1

“Every inch of road’s got a sign
And every boy uses the same line
I pledge allegiance to everything now”

Arcade Fire – Everything Now

1

A mediados de los noventa la ansiedad me recorría cuando llegaba a la casa de revelado a retirar las fotos y descubría, con alegría, que había algunas de yapa, o, con algo de mufa, que el rollo se había velado y los recuerdos que había querido atesorar se habían esfumado en un vericueto técnico. Tanto en su pasado analógico como en su presente digital, la fuerza de la foto rubricada con nuestra cara es innegable y es habitual encontrarla tanto en los viajeros solitarios que recorren el mundo como en los jóvenes que, en la soledad de su habitación (frente al espejo) retratan su vida cotidiana. En el caso de los viajeros y los turistas, la selfie garantiza el “yo estuve acá”, pero ¿qué hay en esa enorme pila virtual de imágenes en habitaciones oscuras con la cama desecha de fondo o haciendo boquita de pato frente al espejo empañado de un baño? ¿Acaso buscan afirmar “yo vivo así”, “esta es mi versión más auténtica”?

Esa ansiedad, que se intensificaba a medida que pasábamos foto a foto, no desapareció. Solo se redujo a un instante, al brevísimo tiempo que tarda en mostrarse la imagen en la pantalla. Ahora, después de ver la imagen, se abren dos caminos: uno implica resignarse a que esa es la mejor foto que pudimos sacar; el segundo involucra la repetición interminable de la captura en la búsqueda de un mejor resultado, pero solo provoca que terminemos embelesados como Narciso. En ambos casos, creo que la pregunta central no es qué vida están narrando esas imágenes, si no también qué pasa del otro lado de la pantalla. ¿Qué vida miramos? ¿Creemos en lo que estamos mirando? Y, sobre todo, ¿qué pasa en el viaje de una pantalla a la otra?

Acaso pueda argumentarse, con algo de razón, que estas preguntas carecen de novedad y que ya se dijo (mucho) sobre los relatos biográficos en la red(1). En ese caso, me atrevo a agregar dos preguntas más: ¿por qué nada se hace esperar? ¿Por qué es imperante hablar de lo que todos tuitean? ¿Qué urgencia nos empuja a publicar en forma inmediata esa foto incluso fuera foco? ¿Alguien entiende ese “boomerang” en Instagram o solo a mí me recuerda al momento previo al vómito? ¿Por qué todo tiene que publicarse ahora mismo?

En El entusiasmo, Remedios Zafra escribe: “En las formas de intimidad los entusiastas de Internet lo han cambiado todo. En las habitaciones conectadas miramos y nos miran online. La mirada es lo que más se estimula. Pareciera que a la sociedad contemporánea le encanta estar bajo vigilancia constante. El mundo alienta la mirada como manera de habitarlo, mirar y ser mirado es el destino”. Algo etéra y efectista, esta afirmación sirve como punto de partida para pensar qué mundos y relatos se construyen con la conexión permanente y en las redes sociales. Mark Fisher(2), por su parte, piensa el mismo fenómeno con otra materialidad: “Nos transformamos en nuestros perfiles, trabajando las 24 horas, los siete días de la semana para el capitalismo de la comunicación”. Vemos aquí un fenómeno que tiene al menos dos aristas, del anverso, una soledad conectada; del reverso, una sociabilidad supervisada. 

Los datos, ya se repitió hasta el hartazgo, no son solo datos: son los nuevos comodities, el petróleo del siglo XXI, el oro de las corporaciones. En simultáneo, hay otro slogan que se volvió un mantra: «Si no pagás por el servicio, el producto sos vos». Sumergidos en este mar de alertas y mirando de frente el muro de advertencias y amenazas, ¿por qué seguimos viviendo y narrando nuestra vida frente a la pantalla? ¿Quién –o qué– nos empuja a subir una foto del plato de comida, opinar sobre la última receta que se hizo en un reality o sentar posición sobre el hashtag del día? Ojo, esto no es una diatriba contra la libertad de expresión ni mucho menos un elogio de la lentitud. Solo es la cara más honesta de una curiosidad.

Para ser vistos, para aparecer mucho y “bien”, hay que alimentar permanentemente el feed de nuestro perfil en redes sociales: publicaciones diarias, estrategias de viralización, contenido pago y homogeneización y planificación de contenidos, toda una batería de prácticas para meterse de lleno en la competencia por la atención. Visto a la distancia, esto también evidencia la lenta conversión de nuestra propia identidad en una marca.

Por supuesto, desde que tengo memoria habitamos espacios como la escuela, el trabajo y el club, donde, entre otras actividades, y a través de una selección minuciosa e inconsciente, también compartimos relatos sobre nuestra cotidianidad. Las llamadas telefónicas del domingo a la mañana para un breve informe de lo acontecido en el boliche, la reunión entre amigos para ver las fotos de las últimas vacaciones o la narración del altercado entre extraños que presenciamos en la verdulería dan cuenta de que relatar la propia vida a otros no es un fenómeno “nuevo”. En tal caso, las redes sociales se convirtieron en la plataforma por excelencia para este tipo de intercambios (por su simpleza y su velocidad) y la selfie es la verdadera vedette.

