Arte


La forma pura de Miroslav Tichý

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… sería mejor que algún día el arte desaparezca 

a que el arte olvide el sufrimiento que es su expresión 

y en el cual la forma tiene su sustancia.

Theodor W. Adorno

Si nos atenemos a cómo Miroslav Tichý luce en Tarzan retired (2006), el corto del psiquiatra checo-suizo Roman Buxbaum, podríamos confundirlo con un personaje de Samuel Beckett. Buxbaum filma a un Tichý que deambula por los ambientes de una casa ruinosa hablando y gesticulando como un Krapp jocoso, a veces también confuso. A quien aún no los conoce, habría que decirle que Tichý, pintor y fotógrafo, nació en 1926, en Netcice, pueblo de Moravia, y que Buxbaum, nacido en 1956, fue primero su vecino en otro pueblo, Kyjov (donde Tichý vivió desde los cuatro años), y luego su amigo y heterodoxo Max Brod.

El golpe de estado de los comunistas checoslovacos de 1948, promovido por Stalin, desalojó del gobierno a los socialdemócratas e impuso un duro reordenamiento en todos los campos. Por ejemplo, la Academia de Bellas Artes de Praga sufrió la expulsión de la mayoría de sus profesores y el reemplazo de las modelos desnudas por musculosos obreros en mameluco. Sintiéndose amenazado por este tentáculo del realismo socialista, Tichý, joven y (dicen) risueño y prometedor estudiante, descontento con la medida, abandona la Academia. Su vagabundeo por la ciudad durante varios días es su preparación para el futuro. Deprimido, regresa a Kyjov, le toca el servicio militar, y cuando este finaliza se enclaustra otra vez en Kyjov. Se reúne ocasionalmente con artistas locales, sigue pintando, pero la insatisfacción crece al mismo tiempo que el letargo pueblerino en el que se ha estancado. La muerte Stalin en 1953 provoca en la URSS y en el resto del bloque, con las diferencias de cada caso nacional, un proceso de ablandamiento de presiones y represiones. Tichý permanece ajeno a estos cambios. La marca del golpe de 1948 lo ha convertido, según Buxbaum, en una de las tantas «víctimas psíquicas» del estalinismo. Reaparece en Praga en 1957 para una exposición en la que participan algunos de sus ex compañeros de la Academia. Podría haber sido una oportunidad para recomenzar, pero algo ya no andaba bien. Cree que la exposición es parte de una conspiración fascista, se brota y sobreviene la primera de sus internaciones. Vendrán dos años muy oscuros. Pasa por varias clínicas psiquiátricas hasta que es tratado por Harry Buxbaum, tío de Roman. Reestablecido, a inicios de la década del 60, el estado le otorga una magra pensión por discapacidad. Casi ni pinta ni dibuja («todos los cuadros ya estaban pintados, todos los dibujos ya estaban dibujados, ¿qué me quedaba por hacer?»), y su aspecto se torna en el de un vagabundo.

No sabemos si es en 1961 o 1962 cuando una cámara de fabricación rusa cae en sus manos. Algunos dicen que la heredó de su padre, otros que la compró usada en una tienda. Tichý ni se acuerda. Con el tiempo reformará esa primera máquina y fabricará otras, las primeras estenopeicas, de las cuales le regalará una al niño Roman, después armará otras con piezas de los aparatos más diversos. Con esa primera cámara rusa de baquelita sale a la calle a fotografiar preferentemente aquello que el golpe de estado estalinista le había quitado: mujeres. Llega a gastar tres rollos de treinta seis fotos cada uno por día. Realiza las tomas con luz solar (hay unas pocas realizadas en el interior de un night club sin flash) y revela el botín en un «laboratorio» improvisado en el patio de su casa, que incluye una mesa ampliadora.

La técnica de Tichý consistió en dos breves consignas, irónicas solo superficialmente: «Primero que nada, tienes que tener una mala cámara» y «Si quieres ser famoso, debes hacer algo peor que nadie en el mundo». Sin embargo, no todo fue herejía. Alguna vez confesó que tardó dos años en conseguir un buen encuadre, hecho por demás comprensible para un cazador cuyos objetivos son blancos móviles siendo él mismo otro blanco móvil. A lo dicho sumemos que nunca se preocupó por resguardar adecuadamente las fotos, o mantenerlas siquiera a salvo de los ratones con los que convivía. No las fechó ni tituló, e imprimió muy pocos negativos más de una vez, como para ratificar que una foto es un relámpago irrepetible. 

