Hace más o menos cinco años, el suplemento de empleos de un conocido diario publicó un artículo sobre el stress en los jóvenes profesionales. El autor de la nota comentaba una investigación hecha en alguna universidad de Estados Unidos, donde, contrario a lo que se suele pensar, el grupo entrevistado, entre 20 y 24 años, consideraba que el stress y la ansiedad eran elementos positivos. En su gran mayoría, los encuestados afirmaban que sufrir estos estados significaba “ocupación plena” y por eso mismo, sinónimo de inclusión en los sistemas de producción y aceptación en la vida social. Una conclusión a la que se llega fácilmente cuando se reflexiona sobre las exigencias de un mundo que no sólo no descansa nunca, ni siquiera en los espacios y tiempos de ocio reservados para ese fin, sino que exige la conexión constante como garantía de pertenencia y reafirmación de reconocimiento ajeno. Los sistemas de mensajería, el Whatsapp a la cabeza, evidencian, como pocos, la impronta de lo instantáneo y arrastran, como consecuencia obvia, la ansiedad por la respuesta inmediata.

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Los sistemas de mensajería, el Whatsapp a la cabeza, evidencian, como pocos, la impronta de lo instantáneo y arrastran, como consecuencia obvia, la ansiedad por la respuesta inmediata.

Pero no es cualquier tipo de ansiedad, es una que casi no se percibe, porque se integra de manera imperceptible a los gestos corporales de la mayoría de los que la padecen. Tocar el bolsillo involuntariamente para comprobar que el teléfono está donde suele estar, percibir- aun en espacios ruidosos- la música de la llamada o la vibración del aparato, son algunos de los tics que se adquieren, la mayoría de las veces, sin ser demasiado consciente de ello. Tal vez, la falta de registro sobre su carácter sintomático resida en cierto entrenamiento propio del capitalismo actual. Al fin y al cabo, los últimos veinte años del siglo XX mostraron como pocos las maneras en las cuales los sistemas informáticos de control quedaron incorporados a los procesos empresariales. Las tarjetas de acceso electrónico, claves digitales y logueos remotos, transformaron, tal como lo señalaba Gilles Deleuze, el espíritu de la fábrica moderna en un gas, un panóptico invisible, capaz de mantener alerta y en movimiento constante, el mecanismo productivo, sin necesidad siquiera, de alzar una torre. Pero este modelo de control, propio del siglo XX, estaba construido sobre un esquema unidireccional, donde la mirada policíaca partía siempre y del mismo lugar. En todo caso, el desafío del «observado» era el de sortear ese ojo electrónico, refugiándose en los espacios de excepción donde la vida privada quedaba a resguardo. No es novedad que la adquisición de teléfonos celulares, la instalación de la banda ancha en el ámbito doméstico, primero, y las redes sociales después, cambiaron de signo los principales aspectos de este modelo. La conservación de la intimidad y la posibilidad de la desconexión virtual se volvieron obsoletas, propias de una época donde ser visible y estar disponible era requisito sólo en el ámbito del trabajo y por y para el empleador.

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Los últimos veinte años del siglo XX mostraron como pocos las maneras en las cuales los sistemas informáticos de control quedaron incorporados a los procesos empresariales.

Si los últimos diez años modificaron el esquema de visibilidad, los inicios de la década actual acrecentaron el fenómeno. Los teléfonos inteligentes que combinan la comunicación individual con una conexión a internet constante, quedaron integrados a la actividad diaria. Registran, editan y emiten fotos, postean estados de ánimo, mandan mensajes sobre cualquier cosa susceptible de ser comunicada. Todo sucede como si hubiese un impulso vital que insta a hablar/escribir y esperar la respuesta inmediata. A caballo entre la ortopedia y el órgano físico, el celular funciona como un puente entre un «adentro» y un «afuera», una especie de extensión del cuerpo que emite y recibe palabras, audio y «emojis» con la misma intensidad que una caricia, una cachetada o simplemente un silencio y por eso puede producir efectos sobre el cuerpo físico. Expresiones como «clavar el visto» para indicar el daño que produce recibir un mensaje y no contestarlo, hacen desaparecer la distancia entre el teléfono y la piel. Pero, además, el sistema nunca se apaga del todo, a lo sumo queda en «silencio» en las horas en las que se duerme. Aunque el mismo acto de dormir, también quede en entredicho, tal como lo señala Jonathan Crary en su reciente libro 24/7. Descansar, como necesidad fisiológica, se transforma en un requerimiento mínimo, que se cumple sólo para continuar en la cinta infinita de la existencia. Una semi-vigilia permanente donde los dispositivos actúan como fusibles de un cuerpo que no sólo está en tensión y alerta constante, sino que además late por y para los estímulos recibidos y emitidos, y por propia voluntad. El estado de «vibración» constituye una de las metáforas más claras al respecto porque cuando suena, sacude al cuerpo entero.

