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1.
El domingo 26 de junio se publicó en el diario La Nación una entrevista que Diego Genoud le hizo a Christian Ferrer. El entrevistado es presentado como docente en la materia “Informática y Sociedad en la UBA” (sic) y “pensador de espíritu ludita que incursiona como nadie en la filosofía de la técnica.” El titular era una cita textual y encomillada del mismo Ferrer: “Como voluntad de poder, la técnica va por delante de cualquier control.” ¿Declaración polémica para empezar? Más bien esa idea la filosofía la discute desde siempre, y es un tema de reflexión que se remonta, con el mismo sesgo que les imprime Ferrer, al Fedro de Platón. No podemos decir que hay novedad ahí. Luego, la primera afirmación categórica de la entrevista es falsa.
“El hombre moderno es mucho más débil que el hombre de las cavernas, que perfectamente podía sobrevivir a las adversidades. El hombre moderno necesita sistemas de inmunización continuos, de tipo farmacológico, pasatiempos o posibilidades de estar emitiendo o megusteando casi en forma ansiosa para dar cuenta de que existe y no es simplemente un asiento contable de una empresa o un código burocrático en alguna dependencia estatal.”
Al parecer, a Ferrer lo cautiva la bestialidad, la imprecisión, la fuerza. Delicioso discurso que brinda a las hembras de las aulas de la Facultad de Sociales donde sus clases son gratamente paladeadas mientras otras bibliografías aburren con responsabilidades triviales.
Me adelanto a preguntar: ¿este es el especialista en técnica? Podría pasar por tal en un bar de la calle Corrientes. Ni siquiera. Ahí cualquier parroquiano que haya leído la Muy Interesante sabe que el “hombre de las cavernas” es una ilusión imprecisa, un mito hiperbólico, algo salido de las historietas y las películas de la década del 60. Habría que decir, como para poner, al menos, un poco de perspectiva a esa afirmación que, sin irse a la prehistoria, dentro del siglo XX nada más, las expectativas de vida y las formas de nutrición cambiaron mucho. Es probable que el “hombre moderno”, otra abstracción demasiado elástica, dependa de los fármacos para una vida de confort. Pero a este alucinado hombre premoderno lo mataba cualquier bacteria o si le faltaba el fuego, se moría de frío. Como fuere, me niego a dar esta discusión en términos de Street Figther porque entiendo que cualquier individuo sano de la actualidad, incluso el mismo Ferrer, apalearía sin dificultades a este alucinado hombre de las cavernas, al que imagino como un desorientado y piojoso chimpancé hidrocefálico. Me conformo con señalar que, al parecer, a Ferrer lo cautiva la bestialidad, la imprecisión, la fuerza. Delicioso discurso que brinda a las hembras de las aulas de la Facultad de Sociales donde sus clases son gratamente paladeadas mientras otras bibliografías y otros profesores aburren con responsabilidades triviales. Conociendo a los estudiantes varones de esa facultad, ellos no deben quedar exentos de este magnetismo primario. La juventud tiene su peso en el caso. Pero, vale decirlo, Ferrer no es joven.
Más allá de todas estas fantasías, la concepción que muestra Ferrer de qué es y cómo funciona el trabajo, si no necia, al menos, se muestra pobre. Un asiento contable, un código burocrático. Pero, ¿no hay marinos mercantes, noble chatarreros, mecánicos, cirujanos, operarios, pícaros changarines, intrépidos viajantes de comercio, guías turísticos, profesionales obsesivos, constructores, diseñadores, arquitectos, en el universo acotado de Ferrer? El mismo Ferrer lo va a decir enseguida: “Para la mayor parte de la población el trabajo es una condena.”
Quizás el párrafo sea mucho más autodescriptivo de lo que el mismo Ferrer esté dispuesto ventilar. ¿Un reclamo a sí mismo? Habría que pasarlo a primera persona.
