De las muchas ideas que Kurt Vonnegut depositó en la literatura del siglo XX, una de las más interesantes (y que más resuenan en su obra) es aquella que sostiene que las novelas que dejan afuera la tecnología representan tan mal la vida como los victorianos —¿y por qué no los twitteros?— cuando dejan afuera el sexo. Para Vonnegut ni siquiera ese antagonismo tácito entre la representación de la libido y su opuesto silenciado, la muerte, es casual; y el hecho de que el autor de Matadero Cinco (1969) haya experimentado en carne propia el tenor más crudo de un determinado estado del desarrollo de la ciencia —en su caso, haber presenciado desde abajo el cruento bombardeo aliado sobre la ciudad alemana de Dresde en 1945—, crea un lazo imaginario pero también histórico con otros grandes escritores, cuyas experiencias en los campos de batalla del siglo XX marcaron una percepción nueva del rol de la tecnología en la civilización. Así, la Primera Guerra Mundial representó para el escritor alemán Ernst Jünger (1895-1998) un bautismo intelectual y estético alrededor de las posibilidades de narrar la irrupción de la tecnología aplicada a la muerte en las trincheras, de igual manera que durante la Guerra Fría el espionaje electrónico fue objeto de interés para la imaginación de autores como Ian Fleming (Gran Bretaña, 1908-1964), famoso por haber creado al espía James Bond, o, hacia finales del siglo pasado, lo fueron para Michel Houellebecq (Francia, 1958) las expectativas de la biología contemporánea alrededor de la clonación.
“Los humanistas de hoy, que afirman tener una forma de ver las cosas totalmente secular, se mofan del misticismo y de la religión, pero la condición única de los humanos es difícil de defender, e incluso de entender, cuando no viene acompañada de la idea de la trascendencia”.
Pero tal vez porque Vonnegut escribió su literatura casi en la mitad exacta del siglo pasado, cuando la última gran posguerra parecía cerrar el giro entre dos modelos posibles de civilización, su percepción sobre el ocaso del humanismo y su caída ante las más pragmáticas tecnocracias —bélicas y económicas— sigue resonando con un eco que, amplificado por el humor casi palpable de su prosa y una imaginación incapaz de derrumbarse ante el pesimismo, todavía ilumina el presente. Traducidos y reeditados en los últimos meses en Buenos Aires por la editorial La Bestia Equilátera, novelas como Cuna de gato (publicada originalmente en 1963), Desayuno de campeones (1973), Payasadas (1976) y Pájaro de celda (1979) establecen un mosaico que, aún en ausencia de otros tantos clásicos de Kurt Vonnegut como Matadero Cinco (1969) o Galápagos (1985), retrata a la vez que critica ese cúmulo de cálculos, oportunidades y voluntades llamado el sueño americano. Pero a la distancia de los primeros años del siglo XXI, en tal caso, ¿sigue Vonnegut siendo una lúcida voz de escepticismo ante el irrestricto dominio de la técnica sobre la vida cotidiana, o su fe en las posibilidades del viejo humanismo quedó como una anécdota más entre las incredulidades de los escritores de otros tiempos? Para el ensayista inglés John Gray, que disecciona parte del asunto en los textos reunidos en El silencio de los animales (Sexto Piso, 2013), aquel humanismo al que escritores como Vonnegut —pero también Arthur Koestler y Norman Lewis o, de manera más cercana, Don DeLillo o J. G. Ballard— tributan buena parte de sus palabras, podría leerse como una ensoñación tan frágil como su opuesta. “En términos generales, el humanismo es la idea de que el animal humano es el receptáculo de un tipo de valor único en el mundo”, escribe Gray para presentar la base de su profunda incredulidad. El centro de su hipótesis es que la ciencia y el humanismo, a pesar de sus aparentes diferencias respecto a lo que proponen como sistema de desarrollo civilizatorio, no son más que partes integrales del mismo mito (místico en un sentido religioso) del progreso. ¿Y qué es el progreso sino un presunto avance hacia “algo mejor” que la Historia, por su lado, todavía desmiente?
“Los humanistas de hoy, que afirman tener una forma de ver las cosas totalmente secular, se mofan del misticismo y de la religión, pero la condición única de los humanos es difícil de defender, e incluso de entender, cuando no viene acompañada de la idea de la trascendencia”, escribe Gray, para concluir que esa fantasía de unidad humana no es más que un mito heredado de la religión, al que los humanistas debieron reciclar como ciencia.
Cuando Julius Robert Oppenheimer logró la primera detonación atómica controlada, pronunció los versos “me he convertido en La Muerte, Destructora de Mundos”.
