Cuenta el mito de Narciso que cuando él se vio reflejado en el espejo de agua, quedó tan prendado de esa imagen que no tuvo más opción que hundirse en ella. Así, el trágico final no es más que el modo en el cual los dioses le avisan al hombre que no debe sucumbir ante las tentaciones del egocentrismo y el excesivo amor hacia uno mismo.  Pero el mito, en su afán de defender -de alguna manera- el reconocimiento del otro, garantizando el lazo social, deja en segundo lugar el asunto de los espejos. Omite aquella cuestión que tan bien supo describir el psicoanálisis cuando afirmó que “donde estoy, no soy”. El espejo, por su propia constitución, es un objeto doblemente fallido. Muestra lo que no es, ahí donde no está. Tal vez sea por eso que ha despertado tanta curiosidad a lo largo de la historia, no sólo en su versión mítica, sino también en su versión científica. Bastaría hacer una breve historia de la óptica para advertir que desde antiguo, se intentó develar el enigma de la construcción de imágenes en la retina. Ya en el siglo X, el físico iraní Alhazen había dado las claves para entender el correcto funcionamiento de la cámara oscura, antecesora de la cámara fotográfica. Ambas sostenidas en el principio invertido y “fallado” de la percepción de imágenes que, paradójicamente, construyen la ilusión de completitud en el ojo humano.

El espejo, por su propia constitución, es un objeto doblemente fallido. Muestra lo que no es, ahí donde no está. Tal vez sea por eso que ha despertado tanta curiosidad a lo largo de la historia.

El espejo entonces muestra una escena completa, allí donde sólo hay reflejo. La fotografía ha multiplicado la apuesta y ha desarrollado desde los primeros daguerrotipos hasta nuestros días, infinitos recursos para refractar, a la manera de un prisma, millones de imágenes. Rostros, paisajes, detalles mínimos ampliados cientos de veces, primero en papel, ahora en pantalla. Pero desde el cuerpo ahogado de Narciso hasta ahora no ha pasado sólo tiempo y perfeccionamiento del dispositivo. Podría argumentarse a favor de él, que su fascinación se sostiene menos en un estado de conciencia, que en la contemplación de la belleza. Está claro que lo que a Narciso lo subyuga no es verse a sí mismo, sino la imagen bella que no percibe como propia.

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Curiosa nuestra época que ha invertido los términos, y no sólo ha mejorado los espejos hasta límites imposibles, sino que además, ha creado artilugios técnicos para modificar la captura del reflejo engañoso. El fenómeno de las selfies, esa costumbre de sacarse fotos a uno mismo, pasarlas por distintos filtros, modificando las luces, el brillo de la cara, pero también el color de ojos, de dientes y por qué no, el ancho del ovalo facial, nos enseña que no sólo se puede mentir al espejo, sino también crear algo donde nunca hubo nada. Como sea, la manipulación de imágenes no es un fenómeno nuevo y sólo una mirada excesivamente conservadora podría considerarla “maliciosamente engañosa”.

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Es probable que bajo esta premisa, David Lopera, un joven artista español se haya hecho conocido. En alguna entrevista cuenta que la idea de retocar fotos de cuerpos, agregándoles kilos de más, surgió casi como un juego, y que al subir las primeras imágenes, muchas famosas, como Emma Watson, Kim Kardashian o Jennifer Lawrence, le pidieron las suyas. Así, empezó a recibir solicitudes de todo tipo, hombres y mujeres deseosos por verse “obesos”. En la misma entrevista, Lopera ha intentado mostrar cómo su trabajo de engorde tiene una función social. Afirma que él intenta demostrar cómo la gordura también es bella y que en la contemplación de estas imágenes está el doble objetivo de que la gente tome conciencia de la tiranía de la delgadez y de la obesidad como enfermedad. Así planteado todo suena tan políticamente correcto, que no deja otra opción que la sospecha. Nadie podría creer que Emma Watson o cualquier otra sueña con una panza enorme, celulitis y brazos de luchador de sumo. Entonces, ¿qué es lo que hace del trabajo de Lopera un éxito? Aunque sea dudoso y discutible, tal vez la respuesta esté más cerca de la morbosidad que de la “toma de conciencia”. Pero es una morbosidad curiosa y única porque se sostiene en los mismos parámetros de corrección política que la niegan. Como si a la proliferación de imágenes para la “toma de conciencia” le correspondiera además, su contracara.

La idea de retocar fotos de cuerpos agregándoles kilos de más surgió casi como un juego, y al subir las primeras imágenes, Emma Watson, Kim Kardashian y Jennifer Lawrence le pidieron las suyas.

Si la delgadez es el signo de nuestros tiempos, y esta se justifica desde parámetros estéticos, pero también médicos, entonces es la imaginación técnica la que debe cubrir los baches del deseo. En un mundo donde la obesidad queda asociada con la exclusión social, con la enfermedad y el exceso, sólo el espejo, asumido explícitamente como engaño, puede permitirle al hombre jugar un rato a ser algo que no es, y que además asegura no querer ser. La construcción de la imagen obesa trae algo de tranquilidad, porque muestra, en todas sus exuberancias, aquello que podríamos llegar a ser, pero que (por suerte) no somos. Como esos sueños donde mientras estamos a punto de ser atropellados por un tren, nos tranquilizamos pensando que no es verdad, pero por eso mismo nos animamos a no abrir los ojos hasta sentir a la locomotora tocándonos los huesos. A lo mejor deberíamos asumir que en ese cuerpo exuberante se condensan gran parte de las fantasías, incluso las eróticas, que la disciplina moderna se ha ocupado de velar. La grasa es la evidencia de un desborde, de un descontrol en todo sentido, y por qué no, de una fiesta, llena de comida, bebidas y cuerpos desbordantes. Probablemente Lopera o algún otro, en breve, gracias al photoshop, componga estas fiestas pantagruélicas, que tanto deseamos ver desde el otro lado de la pantalla, mientras nos aferramos a una botellita de agua mineral sin gas//////PACO