Por contraste, y al practicar la conciencia de esa situación, suponemos que él, Ferrer, vive en libertad. ¿Propuesta de iluminación vanguardista? El truco es muy viejo. Pero los que conocen, incluso de pasada, la vida en la academia, pueden intuir a un Ferrer llenando formularios en la madrugada, la taza de café vacía, la luz baja, el fastidio, la inminencia de las fechas de presentación, una planilla más de datos estáticos para recibir al menos un poco más de las prebendas del caso, y todas las maniobras de números, mentiras y ficción que todo eso implica… ¿O la UBA no es una dependencia estatal? ¿O las páginas del estímulo Ubacyt se completan solas? Quizás el párrafo sea mucho más autodescriptivo de lo que el mismo Ferrer esté dispuesto ventilar. ¿Un reclamo a sí mismo? Habría que pasarlo a primera persona. Lo reescribo, con impertinencia que será perdonada:
“Soy mucho más débil que el hombre de las cavernas, que perfectamente podía sobrevivir a las adversidades. Yo, Ferrer, profesor universitario, necesito sistemas de inmunización continuos, de tipo farmacológico, pasatiempos o posibilidades de estar emitiendo o megusteando casi en forma ansiosa para dar cuenta de que existo y no soy simplemente un asiento contable de una empresa o un código burocrático en alguna dependencia estatal.”
La transmutación exhibe tal vez un poco más de verdad. Lo mismo pasa con la frase del trabajo como condena. ¿No suena mejor “Para mí, el trabajo es una condena”? Cumplir horarios, lidiar con jefes, empleados, plazos, recibir un salario a cambio de una actividad que demanda esfuerzo, vencer obstáculos, cansarse, producir… Mejor probemos otra cosa, parece decir Ferrer. Como fuere, de la burocracia es imposible escapar. El punto, creo, es la ignorancia. Todo el que tiene un trabajo digno sabe que la gratificación de la tarea bien hecha y el compromiso y la retribución existen y son deseables. También lo sabe el que tiene un trabajo indigno. Y más aún el desgraciado que no tiene trabajo. ¿Y evadirse “emitiendo” o intentar el pasatiempo? ¿Eso también nos denigra? Lejos de ser epocal, la salida por el arte o la comunicación es algo muy antiguo. Terapia o placebo, el intercambio de objetos, símbolos o signos nos aleja de la muerte y atempera la existencia hace mucho. Cuestionarlo sin precisión acusa una impostura que da un poco de risa. Salto a otra cita:
“La época moderna decreta que es digno y dignifica, pero eso no es verdad. La máquina general industrial moderna es una máquina de destrucción de cuerpos y de anhelos. Cuando la persona descubre que está en una trampa, ya es tarde y la espera la jubilación.”
Los que decretaron que el trabajo era malo fueron varios filósofos, rentistas y profesores del siglo XX, entre otros linyeras intelectuales, influidos por las traducciones francesas del marxismo.
¿No está ahí Ferrer retomando al peronismo? Resuena fácil la frase apenas borroneada del “Perón cumple, Evita dignifica.” Por otra parte, los que decretaron que el trabajo era malo fueron varios filósofos, rentistas y profesores del siglo XX, entre otros linyeras intelectuales, muy influidos por las deficientes traducciones francesas del marxismo. (Y desde luego también algún alemán tirapiedras del siglo XIX como Max Stirner.) La discusión ya se dio mil veces en la Argentina y los argentinos en bloque prefirieron siempre tener trabajo, esforzarse y percibir un salario, para luego, en su tiempo libre, consumir y divertirse como pudiesen o los dejaran. No es de extrañar: esto sucede en la mayor parte del mundo. (Supongo que alguna tribu africana todavía prefiere seguir cazando con arco y flecha y defecar desde las copas de los árboles. Allá ellos.)
Curiosamente o no tanto -también sobre esto hay muy variada bibliografía- en su insistencia de la condena del trabajo, Ferrer recae por momentos en enunciados de muy actual corte liberal: “Una sociedad que necesita consumir menos también necesita trabajar menos.” Qué fácil sería poner acá el textual empático de algún funcionario de turno. Prefiero hacer otras preguntas. ¿Estamos seguros de eso? ¿Se trata de un llamado a la austeridad? ¿De quienes? ¿Quiénes van a consumir si nosotros no lo hacemos? ¿Tan matemática es la distribución de responsabilidades?
