Economía


La pesadilla de la libertad

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«El control sobre la masa monetaria como un objetivo en sí mismo

no ha sido un éxito. Hoy en día ya no creo en ello, como lo hice alguna vez«

Milton Friedman, The Financial Times, 7 de junio de 2003

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«No es el universo el que se entierra bajo mortajas de viento,

de frío, de oscuridad y de hielo; todo pasa en mi interior,

y sin embargo, me parece que lo veo en el exterior.«

Philip K. Dick, Ubik

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La escena ya no sorprende. Cualquier día de la semana. A cualquier hora. En cualquier canal de tv. El indignado o la indignada de turno nos aleccionan con la versión más rústica de la teoría monetarista de Friedman, luego pasan a dogmatizar contra el aborto, luego se estacionan en la evocación, emocionada como corresponde a la gente indignada, de la Argentina del primer puesto del ranking de naciones por PBI en 1895 y 1896, arriba de EE.UU. y Gran Bretaña (sic), según las improbables estadísticas Maddison. Ante cualquier réplica los indignados acusarán a sus adversarios de totalitarios, populistas y, claro, kirchneristas. El cemento que pega en la misma boca opiniones de órdenes tan heterogéneos está relacionado a la agenda mundial de las nuevas derechas, una agenda con orígenes ideológicos e históricos bien delimitados. El origen histórico se sitúa en 1947 cuando Friedrich August von Hayek y su maestro Ludwig von Mises promovieron la reunión de un grupo integrado por personalidades como Karl Popper, Ludwig Erhard, Jacques Rueff, James M. Buchanan, Milton Friedman y Walter Lipmann, entre otros, en el Hotel du Parc de la villa de Mont Pèlerin, Suiza. Se formalizaba así la Sociedad de Mont Pèlerin, el primer think tank que se proponía una reevaluación del liberalismo ante el panorama abierto por la guerra fría. El término neoliberalismo había sido acuñado por el economista alemán Alexander Rüstow en el Coloquio Walter Lippmann de 1938, una reunión de intelectuales, antecedente de la Sociedad de Mont Pèlerin.

Friedrich August von Hayek

Sobre los orígenes ideológicos, decimos que Hayek y Friedman, los dos principales teóricos del neoliberalismo, comparten un postulado central, vigente hasta hoy: la neutralización de la vida política por el libre mercado. Friedman sostiene que el poder político es peligroso por dos de sus propiedades inmanentes: la concentración y la coerción. Las regulaciones estatales arruinan la espontaneidad orgánica de los mercados. Mientras los mercados disgregan el poder, el poder político tiende a concentrarlo. Mientras los mercados no son coercitivos, el poder político tiende a hacer de la coerción uno de sus mecanismos preferidos. La historia demostró exactamente lo contrario. Los poderes económicos tienden a concentrarse y a funcionar como factores coercitivos aliados al poder político contra la sociedad. El mejor ejemplo es el mercado de capitales financieros internacionales, un factor de ordenamiento para el resto de los mercados (piénsese solo en el rol del mercado de deuda para Latinoamérica). En cuanto a la relación entre democracia y libre mercado, la coexistencia de ambos no es orgánica para Friedman. Puede haber libre mercado sin democracia (Pinochet y Videla). En estos casos el libre mercado llega, dice Friedman, por fuera del sistema político. Otro sofisma. Pinochet, Videla y las fuerzas que los sostenían no estaban por fuera del sistema político, eran el sistema político al que concurrió el libre mercado. En cambio, cuando una democracia en la que el libre mercado está amenazado o suspendido por la soberanía popular, la democracia es totalitaria.