La archiconocida y baudeleriana definición de Susan Sontag sobre los fotógrafos callejeros es claramente aplicable a Tichý, pero las características y los resultados de su trabajo difícilmente sean hallados en otros fotógrafos, callejeros o no. Sus defectos técnicos (enfoque distorsionado por lentes sucias y mal calibradas y fallas del revelado) provienen de una fotografía de la pobreza, impropia incluso para un simple aficionado, y a su insaciabilidad óptica solo se le aproxima Vivian Maier. Tampoco ha existido un fotógrafo callejero tan perseguido. A las vísperas de una fecha conmemorativa la policía lo sacaba de circulación, como a una mancha antipatriótica, y lo «normalizaban»: le cortaban el pelo y la barba y lo obligaban a bañarse y a vestirse con la ropa limpia que la madre Žofie le preparaba para la ocasión. Después de liberarlo los polizontes seguirían hostigándolo esperando un acto obsceno o un delito sexual (nunca cometió ninguna de las dos cosas) para cargarle una condena. Una vez, al ser descubierto fotografiando a las bañistas detrás de la cerca de la pileta pública, lo detuvieron, lo «normalizaron» y le prohibieron volver al lugar. Resolvió la restricción usando tubos de cartón o de plástico como teleobjetivos.

La mirada de Tichý, objetivada en la impresión «defectuosa» de la foto, surge de fuerzas tan desapacibles como la distancia, la ausencia y el tabú, semejante a lo que sucede en algunos cuadros de Edward Hopper, en algunas cajas de Joseph Cornell. Los cuerpos de las mujeres retratadas (o, para ser exactos, la pose de un cuerpo, el semblante de una cara, la torsión de una mano o de un tobillo) brotan fantasmalmente en las escenas cotidianas de un mundo submarino. Mujeres caminando, sentadas en una plaza, al borde de una pileta pública, solitarias o en grupo, agachándose para ajustarse el calzado o fumando en un balcón, a la mayoría de ellas las registra furtivamente, otras posan incrédulas o burlonas frente al vagabundo medio chiflado que les pide fotografiarlas con una máquina que parece de juguete. 

Tichý nunca tuvo pareja («cuando veo a una mujer que me gusta, y tal vez podría haber intentado establecer contacto, me doy cuenta de que en realidad no estoy interesado»), por lo que es probable que su soledad haya sido demasiado hermética como para compartirla con alguien. En este dato se basan las interpretaciones de su obra como secuela de la pulsión sexual. Que el dato sea verdadero no hace necesariamente verdadera la interpretación. Ese es el problema de las interpretaciones que confunden psicoanálisis con jerga psicoanalítica y terminan enceguecidas por las ruinas circulares que les impone la «pulsión» de la ideología antimateralista de la que provienen. El material pulsional presente en una obra concreta nunca podría ahogarla, en tanto la praxis artística desarrolla una formalización específica de ese material (junto a otros materiales múltiples) recolocándolo en una dimensión totalmente extraña al dinamismo de la vida psíquica.

El erotismo de muchas de estas fotos es una vibración turbia que evoca al único paraíso posible, que es el perdido. Esas imágenes hibridas de realidad y sueño (o recuerdo de un sueño), entre la fotografía y la plástica, son el negativo perfecto de Vida checoslovaca, una revista de propaganda oficial y distribución mundial que resaltaba los logros de la modernidad socialista rellenándolos con coloridas fotos de jóvenes y bellas mujeres. Con elegías deplorables sobre la paz y la felicidad, nada diferentes a las elegías capitalistas, los publicistas rojos pretendían encubrir el reemplazo del materialismo dialéctico por el mecanicismo del siglo XVII, padre del liberalismo, y el aplastamiento de la democracia popular por la policía política.

En 1992 el pintor austríaco Arnulf Rainer visitó a Tichý y le ofreció comprarle su archivo. Tichý se negó, pero le regaló a Rainer una buena cantidad de fotos con la condición de que se intercambiaran solo entre artistas. En cambio, Buxbaum creía que las fotos de su amigo merecían ser vistas por el público en general, y tras una larga travesía lo introdujo en el circuito de las grandes exposiciones. A regañadientes, Tichý aceptó cada paso de Buxbaum. La Bienal de Sevilla en 2004 bastó para que sus fotos llamaran la atención de la crítica. Vinieron la Kunsthaus Zürich en 2005, el Centro Pompidou de París en 2008 y los libros, las notas periodísticas, la «consagración». Aun así, contra la insistencia de su amigo, Tichý nunca accedió a ir a un vernissage. Se pelearían en el 2009 por los derechos de explotación del material exhibido. Es lo menos interesante de la relación que los unió, aunque vale aclarar que Tichý pretendía las regalías para Jana, una vecina que lo cuidaba desde la muerte de la anciana Žofie. Tichý fue un innovador que resolvió con talento y coraje esa encrucijada que se le presenta a todo artista, y que no es ser o no ser (ese es el atajo en el que se empantanan los narcisistas), sino transformar o no transformar (el arte), como deriva necesaria del cambiar la vida de Rimbaud y de la undécima tesis sobre Feuerbach de Marx. Murió en abril del 2011, viejo, sucio y sin dientes, irreductible a las mieles en dólares o euros del post capitalismo, como un Tarzán retirado, tal como le gustaba definirse. A diferencia de los transgresores profesionales que se desviven seduciendo clientes mientras vigilan de reojo la reacción del amo de turno, Tichý caminó siempre al margen de cualquier servidumbre, y con cada click del disparador de sus frágiles cámaras produjo, desde la infancia de la fotografía, la forma pura de un ejemplar work in progress hacia la nada////PACO

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