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En 1911 un cocinero de la marina holandesa atacó a cuchillazos la pintura La ronda de la noche, de Rembrandt, y en 1975 un profesor le realizó varios cortes que todavía pueden verse a pesar de los trabajos de restauración. Por si fuera poco, quince años después, un enfermo psiquiátrico le arrojó ácido sulfúrico. La piedad, de Miguel Ángel, también fue dañada a martillazos en 1972 por un perturbado mental (tales las palabras utilizadas en su momento) que causaron daños en el rostro, la nariz y el brazo de la escultura. “De repente, la idea de lanzarle una piedra vino a mi mente” dijo Ugo Unganza Villegas, el boliviano que en 1956 agredió de esa manera a La Gioconda. Estos son solo algunos casos de agresión o vandalización de obras de arte producto del arrojo de sus perpetradores, pero la lista y las razones podrían seguir con muchísimos ejemplos distintos a través del tiempo y el espacio.
Una posible (y pobre) explicación para entender este fenómeno es la que propone el Síndrome de Stendhal, esa reacción romántica exacerbada ante el goce y exuberancia que provoca el arte, sobre todo ante obras consideradas excelsas y de una belleza única. Llamado así en honor al autor francés que describió con fascinación un viaje realizado por Italia, los síntomas de este síndrome van desde una aceleración del ritmo cardíaco, vértigo y confusión hasta palpitaciones, temblores, éxtasis y desmayos.
Sin embargo, es un error pensar que la vandalización y posterior destrucción de obras de arte son sólo producto del terreno de la locura y la psicosis. Muchas veces, se comprobará que este tipo de acciones responden a un determinado Zeitgeist.
¿Búsqueda de trascendencia? No, ideología
¿Es correcto considerar que el vandalismo en el arte se da de forma aleatoria y carece de sentido? El hecho de pensar que los que ejercen esa violencia lo disfrutan y tienen la intención de dañar simplemente porque pueden hacerlo es una reducción simplista que carece de análisis. Tampoco es un sinónimo de iconoclasia aunque compartan, en parte, la deliberada acción de destruir o transformar no solo el objeto en sí, si no, y sobre todo, su significado.
En 1914, Mary Richardson fue detenida por clavar un cuchillo en el lienzo de Velázquez La Venus en el espejo, expuesto en la National Gallery de Londres. Su motivo fue protestar contra las reprimendas que el Estado británico llevó a cabo en las marchas de reclamos por la implementación del voto femenino, reprimendas que habían resultado en la encarcelación de una de sus líderes. En el mismo museo, pero en 1987, Robert Cambridge disparó contra la obra La Virgen y El Niño con Santa Ana, de Da Vinci. Lo hizo en disconformidad por la situación económica, política y social que atravesaba el Reino Unido.
Si aceptamos que las obras de arte encarnan la máxima idealización de los valores de una sociedad, actitudes como estas resultan menos azarosas y demenciales que a primera vista. También entra en juego el factor del tiempo; es decir, la forma en la que en pocos segundos, se puede destruir algo tan atemporal e inmortal como una obra de arte. Al ser uno de los componentes básicos de la cultura, la expresión artística refleja en su concepción no sólo virtudes estéticas sino también sociales, religiosas y hasta económicas. En su Teoría estética, Theodor Adorno sostiene que las obras de arte dicen la verdad sobre la sociedad aunque no desde un enfoque social. Considerando todo esto, al hablar de vandalización podemos entender que los que la llevan a la acción no están únicamente atacando a la sociedad. También atacan al arte como distracción y pasatiempos de la burguesía y el papel que ésta juega en la historia. “El arte nos permite tomar algo hecho por otro y darle un nuevo mensaje”, dijo al ser detenido el polaco responsable de tirarle pintura negra a la obra Black on maroon, de Rothko. ¿El arte sería entonces el chivo expiatorio de las injusticias del mundo? Al menos así lo entendió Valentina Contrel, una desempleada inglesa que con una tijera atacó La Capilla Sixtina, de Ingres. La mujer sostuvo que actuó por venganza: “Es una pena”, dijo, “que el gobierno destine tanto dinero en cosas muertas al mismo tiempo que los pobres aumentan y mueren de hambre”. ¿Podemos hablar entonces de ideología como motor fundamental en la vandalización del arte?
Quizás con estos ejemplos podemos tomar una dimensión más clara del asunto. Como consecuencia de que el gobierno francés le negara la ciudadanía, en 2009 una mujer rusa lanzó una taza adquirida en el propio negocio del museo del Louvre a La Gioconda. Y en 1974, mientras la pintura de Da Vinci era expuesta en el Museo Nacional de Tokio, una mujer la agredió arrojándole pintura en protesta por la ausencia de accesos para personas con movilidad reducida. En cierta forma, ¿ambos ataques a la obra pictórica más famosa del mundo tuvieron un mayor sentido que el perpetrado por el boliviano Villegas cincuenta años atrás?