Para Hayek los mercados se encargan de facilitar un orden espontáneo a la cotidianeidad de los intercambios de servicios y bienes mediante la oferta y la demanda. Los intercambios tienen una base de practicidad estable dada por la tradición, un concepto que Hayek fue reelaborando durante casi toda su obra. La tradición es un conjunto de reglas, de técnicas y protocolos que se transmiten de una generación a otra. Para algunos Hayek se refiere a la cultura, para otros a lo que en Wittgenstein denomina un juego de lenguaje. Lo útil, al menos en nuestro caso, es remarcar la función política que Hayek le asigna a la tradición, que es su oposición a la soberanía popular. Mientras la tradición cohesiona las relaciones entre los individuos, la soberanía popular las tensiona. La democracia puede ser asaltada por la soberanía popular y desembocar en el totalitarismo. Para que una democracia (el mal menor entre los sistemas políticos, dice Hayek) no interfiera el funcionamiento de los mercados es menester restringir el poder de la mayoría. Aquí es donde juegan su rol las organizaciones y los partidos que defienden la tradición individualista occidental, cuyos cimientos serían Grecia y el cristianismo. La soberanía popular es la madre de la justicia social, que «referida a una sociedad de hombres libres, esa expresión carece de sentido». La soberanía popular y la justicia social vinieron de Rousseau y eclosionaron en Occidente desde la revolución francesa, el inicio de las desgracias para «los hombres libres».

Sus posiciones teóricas de alta precaución ante lo político no fueron impedimento para que Hayek y Friedman desarrollaran una profusa actividad política. Friedman supervisó desde 1975 el plan económico de shock puesto en marcha por los Chicago Boys para Pinochet. Tras una primera etapa crítica, el relativo mejoramiento de la macroeconomía chilena a partir de 1977, que Friedman llamó ampulosamente «el milagro de Chile» voló por los aires en 1982. Hayek también había estado en Chile en 1977 y se había reunido con Pinochet. Luego viajó a nuestro país y lo recibió el ingeniero Alsogaray, quien lo entrevistó para un house organ de la dictadura, la revista Somos. Ni en Chile ni aquí Hayek notó ningún delito serio contra la libertad. No mucho después lo recibió Thatcher, a quien instó a que apurara el recorte del gasto público en un año y no en cinco, siguiendo el ejemplo de Pinochet. El preferido de Thatcher, sin embargo, era Friedman, que ya había asesorado a Reagan y había protagonizado Libertad de elegir, una serie de diez programas especiales para la PBS (televisión estatal estadounidense), que aumentó notablemente su popularidad. Para controlar la inflación Thatcher aplicó el monetarismo friedmaniano. Los efectos del ajuste, entre ellos un catorce por ciento de desempleo, cifra récord para Gran Bretaña, pesaron en la decisión de Thatcher de enviar la task force a Malvinas. Cuando William Keegan, el principal comentarista económico de The Observer, criticó ante un miembro del gabinete el monetarismo friedmaniano, el miembro del gabinete (al que Keegan nunca quiso identificar) le replicó: «Por supuesto que el monetarismo es una locura. Pero nuestro trabajo es hacer que funcione correctamente.» Es curioso que todavía hoy la Argentina esté plagada de economistas profesionales que no pierden ocasión de proclamar la validez absoluta del monetarismo.

Estructuralmente el keynesianismo, la doctrina macroeconómica del welfare state, fue el rediseño complejo de las relaciones entre estado, economía y sociedad. Amasado y probado en los laboratorios que fueron los períodos de las dos entreguerras el keynesianismo aceleró su desarrollo e influencia en la segunda posguerra. Como factor decisivo en el crecimiento industrial de Occidente, el intervencionismo estatal frenó o bien disminuyó la conflictividad social. Ese ciclo empezaría a cerrarse a principios de los setenta. Al aumento de la inflación y el inicio de conversión del capital industrial a financiero, la crisis del petróleo en 1973 los altos costos de la energía provocaron una reacción en cadena de aumentos de precios agravando sobremanera el cuadro. La inflación y el desempleo se aceleraron y no tardaron en poner en duda largos años de estabilidad en países desarrollados occidentales con pujantes mercados internos. La legitimidad del capitalismo para los trabajadores decaía tras casi cuatro décadas de progreso. A lo que se sumaba el declive de la U.R.S.S., el monstruo que indirectamente había inducido mejoras sociales en Occidente. En esta trama de alertas y expectativas, el neoliberalismo obtendría una enorme victoria política e intelectual: el Informe de la Comisión Trilateral, un think tank creado por David Rockefeller, titulado sugestivamente La crisis de la democracia. El informe, escrito por Joji Watanuki (Japón), Michael Crozier (Europa) y Samuel Huntington (EE.UU.) afirmaba que la democracia había entrado en crisis por sus «alcances e ilimitadas energías» (sic), y que las demandas sociales estaban carcomiendo la autoridad de los estados. «El espíritu democrático es ecuánime, individualista, populista e impaciente contra las distinciones de clase y rango…; un penetrante espíritu de democracia puede presentar una amenaza intrínseca y socavar todas las formas de asociación, debilitando los vínculos sociales que mantienen unidos a la familia, la empresa y la comunidad.» Por primera vez se comunicaba a nivel mundial una declaración en sincronía con el espíritu antidemocrático del neoliberalismo. Con la entrada a terapia intensiva del keynesianismo los paralogismos neoliberales sobre lo económico, lo social y lo político se robustecieron y fueron soplados a los cuatro vientos por los think tanks, multiplicados tanto en países centrales como periféricos, con los consabidos camuflajes de clubes, institutos, fundaciones y universidades, todos del sector privado en pos de la libertad y el progreso (del sector privado).