Paula Sibilia, en La intimidad como espectáculo, le otorga a la foto el estatuto de un índice icónico de lo real, donde opera la mímesis de lo acontecido y “las fotografías registran ciertos acontecimientos de la vida cotidiana y los congelan para siempre en una imagen fija. No es raro que la foto termine tragándose al referente para ganar aún más realidad que aquello que en algún momento de veras ocurrió y fue fotografiado. Con la facilidad técnica que ofrece ese dispositivo para la captación mimética del instante, la cámara permite documentar la propia vida: registra la vida siendo vivida y la experiencia de verse viviendo”. Los usuarios plasman distintos intereses en cada imagen que publican y lo común reside en el irresistible impulso a retratar y publicar ese momento nimio que se reviste de una capa más de realidad al estar a la vista de los demás. Esta capa se robustece a medida que esa publicación acumula corazones, pulgares y comentarios. Pero ¿esto es todo? 

Desde que la “intimidad compartida” es pensada como relato novedoso, apareció un conjunto de críticas, precauciones y centenas de estudios académicos que abordaron esta cotidianidad de puertas abiertas. Sin embargo, hay una brecha por donde entrar al corazón del fenómeno: la urgencia. Mostrarse viviendo siempre estuvo atravesado por la urgencia (y la ilusión) de la representación transparente. Cuánto más cercano es el momento de la publicación al momento retratado, más real es aquello que se narra. Este ritual de la transparencia es evidente cuando se ven imágenes fuera foco o encuadres algo exóticos, o cuando los tuits tienen problemas asociados a la ortografía y la sintaxis. Lo genuino no se hace esperar, tiene marcas que no se dejan editar y una voz propia de lo imperfecto que es el vector y el síntoma de la urgencia. Pero, otra vez, ¿urgencia para qué?

En solo un minuto se publican poco más de medio millón de tuits y alrededor de 400 mil stories de Instagram. A esto pueden sumarse, de a miles, publicaciones en Facebook, Tiktoks y mensajes de WhastApp. Pero, ¿todos tienen una vida tan interesante para contar? Sí, porque para cada usuario su vida es “única, emocionante e irrepetible”, y porque es la única que tienen para mostrar. Pero, por otra parte, ¿podemos ser tan inocentes como para creer “la vida” que nos cuentan esos desconocidos que seguimos en las redes sociales? No, no podemos, y aún así queremos creer en estos artistas de la estafa que se hacen llamar “creadores de contenidos” y a los que nosotros decimos “influencers”. Ellos sí son especialistas en el ritual de la transparencia que satura el feed con canjes, productos en venta y ofertas imperdibles, un spam permanente de cosas que no necesitamos pero que se muestran desde una “publicidad honestista”. Pero, un momento, ¿este es el contenido que crean? 

El simulacro que día a día y minuto a minuto montan los influencers pretende mostrar un mundo que cada vez más se parece a un shopping. No vamos a negar que cientos de estos publicadores seriales carecen de nociones mínimas de ortografía, fotografía y, si somos algo conservadores, de buen gusto. Pero bueno, la imperfección los vuelve de carne y hueso. Por otra parte, hay todo un tándem de publicistas que apuestan a reconstruir este ritual de la transparencia, porque ahora el mensaje llega así, con la pretensión honesta de hablarte cara a cara y tirarte una posta que no pudiste ver. En este punto me gustaría recuperar un concepto que esbocé a principios de la década pasada: lo llamé sutura biográfica(3), y con él busqué establecer un marco para analizar la práctica de fotografiar, filtrar, redactar unas líneas y hacer pública esa imagen(4). En pocos clicks esto implicaba abrir puertas y ventanas del mundo privado, enhebrar pequeños retazos biográficos y cubrirlos de una pátina vistosa para después exhibirlos. Esta operación narrativa devenía en un producto inestable y precario que debía ser completado y suturado constantemente para que no pierda sentido. Visto con las lentes de 2020, el concepto quedó algo obsoleto. Sin embargo, no está todo dicho: dos afluentes, atravesados por la urgencia, pueden aportarle nuevas energías.

Primero, en el umbral que habilita el desarrollo en clave de “beta permanente” de las tecnologías de la comunicación, las redes sociales renuevan sus interfaces con frecuencia y no paran de incorporar nuevas funcionalidades. El tridente de Zuckerberg (Facebook, Instagram y WhatsApp) derrotó a Snapchat al incorporar las imágenes y los videos temporarios, esto es, publicaciones que duran veinticuatro horas y desaparecen. A su vez, también está instalado, tanto en Facebook como en Instagram –y en Twitter a través de Periscope– la posibilidad de transmitir en vivo. La última disputa de Mark tiene como principal enemigo a Tik Tok(5) y se está librando en distintos campos de batalla: uno de ellos tiene el nombre de reels. Esta dimensión de “beta permanente” invita a explorar nuevas formas narrativas dentro de las plataformas existentes y también introduce nuevos jugadores en la competencia por la atención. Novedad y urgencia se retroalimentan.

