Por su prosa extemporánea, por su catolicismo a ultranza, por antimoderno y reaccionario, por santo, profeta y mal llevado, Léon Bloy (1846-1917) fue arrojado, junto con su obra, al olvido literario. Es posible que se trate de un olvido un poco forzado, producto de una operación de censura de amplio consenso. Como crítico literario, Bloy se cargó a casi todos los escritores e intelectuales franceses de su tiempo. Hoy en día, sin embargo, Bloy podría ser el santo patrón de los cancelados. Pero la sábana del fantasma de lo políticamente incorrecto le quedaría demasiado corta, y si viera con sus ojos en los líos en los que nos metimos, con gusto la usaría para ahorcarse.
Hace 10 años, frente al asombro cardenalicio, Francisco lo sacó de las catacumbas en su primera homilía como Papa, en la Capilla Sixtina: “Cuando no se confiesa a Jesucristo, me viene a la memoria la frase de Léon Bloy: «El que no reza al Señor, reza al diablo». En Argentina, mientras tanto, es difícil encontrar sus libros, los Diarios están descatalogados y sus novelas y ensayos con suerte se puedan traficar en la web, y no necesariamente porque hayan envejecido tanto ni tan mal. La buena nueva es que la editorial Bucarest acaba de publicar Sobre la tumba de Huysmans, traducido por primera vez al castellano por Nicolás Caresano, también a cargo de las notas y el prólogo de la edición. Se trata de uno de los últimos libros que Bloy publicó en vida y en el que reúne las reseñas críticas que escribió sobre las novelas de Joris Karl Huysmans, autor contemporáneo con el que mantuvo una complicada amistad.
Apenas murió Huysmans, en 1913, Bloy, en un gesto lapidario, publicó este libro. “Las páginas que siguen marcan dos épocas”, explica Bloy. “Las primeras fueron escritas antes de la conversión de Huysmans, cuando lleno de esperanzas y sin prever las atroces tribulaciones que me reservaba, lo mimaba con delicadeza. Las otras expresan el amargo desencanto que vino después”. Al final de este prefacio a la primera edición, Bloy justificó: “Tal vez se me reproche el hecho de faltarle el respeto a un difunto. La muerte, dijo alguna vez Jules Vallés, no es excusa”. Las notas del traductor aportan detalles muy interesantes para conocer el temperamento de Bloy y su habilidad para las relaciones públicas. Por ejemplo, Caresano aclara que Jules Vallés le había publicado a Bloy los primeros artículos socialistas y anticlericales en su periódico Le Rue. Pero cuando Bloy se convirtió al catolicismo, le devolvió la gentileza describiéndolo como “un delincuente capaz de tirar a Homero por el inodoro”.
La amistad entre Bloy y Huysmans parece interesada, sobre todo por parte de Bloy, que veía en Huysmans, más que a una promesa literaria, a un converso. La publicación de la novela A contrapelo (de la que Michel Houellebecq habla largo y tendido en Sumisión) llenó de entusiasmo a Bloy, a tal punto que, para asombro de muchos, se la elogió: “No veo una novela que declare con más decisión esta alternativa: o nos atracamos como bestias, o contemplamos el rostro de Dios”.
Habiendo sido discípulo de Émile Zola, a quien Bloy bautizó como “el cretino de los Pirineos”, Huysmans era como la oveja descarriada que había que recuperar y devolver al redil. Más tarde, la deriva literaria y espiritual de Huysmans en el satanismo hizo que la amistad entre ambos, como explicó Bloy más arriba, se fuera literalmente al diablo. Difícilmente se pueda comprender su radicalidad frente a Huysmans, y la de toda su obra, sin considerar la historia de su fervorosa conversión. León Bloy había sido durante su primera juventud, un ateo furioso y anticlerical hasta que conoció a Barbey D’Aurevilly, escritor reputado, monárquico y conservador que llegó a ser su mentor espiritual y literario, y lo acompañó en el camino de iniciación en el catolicismo. Iniciación que, como es sabido entre creyentes, es un camino total, absoluto. Pero la fe de Bloy es la del calvario, la fe de Viernes Santo, una fe de noche oscura. “No llego a sentir el gozo de la resurrección. Veo siempre a Jesús en agonía”, escribió en sus Diarios. El amor a Cristo es el amor por la Verdad, y esa Verdad, dirá Bloy, se encuentra en el sufrimiento. El sufrimiento de Cristo crucificado entre dos ladrones, en la pobreza que él mismo padeció durante toda su vida. La suya, en definitiva, no fue una conversión de esplendor, alegre, pacífica ni de reconciliación.