A diferencia del resto de Latinoamérica, donde hubo intervencionismo estatal y no estado de bienestar, en nuestro país sí hubo estado de bienestar y duró desde 1946 a 1955. Ese estado de bienestar de diez años, por estar construido desde perspectivas terceristas y antiliberales junto al período del kirchnerismo 2003-2015, que reeditó, en otro contexto y con otras resonancias, estrategias similares a la de aquel período, es lo que hay que estigmatizar y finalmente borrar de la historia y del mapa político.

Ciertamente el kirchnerismo excitó segmentos de los sectores medios a su favor y posicionó a otros en su contra. Estos últimos, que siempre habían mostrado complacencia con la definición de moderados, fueron plegándose a los híbridos de neoliberalismo y nueva derecha y son hoy parte de sus «núcleos duros». La «república» a la que deberíamos volver mediante «la cultura del trabajo» reaparece asociada a la dura exigencia de los deberes del presente (ajustes en programas sociales, de educación y de salud, reprivatizaciones, rebajas de salarios y jubilaciones, rebaja o cese de impuestos progresivos, flexibilización laboral), y, por supuesto, a la causa de su supuesta pérdida: el hecho maldito del país burgués del que hablaba John William Cooke. Había que hacer algo con estos sectores. El macrismo los cruzó en un punto muerto de sus pulsiones adormecidas sin recompensas, de su inercia existencial, desconfiados de un kirchnerismo que les inspiraba secretamente solo estremecimientos. A las campañas de estigmatizaciones seriales debemos sumarle un argumento notablemente efectivo en los países centrales desde el mismo inicio de la neoliberalización que fue acercándose a nuestras costas, lentamente primero, para tomar luego la velocidad de un huracán: las críticas contra el libre mercado y cualquier modelo que lo enfrente representan un peligro para la libertad individual.

La fusión neoliberalismo/nuevas derechas goza de fuerte repercusión en los políticos que aquí y ahora repiten como loros guiones importados y modificados all’uso nostro. Dos elementos resaltan en esta verborrea diaria: 1) la inversión del valor de la justicia social y la soberanía popular como respuestas a las asimetrías y los desequilibrios de una sociedad capitalista moderna, y 2) la defenestración del estado como regulador de la vida económica. Nada de esto tendría efectividad sin el redescubrimiento de que «creerse libre es ser libre». Ya no es la libertad individual, abstractamente igualitaria, presupuesta del vetusto laissez faire, laissez (que el marxismo y el keynesianismo habían demostrado sobradamente que solo servía a las clases dominantes), ahora se necesita que la libertad sea entendida y sentida como licencia personal. Aunque los nuevos creyentes no hayan leído a Hayek o Friedman, esta licencia personal, inoculada por la vulgata mediática-ideológica, está claramente en línea con la prédica antisocial y antitestatal nacida en la lejana Mont Pèlerin. La ideología reforzaría al deseo en su negación a satisfacer las necesidades objetivas del sujeto, desligándolo de la facticidad social. Las implicancias de esto son múltiples y desastrosas.