Segundo, el proceso de sutura biográfica se vuelve aún más precario con las publicaciones temporarias debido a que, por un lado, pueden coaccionar a los usuarios a publicar lo que sea al menos una vez cada 24 horas, y a su vez invita –y también coacciona– a la lectura permanente: husmear y comentar lo más que se pueda bajo la sanción de perderse algo.  Esta urgencia es un imperativo categórico que desplaza lo suficiente a la sutura biográfica para volverla sincrónica. La pandemia y la cuarentena aceleraron esto un poco más y 2020 se inundó de “vivos” en Instagram: un “vivo” para presentar un libro, un “vivo” probar el último celular de Samsung, un “vivo” para conocer mejor a les influencers. Entonces, la sutura sincrónica retrata ahora no solo aquello que sucedió y que pretende agregarse a la propia biografía e involucra la suspensión de la vivencia para narrar esa misma vivencia, sino que agrega una demanda de actualización permanente. La urgencia transmuta en necesidad, visibilidad y permanencia, como diría Hito Steyerl(6), hasta volverse una ocupación que “implica con frecuencia la mediación interminable, el proceso eterno, la negociación indeterminada y el borrado de las divisiones espaciales”.

Muchos de nosotros, que nacimos en un mundo analógico y atravesamos la frontera hacia su versión digital, nos sentíamos molestos cuando todo se congelaba para ser fotografiado (desde la foto grupal hasta el retrato del plato de comida humeante y el frapuccino con nuestro nombre garabateado). La urgencia, sin embargo, vuelve más invisible, más habitual y, en consecuencia, menos problemática la sutura sincrónica. En otras palabras, como ya fue incorporado a la vida cotidiana, este retrato de cotidianidad e intimidad dejó de ser visto como algo anómalo. Ahora vivimos en (y a través de) las redes sociales, y en cada una de ellas podemos tener una vida distinta. La única premisa es que sea lo más rápido posible.

La urgencia compartida no se nutre únicamente de arrebatados e impacientes que envían un audio de WhatsApp para avisarte que te mandaron un mail o de influencers y tirapostas que inundan las redes sociales de canjes y escotes, sino que también está sujeta a lo que dictan los algoritmos y la recolección masiva de datos, es decir, al capitalismo de plataformas (aunque Shoshana Zuboff prefiere llamarlo “capitalismo de vigilancia”). Disponemos de un universo que se configura al alcance de la mano (del smartphone), ya sea para satisfacer la curiosidad más irrelevante como para ver la saga de Star Wars. Frente a esto, los buscadores responden a nuestros intereses con un artículo de Wikipedia o una licuadora de oferta, mientras que Google Maps indica cuál es el camino ideal para llegar a destino. A esa misma velocidad, un youtuber pretende explicarte un montón de historias innecesarias, en otro timelapse la “China” Suárez nos muestra cómo se maquilla y los usuarios de otra red social corren a otra para denunciar que la primera “se cayó” o quejarse de que fueron “victimas” de la broma del influencer @soyfasta. Es tan omnipresente la urgencia, que ahora los sitios de e-comerce deberán incluir un “botón de arrepentimiento” para cancelar las compras. En simultáneo, pero en las sombras, la desinformación corre como alimentada por un reguero de pólvora. Los tiempos de la socialidad supervisada no son tiempos para esperar////PACO

NOTAS

(1) Uno de los trabajos centrales sobre esta temática es el de Paula Sibilia titulado La intimidad como espectáculo publicado en 2008 por el Fondo de Cultura Económica

(2) Fisher, Mark (2018). “Rayos solares barrocos” en Los fantasmas de mi vida. Caja negra editora. Buenos Aires.

(3) Vázquez, Mariano (2012). “El borramiento de la singularidad. Aplicaciones digitales en los procesos de sutura biográfica” en Question/Cuestión, 1(35), 210-219. Recuperado a partir de https://perio.unlp.edu.ar/ojs/index.php/question/article/view/1546

(4) Este concepto fue pensado originalmente (2012) para las imágenes que se publicaban en Instagram, cuando era una red social que permitía que se publicara una sola imagen acompañada de un texto. Sin embargo, distintas revisiones y comentarios me llevaron a pensar que la sutura biográfica, es válida para pensar estos procesos en redes sociales como Twitter donde se puede publicar únicamente texto.

(5) Malaspina, Lucas (2020). “La era de TikTok. Política, guerra y nuevo lenguaje de masas” en Revista Nueva Sociedad. Disponible en https://nuso.org/articulo/la-era-de-tiktok/

(6) Steyerl, Hito (2014). Los condenados de la pantalla. Caja negra editora. Buenos Aires.

Si llegaste hasta acá esperamos que te haya gustado lo que leíste. A diferencia de los grandes medios, en #PACO apostamos por mantenernos independientes. No recibimos dinero ni publicidad de ninguna organización pública o privada. Nuestra única fuente de ingresos son ustedes, los lectores. Este es nuestro modelo. Si querés apoyarnos, te invitamos a suscribirte con la opción que más te convenga. Poco para vos, mucho para nosotros.