Si en una sociedad teñida por los privilegios de la permisividad pudieran reescribirse las formas que regulan la violencia, ¿cuánta de esa violencia se prestaría todavía al oído de la razón? La cuestión interesa cuando la supresión de casi toda forma visible de violencia, al menos en la escala histórica y con el alcance cultural que describen investigadores optimistas como Steven Pinker o intelectuales pesimistas como John Gray, alimenta, por otro lado, una fascinación subterránea por lo reprimido. Y es interesante que no sea necesario mucho más para que la violencia
retorne entonces bajo un lineamiento parecido al que Boris Groys, pensando en la imaginación utópica, le asigna al comunismo cuando explica que la mera formulación de cierta idea presupone “cierta escena real en la que esta formulación toma forma, ciertas condiciones políticas, sociales, mediáticas y técnicas que hacen posible producir, manifestar y distribuir esta idea en un libro, una película, una imagen, un sitio web o cualquier otra forma material”. Por supuesto, las ideas sobre la naturaleza concreta y metafísica de la violencia ‒bajo la forma del mal, la negatividad o el terror‒ recorren un camino tan variado como el del pensamiento desde sus orígenes mismos, y por eso no debería sorprender lo “excitada” que parece toda reflexión al respecto cuando el islamismo localiza sus ataques en plena Europa y las masacres de ISIS circulan en high definition por internet. Aun así, incluso en su versión más pop ‒que es la que hoy multiplica los gifs animados en las redes y sostiene desde hace años los relatos de exilio y supervivencia en la narrativa popular‒, casi no hay una idea de violencia que supere la que Ian Kershaw caracteriza con la fuerza de “una estética del poder absoluto en la que la grandiosidad de la visión malvada conserva una fascinación irresistible y macabra”, y que proyecta, todavía, el Tercer Reich.

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En oposición a la “violencia de la negatividad”, que era material, frontal y sangrienta, la “violencia de la positividad” se ubica en la actual sociedad del rendimiento y, al igual que muchas de las formas desreguladas que le dan sentido, es una violencia invisible, viralizable y anónima.

Ahí es donde el nuevo análisis que otro historiador británico, Frank McDonough, hace sobre la Gestapo, la policía secreta estatal creada por Hermann Göring el 26 de abril de 1933, despliega su sentido entre las aristas mejor conocidas de la maquinaria de exterminio nazi. Porque, ¿qué mejor que un recorrido por los rincones de la burocracia del Tercer Reich para iluminar con el brillo del conflicto entre la violencia y la razón lo mismo que, a propósito de Martin Heidegger, los filósofos Luc Ferry y Alain Renault llamaron “la posición neoconservadora”? Al fin y al cabo, es sobre una mezcla semejante de conservadurismo y revolución, de tradición y de novedad, de antimodernismo y modernismo (“fundado en una contradicción que subyace en lo más profundo”) que McDonough describe a una policía secreta que, por un lado, “jamás contó con suficiente personal para espiar a todo el mundo” y que, por otro, casi no tuvo entre sus filas a esos “oficiales brutales con un compromiso ideológico que refleja el mito popular” sino a detectives de carrera que entraron en la policía muchos años antes de que Hitler llegara al poder y que trabajaban, muchas veces, bajo la supervisión de individuos con una formación jurídica de excelencia. De ahí que la vida de la Gestapo entre los ciudadanos ordinarios de Alemania pueda leerse como una instancia particular del caos y la confusión desatados no solo cuando se pretende racionalizar la violencia, sino cuando esa racionalización se cumple bajo una reconstrucción radical de los valores de una sociedad. Pero, ¿es ese un escenario estrictamente pasado?

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Si en una sociedad teñida por los privilegios de la permisividad pudieran reescribirse las formas que regulan la violencia, ¿cuánto de esa violencia se prestaría todavía al oído de la razón?