La consigna «no existe tal cosa como la sociedad» de Thatcher, de retórica hayekiana, era el fin del welfare state y exponía fielmente unos de los objetivos neoliberales fundamentales: castrar de las ideas de libertad y de progreso toda referencia a las contradicciones y las dinámicas sociales. También estimulaba a creer que si había tal cosa como una sociedad, lo que había era una libertad asediada por las mentiras de «las izquierdas», «los populismos» y «los progresismos» que obturan la vida de la familia (la verdadera sociedad) y el camino individual. Debajo de la licencia personal late la trivial concepción de un yo encapsulado con capacidad de elegirlo todo, desde un jabón hasta un destino personal. La trivialidad de la concepción se revierte cuando la libertad de ese yo está en peligro. Entonces el obispo Berkeley reencarna en Milei. Elegimos insertos en determinaciones previas a cualquier elección, y asimismo el hecho de elegir como de no elegir también nos determina. Estamos determinados a elegir, y la elección y lo elegido nos captan, nos modifican. Así es que ninguna elección es tan nuestra como creen (como han conseguido que creyeran) los portadores de la bandera de Gadsden de 1775 que rodean cada tanto el obelisco.

En pandemia, el «encierro», los barbijos y las vacunas fueron ataques humillantes contra mi dignidad, nunca recursos necesarios para asegurar la supervivencia. Hiperventilados por las tácticas insidiosas lanzadas desde los medios y las redes sociales, los resistentes salieron a las calles a reclamar por su «derecho a trabajar», a «correr», a «ser libres», simplemente «a ser», descontando a patéticos sesentones que twitteaban desde sus cómodos escritorios contra «el estalinismo». Se demostraban a sí mismos, parafraseando a Thatcher, que no existe la responsabilidad social porque no existe tal cosa como la sociedad. Mientras tanto morían miles de personas, incluidos los miembros de la extravagante resistencia. Resignificando las banderas de la libertad (para ellos) y la del orden (para los enemigos) las nuevas derechas ligaron nada inocentemente sus aspiraciones de segregación social a los aires tecnocráticos de racionalidad neoliberal. Por su parte el neoliberalismo consiguió con las nuevas derechas, literalmente, escobas para el barrido de «dictaduras», «castas», «burocracias» y «partidocracias». En realidad, los objetivos son más concretos: son los sindicatos, los activistas sociales, y, especialmente, los pobres, receptores del producto de mi trabajo (mis impuestos) con el agregado variable de aquellos que no encajan en el orden al que la licencia personal apunta, con los grupos feministas y los ligados al colectivo LGTB. La licencia personal es el inconsciente de la libertad que reacciona defensivamente contra un alrededor fantasmático habitado por delegaciones de un poder maligno que intentan descentrarnos de nuestra libertad, expropiárnosla.

Lejos de ordenar la sociedad, neoliberalismo y nuevas derechas están más cerca de desmembrarla en un archipiélago de islas con un Robinson Crusoe en cada una de ellas. De los otros desmembramientos programados (estructuras y políticas de seguridad social, empresas y fondos de capital estatal) por el Consenso de Washington en 1989, el corolario triunfante del informe de la trilateral de 1975, Menem cumplió con su parte entre nosotros, favorecido por el viento de cola de la caída del muro y el apoyo de EE.UU. Macri revivió tres medidas neoliberales de rigor: libertad cambiaria, sobreendeudamiento externo y fuga de divisas. El precursor de ambos fue José Alfredo Martínez de Hoz, con desregulaciones y aperturas que depararon desindustrialización, inflación, desempleo y la reinserción del país como proveedor de materias primas. Es mentira que nuestro país no tenga plan económico: este es el plan y esta es la historia del subdesarrollo en el que nacemos, vivimos y morimos.

«La economía es apenas el método: se trata de llegar al alma y al corazón», decía Thatcher, una gramsciana a pesar suyo. Casi un siglo antes Nietzsche había escrito que todo lo que sucede tiene la intención de aumentar el poder. Y cuando comprendimos que los dos tenían razón nos dimos cuenta de que estábamos en una pesadilla de la que todavía intentamos despertar.///PACO