Como escritor católico, o mejor dicho, como católico escritor, panfletista y autor de libelos, asumió la escritura como la de un profeta desesperado y maledicente: toda su obra es una gran impugnación a los valores de la modernidad, ese desgarro de la historia, cuyos frutos fueron todos veneno del espíritu. El sufragio universal, la ciencia, el progreso, la república, el materialismo, el inmanentismo como precursor del individualismo recalcitrante, el arte, la literatura, el catolicismo blandengue y sentimental, ¡ni hablar de Lutero y la reforma protestante! Y así se batió a duelo contra todas las cosas que para él alejaban irremediablemente a los hombres del misterio, de la trascendencia, es decir, de Dios. El ensayista Roberto Calasso sintetiza muy bien esta cruzada moral y principista: Bloy se dedicó a flagelar a burgueses hipócritas, a intelectuales iluminados, y sobre todo, a las almas tibias que están en paz consigo mismas. “¿Qué es tener una buena conciencia? Es estar convencido de que se es un perfecto canalla”, escribió en sus Diarios. Siendo terriblemente pobre, él mismo se comportaba como un desgraciado y lo sabía mejor que nadie: “Ruego como un ladrón que pide limosna a la puerta de una granja que piensa incendiar”. Algunos críticos sugieren que en el enojo de Bloy hay siempre algo sagrado que recuerda a Cristo contra los fariseos y los mercaderes del templo.
Por otro lado, Franz Kafka lo admiraba, y Jorge Luis Borges también. “El espejo de los enigmas”, publicado en Otras inquisiciones, le hace justicia al irredento Bloy. Pero quizás una de las mejores semblanzas sobre el escritor francés sea la del Padre Leonardo Castellani, jesuita y escritor argentino: “Es fácil reírse de Léon Bloy. En otros tiempos, yo me reía de él. ¡Ese santo más impaciente que el mal ladrón! La suma de improperios, imprecaciones y calificativos que cayeron sobre él en vida es enorme y, válgame Dios, es justificada. ¡Ah, el miserable! Pero la miseria es una cosa seria. No se puede reír de la miseria. Jesucristo en su pasión fue literalmente miserable. Maldito es todo lo que pende de un madero, dice la Ley. Y he aquí que el mundo actual se rio de Bloy y de Jesucristo” .
En el prólogo de Sobre la tumba de Huysmans, Caresano hace la pregunta que nos hacemos todos si llegamos hasta acá: ¿qué tiene este viejo sabio y carcamán para ofrecernos hoy? ¿Qué abismos de nuestro presente puede iluminar este profeta decimonónico? “Su legado”, dice Caresano, “nos enseña todavía que no es posible afirmar sin negar al mismo tiempo, admirar sin despreciar implícitamente y que, en ocasiones, la única manera de llegar al centro profundo de una época es correrse hacia los márgenes”. Quizás una de las cualidades de Bloy que no pasa de moda sea su afrenta al ejercicio de la crítica y sus implicancias en el mundo de la cultura, es decir, el costo que pocos están dispuestos a pagar a expensas de un relativismo non sancto. ¿Acaso lo “políticamente correcto” no esconde intereses? Afirmar lo uno y lo contrario simultáneamente y sacar de eso la conclusión que más interesa al poder, ¿no es un negocio redondo? “El que no reza al Señor…”. Al haberlo invocado en la misa inaugural de su pontificio, el Papa Francisco renovó una afrenta contra el fariseísmo de nuestro tiempo, un tiempo más iracundo y estridente que el que vivió Bloy, pero igual de desértico/////////PACO