¿Por qué acepté ser un fantasma si tenía una casa con jardín, una pileta pelopincho y hasta un gato? Siempre había querido viajar a España. Pero si quiero viajar, me dije, tengo que conseguir dinero. Con mi sueldo estatal no me alcanzaba para mantener “la casita” en Florida. Los techos tenían goteras y el jardín se inundaba con cada lluvia. Esa zona de Vicente López había crecido mucho: demasiado asfalto y demasiadas casas antiguas que se habían ido transformando en dúplex y en edificios de departamentos, por lo que los terrenos ya no adsorbían el agua como antes y los desagües colapsaban. En ese momento, con el sueldo sólo podía pagar los gastos y esperar un cambio de gobierno, o el milagro de una herencia. Entonces se me ocurrió que podía hacer un negocio con mi casa, algo que jamás se me hubiera pasado por la mente antes. ¿Por qué no? Porque fui criada por una generación para la cual llegar a tener su casa era un logro fundamental. Sin embargo, desoyendo a mis antepasados, decidí pedirle consejo a una agente inmobiliaria. Una amiga de la hermana de una amiga, que resultó ser la hija de un apellido famoso y, por lo tanto, pensé, entendería de estos negocios.

En cuanto esta mujer entró a mi casa, dijo: “¡Divina! La tenés que vender”. Fue el veredicto inmediato. Yo sólo me había animado a pensar en alquilarla de forma temporaria, tal vez durante un verano, pero ella me dijo que no. “Te la van a destruir, porque convengamos que ya está bastante venida abajo. Vendela y comprá dos: en una vivís y la otra la alquilás. Ya estás en edad de viajar, tus hijos son grandes, ya está el nido vacío, no podés seguir viviendo para la casa”. Confieso que el juicio acerca de la situación no me cayó bien, pero empezó a operar en mí como un virus. Tal vez todo se trate de algún tipo de enfermedad inmobiliaria, algo que se inocula para generar ambición. Como fuera, la situación me dio mucho que pensar. Si bien al principio lo rechacé, tenía que aceptar que era cierto: mis hijos casi no venían a visitarme y cada uno hacia su vida, la pelopincho no era una atracción suficiente y los nietos, por el momento, no estaban en camino. Mi hijo mayor se acababa de separar de su novia justamente por eso; al parecer, los millennials como él, los nacidos entre 1982 y 1999, viven la sexualidad de forma diferente a sus predecesores. No tienen pareja estable, privilegian los vínculos virtuales y forman parte de una generación menos comprometida con el amor a largo plazo. O al menos eso dicen los sociólogos. En síntesis, como muchas otras, mi familia iba dejando de reunirse.

Vendí mi casa en apenas cuatro meses. Pero antes me peleé con la amiga de la hermana de mi amiga, porque el negocio lo quería hacer ella (como indicaba en cierta forma su alcurnia). Así que tuve que cambiar de inmobiliaria, sufrir y pelear cada dólar (porque ya sabemos que todo este sufrimiento se mide en dólares) y en medio de estas idas y venidas inmobiliarias conocí a Sofia, una joven dedicada a los alquileres temporarios en Buenos Aires, egresada de la UADE y muy adaptada a las apps. En cuánto vendí y compré, Sofía le alquiló mi nuevo monoambiente a una pareja de colombianos que tenía que quedarse seis meses en el país para que la mujer cambiara sus prótesis mamarias (otra de las atracciones que tiene que Buenos Aires para los extranjeros). Aun así, noté con tristeza que la plata no me alcanzaba para viajar a España. Había hecho todos los movimientos necesarios: me había instalado en un PH en Colegiales que había comprado para vivir, y luego de los arreglos y la mudanza, otra vez estaba sin plata. Así que se me ocurrió consultarla a Sofia, esta vez sin apellido, pero tan millennial como mi hijo y adaptada a los nuevos modos de hacer negocios.

En menos de un mes, Sofía trajo a una pareja de venezolanos interesados en alquilar mi PH de Colegiales. Me ofrecían 1000 dólares al mes, así que agarré viaje sin dudarlo. Sin evaluar las dificultades que esto podía acarrearme, alquilé un monoambiente temporario en Recoleta y fui a vivir ahí. Esta vez regalé al gato, puse solo la ropa necesaria en una mochila y como única acompañante llevé mi notebook. ¿Me estaba transformando en eso que los expertos llaman “nómade digital”? Las preocupaciones se fueron y el desapego zen daba sus frutos; ahora sí, el dinero me alcanzaba para pagar el viaje a España. En el monoambiente de Recoleta saqué los pasajes con una app que me pasó Sofia. Elegí Sevilla y como iba a viajar sola y por primera vez a Europa, para amenizar el viaje me compré pirateado Serotonina, la novela de Michel Houellebecq que acababa de salir. No quería estar fuera de las novedades editoriales, y para mi sorpresa descubrí que transcurría en Andalucía, el lugar al que me acercaba.