Se invierten los roles
A pesar de estos ejemplos, no siempre los ciudadanos más simples y vulnerables han sido los únicos ejecutores de ataques contra las obras de arte. El Estado y quienes rigen su poder también lo han hecho. El Papa Pío IX, cuyo nombre recibe el famoso postre fálico pionono, ordenó mutilar en 1857 los penes de varias esculturas vaticanas con la justificación de que podían despertar “deseos de lujuria” y por ende, claro, la ira de Dios. Así, fueron emasculadas importantes obras de Miguel Ángel, Bernini y Bramante que desde entonces, para cubrir las cicatrices dejadas por los golpes, lucen unas ridículas hojas de parra.
Otro ejemplo se dio en 2019, cuando un mural denunciatorio del artista inglés Banksy fue cubierto con pintura blanca por las autoridades locales. La obra, que ocupaba casi en su totalidad la cara lateral de un conjunto de viviendas de tres pisos, mostraba a un trabajador (armado con martillo y cincel) intentando extraer una de las estrellas que conforman la bandera de la Unión Europea, en una más que clara alusión al Brexit. Significativamente, sucedió en Dover, uno de los puertos principales de entrada al Reino Unido. Pero si en este caso el poder actúa como agente destructor, ¿eso convierte al graffiti en una forma de arte?
El graffiti se caracteriza por ser un modo de expresión que no solo se compone de elementos léxicos y visuales. También implica la inmediatez de lo dicho en un momento determinado bajo condiciones históricas, políticas, psicológicas y meteorológicas que le darán un carácter único. Las técnicas de graffiti y stencil, nacidas entre la irreverencia y la vandalización, adquirieron una fuerza que trascendió su significado. Hoy ambas expresiones son consideradas una forma de arte (aunque no todo graffiti goza de ser un objeto artístico), al punto de que se ha invertido su sentido vandálico, eliminándose así su consecuencia punitiva. Las autoridades antes dedicadas a restaurar los espacios públicos graffiteados, actualmente contratan a esos mismos artistas con el fin de embellecer aquellos mismos espacios. En varios puntos de Londres y el resto del Reino Unido, los trabajos de Banksy fueron recubiertos por capas de pintura protectora para evitar los daños que puedan ocasionarles otros graffiteros. Ahora bien, más allá del nuevo rol protector del Estado, ¿podemos pensar que también Banksy ha dejado de ser un artista que moleste para convertirse en alguien inofensivo sin mucho más para decir? Por lo pronto, hoy por hoy, admirar su obra es una forma de corrección.
Xavier Prou, inspiración de Banksy y también conocido como Blek le Rat, es un artista francés de graffiti que, influenciado por los stencils propagandísticos de principios del siglo XX, se lanzó a las calles en los primeros años de la década del ochenta. Sus trabajos tuvieron tanta repercusión que terminaron expuestos en el Centro Pompidou. Esta subversión del objeto despertó, como era esperable, recelos entre los cultores más radicales del graffiti: la sola idea de que sea finalmente el Estado el proveedor de espacios físicos y quien apruebe el acto de graffitear es para ellos un contrasentido.
Love is in the bin
En octubre de 2018, la famosa casa Sotheby’s vendió la obra Girl with balloon, de Banksy, en más de un millón de libras. Instantes después de la subasta, la pieza exhibida comenzó a ser triturada por medio de un mecanismo ubicado en la parte interior del marco, saliendo debajo de este en forma de tiras. Hay quienes afirman que fue el propio Banksy quien activó la trituradora, quizás en protesta contra los montos irracionales del mercado del arte pero generando, también, una polémica en torno a la operación: cuando una obra es dañada antes de salir de una casa de subastas, la venta termina cancelada. Dejando de lado las conjeturas, lo que se dio fue un nuevo tipo de vandalización: la nueva hecha a partir de una vandalización previa. Como apoteosis definitiva, Banksy acordó autenticar la nueva pieza compuesta por varios retazos de la anterior, y la llamó Love is in the bin. Sotheby’s y otras casas de remates, junto con su comprador original, la consideraron la primera obra de arte de la historia creada durante una subasta en vivo.
Con un Estado o poder transformado en padrino y protector de quienes vandalizaban, y con artistas de la talla de Banksy que terminan como parte de una subasta en Sotheby’s, aceptando los términos y condiciones que antes era obligación denostar, quizás estamos también ante una inversión del Síndrome de Stendhal: después del éxtasis y la admiración, no se destruyen obras de arte sino los ánimos de rebeldía e irreverencia que empujan a muchos artistas a tomar el arte como arma. Barajando este panorama, podría ser que, en algún momento, miremos hacia atrás y pensemos, con nostalgia, en la posible locura pero también en la innegable fuerza ideológica que empujaban a esos ataques cuando, todavía, no podían ser tragados y vomitados por la infinita creatividad del mercado////PACO
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