Ahí es también donde la “violencia de la positividad”, como nombra Byung-Chul Han a la violencia psíquica que hoy “suprime toda negatividad” y que se aplica de manera interiorizada e invisibilizada mediante la “sobrecomunicación” y la “sobreinformación”, adquiere matices familiares. En oposición a la “violencia de la negatividad”, que era material, frontal y sangrienta, una violencia acorde a las sociedades disciplinarias vigentes hasta el siglo pasado, la “violencia de la positividad” se ubica en la actual sociedad del rendimiento y, al igual que muchas de las formas desreguladas que le dan sentido, es una violencia invisible, viralizable y anónima, “sin necesidad de enemigos ni dominación” (y por eso, en última instancia, puramente recreativa). Entre los modos en que esa violencia respira, el más espectacular está en las redes sociales. También en Argentina, con sus indignados full time en Facebook y sus huracanes de vengadores anónimos en Twitter, la “violencia de la positividad” se activa en ráfagas de consecuencias reales, como las que hace poco le costaron el trabajo a un periodista deportivo después de que se filtraran fragmentos “ofensivos” de sus chats privados con mujeres, o las que hace incluso menos terminaron en el despido del Senado de la Nación de un militante del PRO del que se viralizó una grabación de 2012 en la que insultaba a Cristina Kirchner. Casos por el estilo, con matices y derivaciones propias, y catalogados en general como “polémicas en las redes sociales”, se multiplican en el mundo cada día. Pero, en el balance, todos combinan dosis idénticas de placer aséptico por el linchamiento, un sentimiento vago de reivindicación teñido por el mantra de corrección política del momento y eso que, en el ecosistema narcisista de las redes, Han llama “la depresión de aquel que está agotado de su soberanía”, esa clase de estado psicológico que no duda en recurrir a cualquier infidencia, rumor o chimento verdadero o falso, inocuo o grave, para recomponerse y seguir de pie.

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Las infidencias, los chimentos y los rumores (verdaderos y falsos, inocuos y graves) también fueron esenciales para el vínculo de la Gestapo con la “idealizada comunidad nacional”.

Pero como demuestra McDonough dentro de la “violencia negativa” del nazismo, nada de eso faltaba tampoco entre los recursos para “salvaguardar la fuerza vital y la salud del pueblo y sus instituciones”, en especial cuando el desenlace de la guerra empezaba a hacerse evidente. De hecho, las infidencias, los chimentos y los rumores (verdaderos y falsos, inocuos y graves) también fueron esenciales para el vínculo de la Gestapo con la “idealizada comunidad nacional”, igual que los excesos obscenos de control sobre las mentes y los cuerpos que hoy resultan casi el reverso tragicómico de lo que Occidente considera ser libre (entre los Diez mandamientos para elegir esposo que el nazismo recomendaba a las alemanas, podía leerse por ejemplo que “si estás genéticamente sana no deberías seguir soltera” y “no busques un compañero de juegos, sino de matrimonio”). Entre quienes inventaban denuncias para vengarse de vecinos o castigar a amantes, el absurdo caso de Wilhelm Lehm, un pensionista de 73 años, ilustra el máximo grado de contradicción en la racionalización de lo irracional. Denunciado en 1942 por un vecino que lo vio en un baño público de Berlín escribiendo que “Hitler es un asesino de masas, debe ser asesinado para poner fin a la guerra”, la ejecución de Lehm, cumplida por la Gestapo el 10 de mayo de 1943, también ejemplifica a qué se refiere Byung-Chul Han cuando repite que “todo lo que expurga su parte maldita firma su propia muerte”. Pero la pregunta en el aire, en tal caso, no es por qué la violencia ‒en especial la violencia nazi‒ nunca va a desaparecer. La pregunta es de qué maneras, ahora “positivas” y “altruistas”,  limpias e intangibles, las inscripciones en los múltiples “baños públicos” que circulan a través de nuestras pantallas siguen siendo motivo suficiente para gerenciar ese placer atávico, esa fuerza thimótica, que consiste en “ejecutar” a la primera víctima sacrificial al alcance////////PACO