Serotonina es un libro seco como las vaginas de las que huyen espantados los personajes de Houellebecq. Pero tiene una visión abarcadora y hasta envolvente (como una vagina) de los distintos niveles de nuestra realidad. Narrada desde un futuro no muy lejano y con una perspectiva que convierte al protagonista en un testigo certero de su tiempo, el futuro en el que se mueve es espectral, aunque muy parecido al presente. A su manera, el protagonista de Serotonina también se convierte en una especie de fantasma, con paseos como turista por las comarcas del sur de España incluidos: las mismas comarcas que yo visitaba, descriptas por Houellebecq como dependientes de una economía dedicada al turismo y la gastronomía. En la novela, la Unión Europea aprieta a Francia al punto tal que la producción agropecuaria local no puede competir con las tarifas internacionales del libre mercado, así que los productores prefieren tirar la leche a modo de protesta.

De hecho, casi todos los productos agrícolas europeos empiezan a desaparecer con el peso de la competencia argentina, al punto que hasta los duraznos argentinos (aunque esto es una nota de ciencia ficción, cualquiera sabe que sería imposible) arrasan toda la producción francesa. Esto le permite a Houellebecq parodiar el destino de muchos países europeos como parte de una civilización que muere “simplemente por hastío, por asco de sí misma”, que es lo mismo que le sucede al narrador: siente asco de sí mismo y actúa en consecuencia, abandonándose como en un suicidio lento, casi por aburrimiento. Con algunas diferencias sustanciales, lo que había en Serotonina era también la historia de alguien que, al igual que yo, se iba de repente de su casa y de su ciudad, aunque sin gato ni familia que pudieran reclamarlo. Simplemente estaba hastiado de su cómoda vida burguesa. Me pregunté entonces si ese aburrimiento no tenía que ver con aquello que a mí me motivaba a viajar.

En España, mientras tanto, observé a los turistas y sus comportamientos. Todos recurríamos a los mismos lugares y mirábamos el mundo como espectadores, sin participar de nada, salvo cuando llegaba la hora de pagar. A través del dinero nos manteníamos en un estado de flotación que nos sostenía de un lugar de “ensueño” a otro. Un tiempo después, cuando volví a Buenos Aires, viajé a Puerto Madryn, a la Universidad de la Patagonia, para hacer un curso. Ya me había decidido a dejar que Sofia siguiera explotando mis dos propiedades en Buenos Aires y, de esa manera, tener una renta considerable. Pero en algún lugar tenía que vivir, así que me mudé a Quequén, Necochea, donde los alquileres fuera de temporada son más baratos que en la ciudad de Buenos Aires. El lugar no está mal. Para llegar a Puerto Madryn, entonces, tomé un micro desde Necochea y me interné en el paisaje agreste y agresivo de la Patagonia, y recorrí sus mesetas hasta llegar al mar en un micro que cruzaba el desierto durante catorce horas.

En ese micro tuve la oportunidad de conocer a un pequeño poeta (así se me antojó llamarlo) de diez años. Un centennial auténtico, si no me equivoco, que en el futuro imaginario de Serotonina ya sería un adulto y que, en su momento, podría escribir en primera persona sobre ese pasado no muy lejano en el que su pueblo también se había transformado en otro fantasma. El chico se sentó conmigo y me dio charla. Me preguntó de dónde era y a dónde iba. Se sorprendió cuando le conté que hacía doce horas que estaba viajando, porque él nunca había viajado tanto. Venía de visitar con su familia a una abuela en San Antonio Oeste y volvía para su pueblo, Sierra Grande. Un lugar donde, según me contó, había fantasmas. La historia oficial dice que Sierra Grande fue creada en 1890 para atender a los ganaderos y visitantes de la zona y que en 1944 se descubrieron yacimientos de hierro. En 1969, la empresa Hipasam SA comenzó la explotación. Era una empresa del Estado que durante más de veinte años hizo florecer al poblado del sureste de la provincia de Río Negro. Tanto, que llegó a convertirse en la mina de hierro más grande de Sudamérica. Sus 96 kilómetros de túneles y más de 500 metros de profundidad daban trabajo a miles de habitantes. Pero la época floreciente se había acabado y pronto también la vida del pueblo.

