Casi a la misma hora en que la selección española se convertía en la primera eliminada del Mundial y sus jugadores desocupaban con rapidez y cabezas gachas el campo del Maracaná, al otro lado del mar, en Madrid, entraba en vigor la abdicación del rey Juan Carlos y su reemplazo inmediato por parte de su hijo, Felipe, con el adosado número VI de la dinastía de los Borbones. El paralelismo es tan fácil, tan obvio y tan periodístico que mejor evitarlo, no caer en el tiki taka de las analogías que sobrevuelen tópicos como el fin de un reinado que en su momento fue exitoso y admirado y que hoy termina desgastado, convertido en una mala copia de sus mejores épocas y rodeado de un halo de envejecimiento y solemnidad vaciada de cualquier contenido noble que en algún momento hubiese podido ostentar. Diremos solo una cosa al respecto: en ambos casos, en ambos finales de reinados, el cierre se trató de un simple trámite, un acto final aceptado con más resignación que rabia, un punto y aparte que concitó unos tímidos y respetuosos aplausos que acompañaban el interrogante todavía sin respuesta del porvenir.
Como Italia en 2010 o Francia en 2002, el último campeón del mundo se fue en la primera fase dejando la imagen de un equipo sin ninguna vocación para intentar retener el título. La impresión fue en todo momento la de un equipo que habiendo ganado todo ni siquiera simulaba para la tribuna un hambre que ya no sentía. Como un actor viejo y de pasado glorioso que tiene que subir al escenario obligado por la rutina y los contratos, España creyó que resultaba suficiente mostrar sus viejos trucos, hacer los pasos que lo volvieron famoso y así contentar al público que lo había elegido a priori como un candidato serio a repetir el campeonato. Es una estrategia que no suele funcionar nunca, y más que aplausos lo que recogió fueron miradas decepcionadas y un poco espantadas ante el paso inevitable del tiempo. Con el agregado de que a diferencia de aquella Italia hiper amarreta de Sudáfrica o de la Francia demencial y cabaratera de Raymond Domenech, España llegaba a Brasil como estandarte de toda una compleja maquinaria ideológica y comercial que la situaba como el máximo exponente de una revolución futbolística que venía ratificar una vez más la supremacía del fútbol de toque y posesión, de la belleza del ataque, del lirismo del desborde y la salida al ras del suelo. España era más que España. España, más que una selección era una Idea, una Promesa, un Sueño hecho por fin realidad.
Lo cierto es que España hizo todo mal y Holanda y Chile hicieron todo bien. A pesar del simpático jefe de Deportes de la corporación Clarín, Horacio Pagani y su defensa standupera y querible del «fútbol que le gusta a la gente», a España la superaron en todas las líneas, la convirtieron en un rival de cartón que ensayaba pases intrascendentes en su campo y jamás superaba los últimos veinticinco metros del terreno opuesto, un equipo que no se animaba a pegarle de media distancia, que tocaba la pelota en la puerta del área hacia atrás, como cumpliendo los formalismos vacíos de una religión que ya nadie respeta. Holanda y Chile (con parecidos esquemas 5 3 2, malgré Messi) impidieron todo circuito efectivo de juego de España y la redujeron al toque inofensivo en su campo y a la impotencia de cualquier ataque. Esto sumado a la desconcertante y casi inexplicable mala performance de su línea defensiva y su arquero, se tradujo en siete goles recibidos en dos partidos. Uno más de los que había sufrido en los tres últimos campeonatos. Era un mal simulacro. Shakespeareamente, España fue un cuento sin sonido ni furia contado por un idiota al mando de una playstation defectuosa.
Entre 2008, cuando ganaron la primer Eurocopa, y ayer, criticar a España implicaba inmediatamente formar parte de la barbarie. Criticar o analizar con cierto distanciamiento a España era retroceder a la época de las cavernas del catenaccio, del bilardismo, del tacticismo más grosero y mezquino. Se hablaba de La Masía con la misma reverencia con la que los fieles new age pueden hablar de algún inaccesible ashram hindú; se hablaba de Pep Guardiola con el entusiasmo con que en otras épocas y en otros contextos se hablaba de Thomas Edison, que nos había liberado de las tinieblas de la noche gracias a sus inventos; se mencionaba a los dos Xavis y a Piqué y al Niño Torres como ejemplos de una élite eugenésicamente creada para amar el balón como nunca nadie lo había amado antes. Nada de esto, por supuesto, desmiente la enorme calidad de los jugadores campeones del mundo en 2010 ni la aún más enorme cantidad de títulos que ganaron con su selección y sus clubes, a lo que se apunta es al gigantesco aparato de ruido publicitario que se fue armando alrededor del buen juego de esa selección. La avalancha de libros desmenuzando tácticamente, con abundacia de diagramas y flechitas, a España y al Barcelona (su sinécdoque), el paranegocio de las conferencias de liderazgo y motivación de Dts ibéricos ante entusiastas ganapanes sudamericanos, el infernal negocio del merchandising de la Liga española que lleva a millones a sentarse los sábados y domingos a contemplar maravillados las hazañas de un Osasuna-Valladolid mientras se putea, con desprecio, la mediocridad del fútbol local.
El gran Vicente del Bosque lo había dicho unas semanas antes del debut en Brasil: “No veo ambición en los ojos de mis jugadores”. Humanamente lo podemos comprender: España quebró hace cuatro años una larguísima historia de fracasos internacionales y esta despedida anticipada bien puede ser el suspiro final de una generación harta de ganar títulos. Cuando lleguen a Barajas después del partido obligado con Australia (que, de paso, deja mejor imagen) se encontrarán con una nueva monarquía y con el mismo país angustiado y desorientado por la larga crisis económica que habían dejado. Juan Carlos de Borbón, por su parte, el hombre que hace muchos años, en un momento decisivo para su país impidió un golpe de Estado, no los recibirá en el Palacio. Estará ya deleitándose con la inesperada y bien ganada liberación de la vejez, saboreando por fin la ausencia de responsabilidades, el horizonte tranquilo que asoma detrás del trono. El alivio de haber dejado, finalmente, de reinar/////PACO