Filosofía


Las alarmas del filósofo Éric Sadin

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Escrita con el dramatismo de las primicias, la hipótesis del filósofo Éric Sadin en La inteligencia artificial o el desafío del siglo, su último libro, tal vez suene familiar para quienes vieron películas o series de ciencia ficción apocalíptica durante, al menos, los últimos cuarenta años. En sus palabras, lo que deberíamos entender sobre nuestra relación con la tecnología digital es que las lógicas “tecnoeconómicas” que nos rodean cuando nos conectamos a internet, por ejemplo, no buscan más que “objetivos únicamente lucrativos y utilitaristas”, lo cual ha hecho advenir “una era de la racionalidad extrema” gracias a la que nuestros cuerpos y mentes son los flamantes rehenes de distintos “protocolos digitales”. ¿Y cómo se consumó esta tragedia existencial de la humanidad? Los motivos, explica Sadin, anidan en la expansión de esa “neolengua tecnoliberal” que, desde principios del siglo, selló una “alianza implacable” entre los poderes industriales y económicos (y también políticos, científicos y universitarios) destinada a erradicar los principios humanistas que, hasta ayer, daban sentido a nuestra especie. Consagrada por la “economía ultraliberal”, por lo tanto, esta “tecno-ideología” controla casi con total omnipotencia “los asuntos humanos”, por lo que el «desafío del siglo» ya estaría bastante resuelto en favor de la ciega voluntad de las máquinas.

Sin embargo, antes de que esta desoladora perspectiva a medio camino entre Terminator y Matrix fuera posible, también el escritor italiano Curzio Malaparte, en plena Segunda Guerra Mundial, tuvo impresiones parecidas. Más precisamente como si las máquinas, escribe en El Volga nace en Europa, sus crónicas desde el frente oriental, “actuasen como cuerpos vivos, casi como personas, con una humanidad no fundada solamente en sentimientos sino en un principio moral unido a la técnica”. Antes o después, el punto esencial es el mismo que señala Sadin: si los soldados rusos y alemanes quedaban convertidos en los mecánicos encargados de mantener en funcionamiento los tanques y los aviones que llevaban adelante el combate, ¿cuál era el sentido humano de su guerra?

Para llegar al delicado núcleo de estas indagaciones angustiadas por la supuesta pérdida de lo que nos haría humanos, la sugerencia de otro filósofo, el alemán Peter Sloterdijk, es que no tratemos de adivinar lo que podría traer el futuro (una aterradora inteligencia artificial habilitada para sustituir la nuestra, según Sadin), sino que observemos lo que siempre hubo desde el principio. ¿O acaso desde que el hombre usó la primera piedra para cazar su inteligencia no consiste, precisamente, en la perpetuación de su existencia mediante construcciones técnicas adicionales al cuerpo?

En este caso, explica Sloterdijk, lo único humano es desarrollar máquinas que van desde las piedras y los palos de la prehistoria hasta los algoritmos publicitarios de hoy, aún si a su alrededor se repite, una y otra vez, el miedo recurrente a que las piedras, los palos o los algoritmos usurpen el lugar de lo humano (“holismos cosmomatriarcales” llama el filósofo alemán a estos míticos cordones umbilicales que alguna vez, suponen los angustiados, unieron lo “verdaderamente humano” con la “vida tal como debería ser”).

En este sentido, La inteligencia artificial o el desafío del siglo es menos una renovada batería de elucubraciones masoquistas sobre el ocaso inminente de la humanidad (y una batería que, además, ignora o pasa por alto lo que otros pensaron antes y mejor, en una lista que podría incluir nombres tan variados como Byung-Chul Han, Evgeny Morozov, Slavoj Žižek, Anand Giridharadas, David Runciman o Eli Pariser), que un libro cuyo sustrato imaginativo, a pesar de haberse publicado en Francia hace menos de dos años, resulta demasiado constreñido. En tal caso, ¿qué pasa si en vez de medir el futuro próximo bajo los esquemas apocalípticos algo rancios de Terminator, Matrix o Black Mirror lo vemos a través de representaciones más ambiguas como la película Her o una novela como Máquinas como yo? Estrenada en 2013, Her es, de hecho, una excelente postal de la confusión entre la posibilidad de vincularnos con un “ser virtual”, como Sadin llama a la amplia ortopedia sentimental que va desde los “match” parametrizados de Tinder hasta las muñecas sexuales de última generación, y la cruda conciencia de nuestras carencias afectivas y sexuales reales. Y así como Theo se “enamora” de la voz virtual de Samantha solo para descubrir, al final de la película, que siempre había estado enamorado de Amy, su vecina de carne y hueso, ¿acaso no habría que sospechar un poco más de la presunta omnipotencia de los algoritmos y conceder que también nosotros, al someternos a su lógica, extraemos de su funcionamiento distintas gratificaciones?

Para los tímidos y retraídos como Theo, sin ir más lejos, un “ser virtual” como Samantha, en realidad, nunca es un reemplazo del amor “real”, sino una inesperada ayuda tecnológica para lograr descubrirlo. ¿Y si lo cándido fuera creer que alguien puede ver en serio al propietario de una muñeca sexual como “la instauración de un ordenamiento más fiable o perfecto de las cosas”, como especula Sadin, y no como alguien absoluta y penosamente confundido? En esta misma línea, Máquinas como yo, la novela de Ian McEwan en la que un hombre descubre que su novia lo engaña con Adán, su robot antropomórfico, lleva el mismo equívoco entre la tecnología y el placer un paso más allá. ¿Y si en lugar de que las máquinas convirtieran a los humanos en sus esclavos estas, en cambio, inventaran sus propias máquinas esclavas? Si se trata de fantasear con el eclipse definitivo del humanismo, sugiere McEwan, tal vez deberíamos contemplar la obsolescencia total de la humanidad y no su insoslayable permanencia como rehén idiotizado de la “inteligencia artificial”. Esa, en definitiva, sería la verdadera gran traición de nuestros artefactos. Convertirnos en algo olvidado para siempre, antes que en el dócil combustible para su marcha triunfal////PACO

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