cualquier punto del mundo, intelectuales, académicos y activistas contra los “robots asesinos” han comenzado una campaña para concientizar al público en general y a los estados en particular sobre la urgencia de una legislación que controle el “desarrollo, producción y uso de armas completamente autónomas”.
Como en las mejores películas de ciencia ficción, la pregunta moral acerca de una tecnología diseñada para escapar de los laberintos de la conciencia humana se profundiza a la misma velocidad que los drones perfeccionan su arte de la guerra: en uno de sus últimos documentos, el Departamento de Defensa de los Estados Unidos afirma que ha sido aprobada la capacidad de los drones para seleccionar y atacar blancos “sin intervención del operador humano”.
Pero la posibilidad de que un drone liberado a su criterio algorítmico convierta en territorio de batalla cualquiera espacio o que la vital diferencia entre aliados y enemigos –fueren militares o civiles– desaparezca repentinamente no sólo es un buen argumento cinematográfico. Por un lado, ha sido demostrado que las órdenes de un drone pueden hackearse desde tierra con el software adecuado; por otro, la velocidad supersónica de las últimas versiones de estas naves no tripuladas ha logrado disminuir casi a cero el margen de reacción humana para corregir errores. Ante ambos escenarios, las consecuencias resultarían devastadoras para todos los involucrados. A excepción del drone.
Para académicos ligados a estudios de inteligencia artificial como Noel Sharky, de la Universidad de Sheffield en Inglaterra; premios Nobel de la Paz como Jody Williams, referente de las campañas internacionales contra el uso de minas terrestres, y organizaciones como Human Rights Watch, la solución al problema de la “inhumanidad de automatizar la muerte a través de máquinas” es prohibirla. Aunque una tecnología que ha colocado a los ejércitos del futuro a las puertas de la verdadera autosuficiencia, puede movilizar drones hacia y desde cualquier país y dispone de un poder de fuego altamente efectivo, libre del estrés, el agotamiento o la inquietud intrínsecos a la esencia de la raza humana, no es precisamente un inconveniente para las expectativas de la industria militar.
“Como cualquiera con experiencia en computadoras sabe, si dos o más máquinas con programas desconocidos se enfrentan entre sí, el resultado es impredecible y podría crear un daño inimaginable para los civiles por los que se preocupa la organización Human Rights Watch”, explica en su manifiesto anti-drone el profesor Noel Sharky. Aún así, los drones también operan a favor de su propia imagen pública. Cuna de la ingeniería contemporánea, el Massachusetts Institute of Technology (MIT) ha solicitado el uso de drones para vigilar los límites de su propiedad, al igual que varias universidades de California, Kansas, Texas, Virginia y Arizona, además de otras organizaciones gubernamentales interesadas en la vigilancia de fronteras, cosechas y otras zonas de interés estratégico. En ese sentido, los drones tienen la capacidad de funcionar no sólo como una útil herramienta de aprendizaje sino como dispositivos capaces de recopilar valiosa información de uso práctico. Es esa delgada línea ética –línea que delimita también una frontera entre la vida y la muerte– donde las opiniones se cruzan.
Sigiloso, obediente y efectivo, un drone puede transformarse en algo más que una simple máquina diseñada para vigilar y castigar. ¿Pero cómo medir la barrera sobre lo que puede ser visto, oído y registrado cuando su poder se libera sobre una población civil? Mientras la discusión sobre el derecho a la intimidad traza sus primeras coordenadas en la esfera civil, el Pentágono informó que incluso los ciudadanos norteamericanos en el extranjero pueden ser blancos letales de los drones, sin juicio previo ni posterior, si estos los consideran una amenaza. La nueva declaración de inmunidad jurídica surge en un contexto de por sí complejo, con protestas que incluyen desde pacifistas frente a bases aéreas de la Guardia Nacional en Nueva York, hasta Pakistán, donde la ciudadanía reclama justicia frente a diversas embajadas por las víctimas civiles. Desde 2004, los muertos inocentes de la “campaña drone” sobre territorio Talibán ascienden a casi 900, incluyendo 176 niños, mientras que la cifra de blancos humanos que sí eran objetivos militares supera los 3.000. En la mayoría de los casos, además, se trata de operaciones encubiertas realizadas al margen de cualquier legislación internacional.
Entre las curiosidades, un presunto documento escrito por Abdullah bin Mohammed, cuadro jerárquico de Al Qaeda, fue rescatado en la república de Mali con 22 consejos para “evadir ataques de un drone”. Espejar el techo del auto para confundir las cámaras o utilizar equipos electrónicos rusos para alterar la programación del drone –por sólo 2.500 dólares, indica el texto– son algunas de las opciones. Irán, mientras tanto, no sólo ha derribado drones estadounidenses durante los últimos dos años sino que ha comenzado la práctica de ejercicios militares para contrarrestar “hipotéticos dispositivos de vigilancia extranjera” sobre su territorio.
Si bien no existen aún robots capaces de marchar sobre los campos de batalla con total libertad de decisión, los activistas preocupados por el avance de la era de los drones coinciden en que, con certeza, ese momento no está lejos. Y por eso la pregunta acerca de si la paz del mundo, más allá de cualquier legislación que supervisara su existencia, puede quedar por primera vez bajo el cuidado de un verdadero Skynet –el programa autónomo que toma conciencia y traiciona a la Humanidad en la saga Terminator– termina por revelarse como una cuestión menos fantástica de lo que podría haber parecido hace diez o veinte años.
Entretanto, basta explorar los contenidos con la palabra “drone” en YouTube para encontrar parejas sorprendidas por el vuelo rasante de un drone civil en medio de París, cazadores clandestinos de aves disparando a drones que los registran mientras violan la ley o el testimonio de decenas de ciudadanos pakistaníes cuyas familias fueron arrasadas por drones militares. Máquinas que jamás necesitarán explicarse, ni siquiera durante la más larga noche de su existencia, las consecuencias de su obediencia ni de su libertad.