Cuando Ferrer termina de ir contra el trabajo va contra la política, y esto lo emparienta con el pensamiento völkisch de la Alemania de los años 30. Pero leer eso pasa por tendencioso. Y a Ferrer le falta fuerza y complejidad. Digamos que como anarquista podría abonar sin querer procesos similares. (Adorno en los años 60 les avisaba a los hippies que la prédica de la libertad sin más y el liberalismo espontáneo, que él conocía de los años 20, podían muy poco contras los poderes sistemáticos del capital y sus personeros.) Sin embargo, es muy difícil no pensar en el cualunquismo cuando Ferrer responde que para él, ayer y hoy, todo es lo mismo:
“(…) más allá de las retóricas de cada gobierno, es un orden tecnocrático en sí mismo. Los técnicos no llegaron: ya estaban acá. (…) Son técnicos, no importa que lo hagan en nombre del pueblo o de una mejor gestión del aparato estatal. Diferenciar entre el bien y el mal en estos casos es para bienintencionados o para gente que quiere calmar su propia adherencia a la época moderna.”
¿No es justamente esa negación de la ideología la aspiración última del tecnócrata? ¿Desideologizar al sujeto no es funcional al proyecto de automatización del hombre? Ferrer insiste en simplificaciones y anacronismos. Esto también puede ser efecto de la entrevista, género textual vaporoso, compartido, fallado desde su concepción. ¿Ferrer es mejor escritor que entrevistado? Compruebo que hay una continuidad. Su libro sobre Barón Biza, y su mucho mejor biografía intelectual sobre Martínez Estrada, lo sitúan en la fila de los arrebatados impresionistas. Y si uno pone su voz aquí en relación con otras entrevistas del canon de entrevistas patrias, puede entender que hay cosas excusables, que son parte de la situación genérica, pero hay cosas que no.
2.
Llegado este punto me gustaría analizar el desempeño de Diego Genoud como entrevistador. Genoud considera necesario aclararnos que Ferrer practica una “no adhesión a las deidades de la época” y que por eso y vaguedades similares se distingue “de cualquier otro pensador argentino.” Luego agrega que Ferrer “se sustrae de la batalla de la coyuntura y ejerce una autonomía a prueba de balas.”
¿Qué autonomía puede enarbolar un catedrático de la UBA y de qué “deidades” logra escapar? Vale el esfuerzo de contradecir estas ideas sosas, remanidas y mil veces leídas, a la hora de calificar a un intelectual.
Podríamos decir que nadie le dispara mucho tampoco. Aunque, ¿qué autonomía puede enarbolar un catedrático de la UBA y de qué “deidades” logra escapar? Vale el esfuerzo de contradecir estas ideas sosas, remanidas y mil veces leídas a la hora de calificar a un intelectual. Genoud aclara también que a Ferrer no le gusta hablar pero que cuando lo hace genera “un silencio que orilla la hipnosis.” Como contra prueba de esto puedo decir que una vez, hace ya algunos años, escuché al mismo Ferrer leer durante más de una hora partes de su autobiografía en un bar juvenil. El silencio de ese primer piso en San Telmo, que estaba lleno de gente, creo, no tuvo tanto con ver con procedimientos hipnóticos sino más bien oníricos. Agrego que de las once intervenciones que realiza Genoud durante la entrevista, solo tres son preguntas. Quizás, después de todo, la hipnosis resultó, impidiendo el cuestionamiento y sustrayendo al periodista de la mentada batalla de la coyuntura.
Más allá de los procesos paranormales, Genoud nos recuerda que Horacio González, también catedrático famoso, es amigo de Ferrer y como tal le publicó dos libros en alguna de las muy buenas colecciones que sacó la Biblioteca Nacional. No sería la primera vez que, en la historia argentina, un anarquista se deja querer y publicitar por un escritor y militante orgánico. Sin embargo, creo que en este caso no hay antítesis, ni discusión, ni antipatía, más bien cierta afinidad amable. Cabe decirlo, a nivel de producción intelectual la gestión de Horacio González en la Biblioteca Nacional fue excelente.
3.
No me interesa el personaje bufonesco e inculto del pequeño nietzscheano superyóico que se esfuerza en representar Ferrer; no me interesan sus rancias apreciaciones sobre tecnología, ni su antiperonismo, ni su engolado vitalismo esquemático y banal. Sí me interesan las aporías de su heterodoxia sistemática enunciadas desde la academia, todo ese cúmulo de formulaciones contradictorias y falsas. ¿Por qué? Porque de palabras similares surge la antipolítica y, desde luego, la política de la antipolítica.