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Expresiones como «clavar el visto» para indicar el daño que produce recibir un mensaje y no contestarlo hacen desaparecer la distancia entre el teléfono y la piel.

Los efectos de este estado de alerta son muchos y variados y han sido analizados y tratados desde distintas corrientes terapéuticas, pero todas pivotean alrededor de la pregunta sobre las consecuencias concretos sobre el cuerpo físico y anímico. En algunos casos, identificando al aparato como objeto de adicción y fuente de sufrimiento, tal como lo hace cualquier sustancia tóxica, reproducen las mismas estrategias de rehabilitación, suponiendo que una vez que este se aleje o controle su consumo, cederá el síntoma sobre el organismo. Al respecto, señala Gisela Holc, licenciada en Psicología y coordinadora del Centro Idea, institución especializada en trastornos de ansiedad, que, dificultando su acceso, “se reduce el impulso al comportamiento compulsivo del click. Esto, además, genera una actitud mental y comportamental proactiva y le devuelve al sujeto su autonomía para tomar decisiones sin depender de lo que pasa en la pantalla”. Trabajando sobre la premisa de que “cuando el cuerpo se relaja la mente se aquieta”, el proceso de cura también incluye el entrenamiento en la respiración y relajación de cada grupo muscular. Además, el tratamiento incluye técnicas de autobservación sobre los comportamientos adictivos que ayudan a separar y diferenciar al cuerpo del dispositivo.

De las tres fuentes de sufrimiento que Freud identificaba en el Malestar en la cultura, era la relación con los demás la única imposible de cancelar.

Pero, tal vez, el proceso histórico que provocó la juntura entre cuerpo y pantalla, o que hizo de ella un alter ego, haya sido la forma de “modificar el estado de insatisfacción estructural, característica del sujeto de la modernidad”, dice Marcelo Mazzuca, psicoanalista, docente e investigador de la UBA. En cada interacción virtual, se pone en suspenso la fisura insondable entre el yo y el mundo exterior. No está de más recordar que, de las tres fuentes de sufrimiento que Freud identificaba en el Malestar en la cultura, era la relación con los demás -la distancia intersubjetiva como brecha constitutiva- la única imposible de cancelar. De manera que, continúa Mazzuca: “La función del tóxico (o de la pantalla adictiva) es la de enlazar el cuerpo pulsional y sexuado con la realidad que lo une a otro sujeto”, aunque ésta sea del orden de la fantasía. La ficción de “comunicación total”, podría aliviar la ansiedad que provoca el vacío, al tiempo que estimula, en estas interacciones permanentes, la imposibilidad de desconexión.

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La ficción de “comunicación total” podría aliviar la ansiedad que provoca el vacío.

Y, sin embargo, tal vez, este estado de alerta constante, represente un costado menos patológico y adictivo. Quizás las pantallas de los teléfonos, como extensión del cuerpo, no sean más que la forma contemporánea en la que las sociedades construyen sentido y por qué no, paliativos a la insatisfacción constitutiva. En contra de los diagnósticos sombríos acerca del avance de la hiperconexión, la anomía y la pérdida de los lazos sociales, podría pensarse un aspecto más luminoso. Aquel que, quitándose de encima el ropaje punitivo de la alienación y la dependencia, encuentra en la espera por la respuesta o en la foto que se ofrece, ese momento único e irrepetible, donde el otro parece encontrarse plenamente en el mismo espacio y tiempo. Una zona donde podría suspenderse la brecha que separa al individuo de los otros, para burlar, aunque más no sea por un instante e imaginariamente, la evidencia de que, sin importar la cantidad de amigos y contactos virtuales, estamos todos solos//////PACO