En el prólogo de Pájaro de celda, que retrata la manera en que el capitalismo industrial norteamericano prevaleció primero sobre la vida —con el caso de Sacco y Vanzetti— y después sobre la industria en sí misma, Vonnegut parece sintetizar a conciencia el plan general de lo que hasta ese momento era su obra. Y, como si intuyera desde el pasado las palabras de Gray, lo hace con la ironía de quien incluso parece dispuesto a conceder la posibilidad de una derrota. John Figler —presenta el escritor a un joven admirador que le envía una carta— es un estudiante secundario que respeta la ley. “En su carta dice que ha leído casi todos mis libros y ahora está preparado para formular la única idea que constituye el núcleo de lo que he escrito hasta ahora. Estas palabras son suyas: el amor puede fracasar, pero la cortesía prevalece”. Ese “amor que puede fracasar” no solo está cifrado en el ocaso de las viejas fantasías de integración que la cultura humanista aspiraba a concretar entre los hombres, sino también en las pesadillas desencadenadas por la razón científica, a pesar de su legítima buena voluntad. Cuando Julius Robert Oppenheimer logró la primera detonación atómica controlada y —según la leyenda— pronunció los versos “me he convertido en La Muerte, Destructora de Mundos”, anticipo elocuente de lo que pasaría un tiempo después sobre las ciudades japonesas Hiroshima y Nagasaki, buena parte de los sueños de un cándido progreso positivista se apagaron. Vonnegut le dedicó a esa cuestión una novela, Cuna de gato, en la que a partir de Jonás, hijo menor del doctor Felix Hoenikker, “uno de los padres de la bomba atómica”, los genocidios desatados a partir de la fuerza de la energía nuclear se reflejan en una serie de malentendidos y drásticas fisiones —en el sentido de una “división celular por estrangulamiento”— en la familia Hoenikker. La ciencia, en ese sentido, nunca se traduce en la literatura de Vonnegut en otra cosa que resultados disparatados. A veces ese disparate puede resultar cruel y sádico, como en Matadero Cinco —novela inspirada en el bombardeo de Dresde, una historia que desde el lado alemán puede leerse en Sobre la historia natural de la destrucción, de W. G. Sebald (1944-2001)—, y otras veces puede ser explícitamente cómico y satírico como en Galápagos, una novela donde los hombres y las mujeres primero perecen en masa por culpa de “unos cerebros demasiado grandes, como la Novena Sinfonía de Beethoven”, para entonces evolucionar hacia una forma radicalmente nueva de vida.
Por otro lado, de entre las muchas obras literarias que, a partir de la segunda mitad del siglo XX, se inspirarían en asuntos científicos clave —como los procedimientos homicidas activos en los campos de exterminio nazis—, el impacto que tuvo la “planificación científica del aniquilamiento” sobre los meros testigos inconscientes de su historia parece no haberse terminado entre los motivos de la imaginación.
¿Sobre qué hablarían hoy las novelas de Vonnegut cuando en cualquier calle, subte o mesa de bar las personas tienen sus miradas concentradas en pantallas que prometen unirlos entre sí y con el mundo?
Entre los ejemplos relevantes, una de las novelas norteamericanas más celebradas del año pasado, Las esposas de Los Álamos (Turner, 2014), de Tarashea Nesbit (1982), construye a partir de ese cuadro un retrato doméstico del Proyecto Manhattan —como se denominó el desarrollo de la bomba atómica— contado desde el coro de voces de las esposas (y las amantes) de los científicos que lo llevaron adelante en Nuevo México. Lejos de haberse terminado, la pregunta sobre la manera en que la tecnología altera para bien o para mal la vida y los intercambios (económicos, culturales e incluso eróticos) permanece más activa que nunca a través de la renovación permanente de géneros como la ciencia ficción, pero también a partir de la densidad de un nuevo realismo dedicado a indagar la naturaleza de la cultura digital. En la línea de los mundos literarios que unen a los robots con internet y a internet con el modo digital en que se experimenta hoy el mundo, genealogía literaria que podría rastrearse desde las novelas de P. K. Dick (EE.UU. 1928-1982) y William Gibson (EE. UU. 1948) hasta los personajes “ciberpunk” de Stig Larsson (Suecia, 1954-2004), la necesidad de interrogar eso que ensayistas como John Gray consideran “mitos sociales” hoy parece girar sus sentidos y resignificarse en la tensión entre los univeros digitales y los universos analógicos. Lúcido y al mismo tiempo crítico, el ímpetu “contracultural” de Kurt Vonnegut, por su lado, persiste no en aquellos objetos que satirizó en su momento —como el armamento nuclear y su delicado lugar en la agenda de la Guerra Fría— sino más bien en el uso de una inteligencia estética aplicada a la interrogación del espíritu de una época. ¿Sobre qué hablarían hoy las novelas de Vonnegut cuando basta mirar alrededor en cualquier calle, subte o mesa de bar para ver a las personas con sus miradas concentradas en pantallas que prometen unirlos entre sí y con el mundo? “No importa qué tan dulces e inocentes sean los personajes en una historia, deben pasarles cosas horribles para que el lector sepa de qué están hechos”, señaló Vonnegut entre sus consejos para quienes quisieran escribir cuentos. En esa lucha contra las pesadillas más horribles —que en la vida personal de Vonnegut tampoco faltaron—, lo que se impone en la literatura es siempre una pregunta. ¿Por qué necesitan los seres humanos una razón para vivir? “¿Será porque no podrían soportar la vida si no creyeran que la vida tiene un sentido oculto?”, se pregunta John Gray, “¿o tal vez la exigencia de sentido derive del hecho de otorgar demasada importancia al lenguaje, de creer que nuestras vidas son libros que no hemos aprendido aún a leer?”//////PACO