Ferrer no piensa, repite y empobrece conceptos que ya eran atolondrados e inútiles hace ciento veinte años. Es estridente, pero infantil y sobre todo poco talentoso. Como él, hay miles, pero corroborar esto me sirve para preguntarme ¿qué es el talento? Unir cosas que parecen desunidas o incluso antitéticas, ver y por lo tanto develar y crear vínculos que antes no estaban. Esa podría ser una definición. En gran medida, en el arte funciona así, gravitando alrededor de lo que no se ve y está, de lo que está y es mostrado. El talento político, que muchas veces se cruza con el arte, tiene otra característica. Aparte de la posibilidad de unir entes o fenómenos que parecen o son ajenos, la política consiste en hacer que estas relaciones afecten a las personas y modifiquen sus conductas.
La inteligencia es muy difícil de definir. Alan Turing logró construir una máquina que la confirma o desmiente sin necesidad de definirla. Más historizable, el talento no parece tan difícil de describir. Por supuesto, la falta de talento resulta muchísimo más conspicua que el descubrimiento, siempre sutil, del talento ajeno.
Hoy la política se me antoja un poco rezagada de los problemas que implica el talento o su ausencia. ¿Quién le exige talento a sus mandatarios? Mi planteo puede sonar evolucionista. Y quizás ver una política pobre en relación a otras épocas sea uno más de los espejismos de la modernidad. Pero ¿no se volvió hoy la clase política un lugar de clasicismo? No el mejor, en todo caso. Hay variaciones de variaciones, habla institucional, cierta previsibilidad. Pero ese no es el problema, el problema central es que sus artefactos clásicos no remiten a Mozart, que era explosivo y preciso, ni a Haydn, que era elegante y adusto, sino a la música funcional de un ascensor. Por supuesto, hoy existen políticos que hablan con talento, pero la matriz conservadora los domina, los esconde, los apelmaza y los ahoga. Su lucha es doble. Luchan contra la entropía, como toda política, pero también con el mismo andamiaje que los contiene.
Los atajos y simplificaciones que muchos como Ferrer proponen no sirven. Y si entendemos talento y ortodoxia como opuestos lo que triunfó es el discurso liberal e individualista que nos lleva a la trampa de la inmovilidad.
Para hacer frente a estos problemas en la Argentina y en todas partes, hoy y siempre, necesitamos pensadores políticos con talento, que puedan elaborar proyectos comunes que respondan a nuestras siempre nuevas y siempre incómodas coyunturas. Y voy a decir algo más usando una palabra que combate a Ferrer: necesitamos un poco de ortodoxia. Los atajos y simplificaciones que muchos como Ferrer proponen no sirven. Y si entendemos talento y ortodoxia como opuestos, lo que triunfó es el discurso liberal e individualista que nos lleva a la trampa de la inmovilidad, el decadentismo histérico y la resignación.
“No son buenos tiempos para las ortodoxias” dijo hace poco Nicolás Mavrakis. ¿A qué se refería? Creo que su frase apunta a la fatigosa y poco eficiente imposición de repensarlo todo entregados al culto narcisista del yo digital de las redes sociales. Frente a eso, diría que a veces las nuevas relaciones que necesitamos son pequeños movimientos sostenidos a lo largo del tiempo y no grandes modificaciones. Más allá de estos desordenados apuntes, creo que el problema del talento y su continuidad está en el centro de la política contemporánea y es uno de los factores detonantes de los movimientos antipolítica.
Termino. En un momento de la entrevista, Ferrer cae en el vocabulario de la autoayuda.
“La política es lucha ascendente hacia sitiales de poder. Después, hay gente que dice «El otro es malo y yo soy bueno», que es una mala manera de pensar la propia situación. Nadie dice «El otro es malo y yo no soy mejor» sino que se propone como salvador, redentor o como representante de algún tipo de víctima ofendida. Así piensan los políticos. Las poblaciones, a fin de cuentas, observan y soportan los juegos de poder. Tratan de participar de ellos y sacar beneficios. La esencia del vivir no se juega en esos circuitos: es de la índole de los afectos, eso es lo que importa.”
El subrayado me pertenece. Jorge Bucay lo envidiaría. La entrevista cierra con una pregunta hecha desde el diario al lector: “¿Por qué lo entrevistamos?” La respuesta dice así: “Porque es un pensador original, que hace de su independencia intelectual una herramienta de análisis.” Más cerca de la verdad, reescribiría la frase así: “Porque lo que dice es inocuo, banal, parece disruptivo pero al final no toca ni lastima ningún interés.” No es poco, como queda claro, lo que se juega entre una definción y la otra./////PACO