Domingo, veintipico de febrero de 2005. El fútbol está en cautiverio, incomunicado en algún chupadero de provincia, y tengo que esperar hasta las 23 horas para descubrir cómo la defensa de Boca se hace culear en seco por un semidiós circunstancial de apellido Peirone. Me obligo, entonces, a sufrir por radio los goles de San Lorenzo, igual que los viejos. Son buenos tiempos para someterse sin culpa a la práctica de rituales mustios, como la lectura (ojeada) de una emblemática revista de mierda: Viva. Entre los reportajes a culos promisorios y demás espejos de colores, un aviso en blanco y negro, página impar, bukkakeado en texto: El retorno de Nicole Delya.

Años atrás ya había llamado mi atención la misma sanata creativa. Una señora enigmática que carga sus bagayos con poderes insondables y se retira, cansada de tanta demanda de gente sufriente, pero que inmediatamente decide volver. Una bruja en constante amago, una Mirtha Legrand de la superchería. Adjunto a la descripción de su vida y obra, un cupón de la buena fortuna con opciones rosas para satisfacer deseos diversos (elegir no más de dos):

 Encontrar al amor de mi vida.

Sanar mi salud.

Heredar una fortuna.

Poder vivir de mi vocación.

 El servicio que brindaba la bruja Nicole (vidente y numeróloga) consistía en una especie de multiple choice para la construcción del destino. En caso de aceptar la mano invisible que nos tiende, el cupón tendría que viajar en un sobre acompañado de un billete de 10 o 20 mangos. Una suma considerable para la época.

 Final del partido, 3 a 0. Apago la radio, cierro la revista Viva y comienzo a esperar la noche. Mañana debuto en el universo de las agencias de publicidad y siento vértigo. Podría justificar esta conducta involuntaria apoyándome en una máxima artística medio berreta: «incluso los actores más experimentados se ponen nerviosos antes de cada estreno». Pero no tengo ganas. La verdad es que le temo muchísimo a los cambios, soy bastante maricón.

Segunda semana de marzo de 2005, pongamos. La oficina de redacción no se parece precisamente a la de un creativo que laburara para Don Draper. No existen los sillones para someterse al relax después de experimentar el éxtasis al consumar ideas disruptivas. Tampoco los minibares, ni los cigarros cubanos de contrabando, ni los cócteles de camarones. Mucho menos se aprecian vestigios de inolvidables y exitosas campañas publicitarias. Aquí sólo hay un aire acondicionado rebelde que tose su cáncer eléctrico, un almanaque con fotos de perros que comen algo que les ofrece Pancho Ibáñez, y una carpeta con fotos de «celebrities» encabezada por Toti Ciliberto. Y sobre un margen de todos los atrezzos del falso ingenio, mi compañero, un uruguayo con cargo de conciencia.

 – Este laburo es una basura, bo. Especular con la debilidad del consumidor, jugar alegremente con su imbecilidad… es horrible, bo. A veces tengo ganas de irme a la mierda.

 Efectivamente, se irá pronto. De abril a junio, pongamos. Quiere operarse otra vez el maxilar y el post operatorio ronda entre los 50 y 60 días. Al tarasconear sus albóndigas de táper siente una incomodidad de militante Tacuara visitando un happening del Instituto Di Tella. Pero también se trata de un mambo estético y espiritual: se ve a sí mismo feo, despreciable, incogible. Ahora mismo se acomoda la carretilla y lanza una puteada capaz de homenajear al cine argentino declamativo-ochentero, sainete de la democracia. De su boca, balcón rioplatense que ya es una pobre baulera, acaba de suicidarse un tornillo de titanio que cuesta salado, bo.

 – Ayudame a buscarlo. Si lo encuentra la negra que limpia seguro que lo pone en Mercado Libre.

 Él se agacha y yo aprovecho para chusmearle los textos en los que trabaja, averiguar en qué se basa al menos parte de su infelicidad, qué evento de software de IBM lo transforma en un embaucador.

 «Yo, Nicole Delya, luego de muchos años de servir a una noble causa…»

 Voy a mear. Mi oficina no tiene baño privado como la de Don Draper y tengo que someterme a la ceremonia de la espera. Silvana, una misionera tetona, debe estar tapando el inodoro con su mierda y su tereré. Sin embargo, sonrío. Trabajo en la agencia que le escribe la parla a la bruja fantasma. Soy feliz. Ya ni me acuerdo de los goles de Peirone.

Fines de mayo de 2005. Imagino al uruguayo vendado y tomando en pajita la grasa de un puchero, pero el cadete rápidamente pincha mi globo con forma de nube al meterse en mi bunker del vuelo raso. De gauchada, y porque está un poco al pedo, asoma su presencia junto a unas empanadas que pedí hace un rato. Cuenta divertido algunas cagadas que se mandó a la mañana y que no quitan a su sueño ni medio miligramo de Lorazepam. Entre ellas, su entrada impertinente a una oficina prohibida.

 – Hoy llevé unas facturas impagas a un cliente que no conozco, unos franceses medio raros, ahí, por Esmeralda. Se las tenía que entregar en mano a un tipo que parece que ya no labura ahí. Me hicieron dar como 40 vueltas, nadie me daba bola, bastante turbia la cosa. Al final me terminé metiendo en un sucucho pegado a la recepción. Y fue re loco, boludo.

 Dentro de sus limitaciones, el pibe describió y narró aceptablemente. Unos ursos con el physique du role para interpretar a Tuco Salamanca de Breaking Bad rompían sobres a velocidad cocainómana y arrojaban los billetes de 10 y 20 mangos que encontraban en su interior hacia un algo, un mamotreto enorme de similares características a esas cuponeras que el ruso Sofovich usaba en «La noche del domingo» con boludas adentro. Una pecera gigante, una ensaladera demencial, quién sabe. Paralelamente, los papeluchos con las opciones rosas que pedían amor, fortuna o sanación, morían en el piso sin el llanto de nadie. La señora Nicole no era una estafadora. La señora Nicole sencillamente no existía. Un circuito de sueños rotos que empezaba en mi agencia donde se elaboraban los textos para seducir a los incautos, pasaba por una página de la Viva dominical, y terminaba en esa cueva donde los billetes cambiaban de manos y los deseos eran barridos tarde a la noche, por los empleados de limpieza.

Último domingo de junio de 2005. Boca empata 0 a 0 con Quilmes y sigue a la deriva. Mientras escucho la radio recibo dos SMS de mi jefe. En uno, la esperanza: es inminente la llegada del Coco Basile. En otro, la desazón: el uruguayo no volverá nunca. Su mueca triste ya es indeleble. Si su comedor es Kosovo su cabeza es el recuerdo de todas las desgracias de los Balcanes. Me quedo definitivamente solo en la agencia. Y otra vez el temor cuando cae la noche. No importa, me digo, para escribir boludeces ahí no es necesario ser Flaubert. A partir de mañana, además, Nicole Delya será mi responsabilidad, mi creación, mi Madame Bovary.