En 1991 el gobierno decidió mediante un decreto presidencial sellar su cierre y la incertidumbre se adueñó del lugar. La emigración de los habitantes llegó a convertir a Sierra Grande casi en un pueblo fantasma, que intentaba sobrevivir a través de la explotación turística de las viejas minas. Las interminables cavernas de la mina estuvieron cerradas hasta que un proyecto privado les volvió a dar aire. En 1999, los visitantes pudieron sumergirse en sus profundidades para revivir cómo era el trabajo en el lugar, guiados por los propios mineros que habían trabajado ahí. Pero en el año 2003 el emprendimiento turístico se suspendió por un juicio de la empresa Hipasam SA, y en 2006 la mina fue concesionada a una empresa de capitales chinos que la devolvió a la producción. El nuevo apogeo fue en 2011, pero luego el precio internacional del hierro bajó tanto que la mina dejó de ser competitiva y hoy nuevamente está cerrada. De los 580 trabajadores quedan solo 58, que se ocupan de tareas de mantenimiento.

El pequeño poeta de Sierra Grande, por su lado, me contó que en la mina abandonada se escuchaban risas y que en las casas de muchos de los que trabajaban en la mina había duendes. Allá lo saben porque ven que las cosas se mueven y cambian solas de lugar. Además, todas las noches una de las hamacas de la plaza se mueve, empujada por el fantasma de una nena que murió ahí. Hay presencias invisibles o, al revés, ausencias que se vuelven visibles. Como el precio de la leche en Francia de la novela de Houellebecq, el precio del hierro en Argentina había bajado tanto que la empresa china había frenado la producción mientras el pueblo esperaba otra reactivación milagrosa. En ese contexto, los fantasmas parecían haber vuelto a salir de los túneles, ¿y por qué no lo harían? Gran parte de la Patagonia vive del turismo. Puerto Madryn, de hecho, recibe enormes cruceros como los que recorren los canales de Venecia y otras ciudades europeas donde sus habitantes originarios dejan sus casas para vivir de alquileres temporarios. Las ciudades se van transformando así en proyectos inmobiliarios para el turismo.

Termino con algunos datos de un informe publicado en Clarín el 10 de marzo 2019. En la economía global de los últimos cinco años, uno de cada cinco nuevos empleos que se generaron estuvo vinculado al sector turístico. En 2018 y por octavo año consecutivo, la industria de los viajes y turismo creció por encima del promedio de la economía mundial. Los datos que aportó el Consejo Mundial de Viajes y Turismo (WTTC, por sus siglas en inglés), en conjunto con Oxford Economics, muestran que el turismo se expandió 3,9%, mientras la economía global creció 3%. En Argentina, los números de la WTTC indican que, devaluación mediante, el sector fue uno de los pocos que creció el año pasado, con una expansión del 1,6%, contra una caída del 2,6% de la economía en general. A nivel local, el sector ya representa el 10% del PBI y un 9,4% de los empleos. En 2018, el gasto de los visitantes internacionales llegó a US$4.800 millones, un monto equivalente al 6,4% de las exportaciones, lo que implica un crecimiento del 26,6%. Según el secretario de Turismo de la Nación, Gustavo Santos, el turismo receptivo generará este año unos US$ 6.000 millones de dólares y el turismo interno otros US$10.000 millones. Y apuntó que “en total, esos US$16.000 millones equivalen a toda la producción de soja o una vez y media todo el complejo cárnico”. Del otro lado del océano, en España, el turismo representa alrededor de 11,2% del PBI y genera más del 13% del total de empleos. La mayoría de los visitantes se aloja en departamentos de alquiler temporarios, de esta manera crece la oferta y se realizan cada vez más inversiones en el sector.

¿Los turistas que recorremos el mundo nos movemos de un lugar a otro porque el turismo nos da sentido? ¿O es que el sentido nos lo da la economía mundial? No es tan extraño que yo cambiara de vida para viajar a España; al fin y al cabo, es uno de los destinos más habituales del turismo internacional, solo por detrás de Francia y por encima de los Estados Unidos. Y, además, ¿cuál era ese sentido que perdimos en las casas que habitábamos, y en las familias y en los trabajos que dejamos atrás? Ya no me acuerdo. ///PACO