Hace un tiempo leí que en una calle de Madrid, en el mismo barrio donde vivieron Quevedo, Cervantes y Lope de Vega, hay una placa que recuerda el lugar donde se reunían durante el siglo XIX distintos comerciantes, intelectuales, escritores, políticos, periodistas y empresarios. Ese lugar tiene un nombre: “Mentidero de representantes”, formalizando así que en ese lugar las conversaciones se identificaban seriamente con las mentiras. Tal vez la primera clave del “Mentidero de representantes” esté en la cuestión de la representación: aquellos que hablan en representación de otros, ya se trate de un gremio, una comunidad o una institución, suelen trasformar la verdad o adaptarla según el momento y la situación donde se reproducen sus palabras. Muy lejos de Madrid, y a comienzos del siglo XX, Jidu Krishnamurthi también comenzó su discurso de disolución de la Orden de la Estrella de Oriente frente a 3000 miembros con una historia sobre la verdad. “El diablo y un amigo caminaban por una calle y vieron frente a ellos cómo un hombre se detenía y recogía algo del suelo, lo miraba y lo guardaba en su bolsillo. El amigo le preguntó al diablo: «¿Qué recogió ese hombre?». «Un trozo de la Verdad», le contestó el diablo. «Eso es entonces mal negocio para ti», dijo su amigo. «Oh, no, en absoluto», replicó el diablo, «voy a dejar que la organice»”. Hasta ese instante, Krishnamurthi había sido elegido “el instructor del mundo” por los ingleses Annie Besant y C. W. Leadbeater, dos teósofos que lo vieron por primera vez en una playa en Adyar. Krishnamurthi era en ese entonces un joven con poca salud y poco futuro: el hijo de un viudo con varios hermanos. Su ingreso a la sociedad teosófica, por lo tanto, lo salvó de una vida miserable, ya que la Orden de la Estrella de Oriente fue creada para él en 1911.

En su discurso de disolución, 19 años después, Krishnamurthi habló acerca de la muerte de la Verdad cuando esta es adjudicada a una determinada congregación, religión o secta. Krishnamurthi insistió en eso: la organización creada para su propia grandeza debía ser disuelta porque “en el momento en que siguen a alguien, dejan de seguir a la Verdad”. Pero el abandono de la Orden de la Estrella de Oriente no sería realmente el fin de su carrera como maestro. Mediante ese acto de aparente “disolución”, Krishnamurthi se apropió y a la vez vació el discurso de la sociedad teosófica a la que representaba, pero en el mismo discurso contó también que un periodista que lo había entrevistado días antes consideraba “un acto grandioso” disolver una organización con miles y miles de personas. “¿Qué hará usted después, de qué vivirá? No tendrá seguidores, la gente dejará de escucharle”. Krishnamurthi respondió que con sólo cinco personas que lo escuchen y vivan con sus rostros mirando hacia la eternidad sería suficiente. Pero, ¿cuántos de aquellos 3000 se habrán sentido los elegidos ante esas palabras? ¿Cuántos se habrán dicho a sí mismos con total convicción que eran uno de esos cinco?

Casi 90 años más tarde, la Fundación Krishnamurti todavía se organiza a través de sedes en todo el mundo pero sin maestros que cumplan el rol del gurú. Los líderes, por lo tanto, no son líderes, pero se dan a sí mismos el nombre de síndico. En mi caso, cuando me acerqué a las reuniones de la Fundación Krishnamurthi en el barrio de Palermo, conocí al síndico de Argentina y no tardé en entender que la verdad y la representación, como habían descubierto en el “Mentidero de representantes” en Madrid, no iban de la mano. Las manipulaciones a veces podían ser sutiles y casi imperceptibles, pero otras veces eran demasiado evidentes y aceptadas por todos bajo un cierto acuerdo tácito. En las primeras reuniones, por ejemplo, noté que la mayoría éramos mujeres de distintas edades. Una de ellas, Paola, me dijo que mantenía una “relación personal” con el síndico, y por curiosidad les pregunté a los demás si sabían de esa relación. Aunque nadie sabía demasiado, comentaron que Paola venía al grupo desde hacía apenas dos meses. Algunas semanas después, en plena reunión, Paola empezó a increpar al síndico tratándolo de “chanta”. Según ella, se hacía el maestro “por leer libritos” aunque eso “no lo hacía ser un maestro”. La discusión fue subiendo de tono hasta que el síndico la echó. Fue evidente para todos que Paola había sido defraudada en un plano más emocional que espiritual.

Unos meses después, el síndico me encaró a mí, y entendí entonces que se trataba de una especie de modus operandi. Igual que a Paola, me invitó a quedarme después de una reunión, aprovechando una noche de lluvia. Pero en la segunda cita ya no mostró interés, ni volvió a proponerme nada. Su explicación fue que las relaciones se basaban en lo “espontáneo”. Aquella vez había sido espontáneo, pero si yo lo cuestionaba, ya no lo era. Sé que pude haberme retirado del grupo, lo cual al parecer sucedía en estos casos, pero no lo hice. En cambio, seguí participando de la Fundación Krishnamurthi y comprobé que con otras mujeres pasaba algo parecido. Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo, mi interrogante alrededor de este comportamiento se fue modificando: ¿el síndico ejercía un poder que negaba tener? ¿Y cómo lo ejercía? ¿Cómo funcionaba el poder de quienes negaban el poder? Alrededor de esto estaba también la fascinación generada por el propio Krishnamurthi, al cual el síndico necesariamente tenía que representar. Tener ese cargo le proveía ciertos placeres módicos: viajes, invitaciones, eventos, programas de radio, comidas gratis en restaurantes.

Durante varios meses no solo vi llegar e irse a varias chicas como Paola, sino que también vi cómo se sumaban integrantes algo más VIP: el dueño de una empresa de cerraduras y puertas blindadas, por ejemplo, o su mujer, que era la dueña de un conocido restaurante naturista palermitano. Pero, ¿qué tipo de relación se establecía entonces entre el síndico y los asistentes a las reuniones de la Fundación Krishnamurthi? ¿Y brindaba o no lo que estábamos esperando de él? Al igual que Krishnamurthi, que podía llegar a maltratar a quienes se animaban a hacerle preguntas, el síndico obtenía su poder gracias a una jerarquía dentro una institución, aparentemente, sin jerarquías. Y lo que se nos pedía a los seguidores, por lo tanto, era sumisión. ¿Pero no era eso lo que se pide entre cualquier linaje de maestros, el alivio de someternos sin reparos? El maestro, por otro lado, siempre es el que sabe. Y para que imparta su conocimiento, los otros deben reconocerlo como tal.

A las reuniones de Krishnamurthi uno va a buscar la Verdad, y por eso se habla acerca de la Verdad y supuestamente con la Verdad. Pero, ¿es posible involucrarse de manera tan simple con la Verdad? Tal vez de la actitud de Krishnamurti pueda deducirse que al rechazar por entero la relación entre el maestro y el discípulo, lo que se borran son los instrumentos para desmantelar los conflictos que se generan alrededor de la búsqueda de la Verdad. ¿Y esos no son los conflictos que casi siempre nos recuerdan la profunda dificultad de esa búsqueda? Después de un año de participar de las reuniones, el síndico se me acercó otra vez y me preguntó sino quería tomar un café con él. ¿Me estaba premiando con una nueva relación “espontánea”? Como sea, le contesté que, gracias a la participación en las charlas del grupo, había dejado de lado mis intereses personales. Pasada la incomodidad inicial, me sonrió diciendo: “Claro, yo solo te estaba poniendo a prueba”///////PACO