Un rasgo de la mirada cenital de Peter Sloterdijk es la conciencia de que, como él mismo dice al hablar acerca de “la era de las levas” en Francia, no se gana una guerra con soldados que sean comprensivos con la otra parte. Pero la frase, escrita en ¿Dónde están los amigos de la verdad?, el primero de los cinco artículos reunidos en Las epidemias políticas, en realidad puede leerse de dos maneras distintas. La primera es la más simple y transparente: la obligación de ser unilateral impone, también, la obligación de no pensar. Y eso es exactamente lo que Sloterdijk explica con sus metáforas militares: vestirse con el uniforme nacional es “un perspectivismo en armas”, y por eso la autosugestión es “la materia con la que está hecho el heroísmo sintético del siglo XX”. La segunda manera de leer la misma frase, en cambio, requiere volver al asunto del carácter cenital de su mirada.
A los 73 años, Sloterdijk no solo es autor de una de las más grandes obras filosóficas pensadas a la luz (y la sombra) de la turbulenta transición civilizatoria entre el siglo XX y el XXI, sino que es “el último pensador alemán”, como lo reconocen, con indolora reverencia, los intelectuales más lúcidos tanto de las derechas como de las izquierdas. Si al definirse como “conservador de izquierda” Sloterdijk ironiza respecto a esto es una discusión diferente; en tal caso, no son pocos (ni intrascendentes) quienes reconocen en la fuerza de sus ideas y juicios al único filósofo europeo relevante después de Martin Heidegger. La aclaración es importante porque si las páginas de Las epidemias políticas trasuntan algo, es que Sloterdijk sabe muy bien qué representa su figura y, además, actúa en consecuencia. Por lo tanto, si bien “no se gana una guerra con soldados que sean comprensivos con la otra parte” porque “la obligación de ser unilateral impone la obligación de no pensar”, ¿qué pasa si esa otra parte, a la que Sloterdijk describe como una combinación entre el “neomoralismo de la political correctness” y el “efecto postfáctico de las redes sociales” (una zona del “aparato mediático” donde “el valor de verdad de una publicación desciende proporcionalmente al número de sus destinantarios”), no puede ni quiere pensar?
Como instrumento central de la ideología occidental contemporánea, explica entonces Sloterdijk, el apogeo del cinismo le ahorra a la lógica del poder, incluso, la necesidad hipócrita de lamentarse por esta imposibilidad de pensar. Es por este motivo que el escepticismo cínico y la autofelicitación por su realismo marchan, triunfantes, a la par. “Si se tuviera que caracterizar en una sola frase la atmósfera mental global de los albores del siglo XXI, tanto en Occidente como en el ‘resto del mundo’, debería ser: el embaucador se convirtió en el espíritu del mundo”, escribe Sloterdijk. De ahí que no deba sorprender a nadie la relativa impunidad con la que los medios de comunicación rellenan los huecos vacíos entre sus acuerdos comerciales con fake news, lícitamente desinteresados en “diferenciar entre la expansión de una información y su valor de verdad”, siempre y cuando estas no dañen demasiado a las “minorías hipersensibles”, a los denunciadores seriales de pasos en falso en el desierto de la corrección política y a todas aquellas personas “que tienen motivos para suponer que la libertad de expresión los perjudicará”. En última instancia, este “oscurantismo cínico” daña a la democracia misma, y por eso “los amigos de la verdad” son más necesarios que nunca.
Establecida la premisa general, lo interesante es que al discernir de qué manera la democracia sintomatiza políticamente este “oscurantismo cínico”, Sloterdijk asume con mayor libertad que nunca el peso de su palabra, y aún el de sus inevitables caprichos. Respecto a lo primero, el peso de sus palabras en la arena pública, Las pandemias políticas retrata bien su polémica sobre cómo gestionar la llegada en masa de los inmigrantes sirios a Alemania y lo que esta presencia incómoda desnuda en términos de una “amenazada cohesión social”, asunto que lo más conocido de la historia alemana reciente, el nazismo, vuelve esquivo e inoportuno para la mayoría de los intelectuales alemanes. Es precisamente el miedo a discutir a fondo el problema inmigratorio lo que, por otro lado, termina por ceder el tema a los nuevos partidos de ultraderecha xenófoba, que se expanden año a año entre consignas económicas, culturales y ecológicas. Los detalles concretos de esta discusión, en la que aparece envuelto también Rüdiger Safranski, muestran mejor que cualquier teoría abstracta a qué se refiere Sloterdijk cuando habla sobre las peligrosas trampas de la political correctness. Visto desde afuera, en cambio, es curioso constatar que también en Alemania, e incluso cuando involucra a su más grande filósofo vivo, está en perfecta vigencia la Ley de Godwin, que establece que a medida que una discusión online se alarga, la probabilidad de que aparezca una comparación en la que se mencione a Hitler o a los nazis tiende a uno.
El segmento caprichoso, por otro lado, es el que Sloterdijk le reserva a su crítica del populismo, al que identifica con una “pandemia política” (escrita en 2016 y en un contexto absolutamente distinto al actual, la palabra “pandemia”, insertada con astucia en el título del libro, no tiene nada que ver con la pandemia de Covid-19). Tal vez solo pueda admitirse por parte de alguien como Sloterdijk una definición tan ramplona del populismo como “una forma de agresión a través de la simplificación”, en especial cuando es él mismo quien, un rato antes, al discutir el problema de la inmigración, revela los mecanismos a través de los cuales construye su base reactiva y huérfana de ideas el populismo europeo de derechas. Como fuera, con casos como el Brexit y el Grexit, y con ejemplos estadounidenses como la presidencia de Donald Trump, Sloterdijk repite lugares tan comunes como que el populismo es “un deseo generalizado de la incompetencia en el poder” o el efecto de alguna siniestra manipulación dirigida desde Rusia, entre otras frases que no desentonan demasiado con las del comentarista político más improvisado.
Por supuesto, Peter Sloterdijk no es un comentarista de Todo Noticias, y está claro que, en la sintonía irónica de su estilo, una definición tan tajante y lanzada casi al paso del populismo como “una forma de agresión a través de la simplificación” bien podría tratarse de un juicio terminante sobre las ideas de Ernesto Laclau antes que un signo de su absoluto desconocimiento (al fin y al cabo, nos advierte Sloterdijk, “el secreto está siempre un paso adelante de la transparencia”). Es en este punto donde, autodefinido como “apolítico”, Sloterdijk subraya que en el proceso de la democracia alrededor del “producto artificial nación” uno se vuelve responsable, y cada vez más, de sus enemigos. Pero es también con ironía y con actitud de humorista, insiste el gran filósofo desde la justa cumbre de su mirada cenital, como debe intentar esclarecerse la situación////PACO
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