////

“Yo también, mirándome, vivo desde milenios

Y vengo recto de la alta cultura de los sumerios (…)”

Mesopotamia

Franco Battiato

Esta entrevista es el fruto inmediato de un choque transformador: el de quien ahora escribe con/contra el sexto libro publicado por Víctor Pérez (Oviedo, 1978). Ars poética de Sarah Connor (Marli Brogsen) –que devoré en dos tardes de asombro– es una mina antipersonal en forma de párrafo que se deshiela a través de casi doscientas páginas de inusual y fecundante aliento poético. Una experiencia de feísmo sacramental, gozosa y feroz: el “eco restallante” de un tiempo iniciático contado con quirúrgico extatismo, con genio sostenido. Ars poética de Sarah Connor es, también, LA novela postgeneracional con la que merecíamos ser corregidos y ampliados para siempre los que nacimos en España en la segunda mitad de los setenta y vivimos la adolescencia en los noventa, bajo una atroz floración de dioses menores y terribles. Víctor Pérez fija para siempre ese tiempo con la incendiada calma de un derviche panteísta y nos devuelve la fe en una gran literatura hispánica: hiperconsciente, mágica, capaz de autosintetizarse en carcajada trascendental. Víctor Pérez es el profeta que todos conocimos un día, en el bar, finalmente coagulado en papel, en frase; las tardes del suburbio elevadas a arte perdurable; el hecho peninsular transformado en poema trampa y la dolorosa definición de su aura, sus humores, sus paradojas, amputación, miseria y redenciones. Por suerte, es también un fulano asequible vía Facebook que consintió en apearse de su viento bíblico para ponerse a tiro de los lectores de Revista Paco y responder, amablemente, a mis preguntas.

¿Qué sabe del Víctor Pérez profundo (no diré real) quien acabe de leer Ars poética de Sarah Connor

Sabrá que Víctor Pérez fumó. Mucho. Mucho porro. Bebió cosas. Mucha litrona del Día. Eso lo hizo en un pasado mitológico lleno de poder. Un pasado de otro mundo en una vida llena de plenitud. Fue cuando Víctor Pérez escuchó. Y observó. Estuvo atento. Muy atento. Acumulando estados de consciencia y de lo contrario, de saludable y esperanzadora inconsciencia; salvándose de sí mismo a través de sí mismo, a cada paso, a cada bocanada de costo. Aquello fue su pasado y todo su futuro. Esa época le dejó marcado. Todo lo que vino después es una exaltación de ese tiempo. Un eco restallante. Y no hay nada más. Esto es simplista pero encantadoramente cierto. Esa es la época que llegué a mi máxima profundidad, y eso es lo más auténtico que he vivido, lo más real que he sido y seré. Sale en el libro. Estar fumado, como estuve yo, 16 años de mi vida, día y noche, fue vivir la profundidad de todo lo más real y profundo y sagrado que me ha tocado atravesar en vida; estaba permanente conectado conmigo mismo y con todo lo que me rodeaba, estaba ascendido y en plenitud constante. Lo de ahora es el reverb de todo aquello. Fue mi Transición. Una Transición ejemplar. Yo nací cuando tocaba a su fin la Transición española; bien, menos de dos décadas después yo hice la mía, a todas horas. En mi caso, pasé de la dictadura de mi infancia a la Guerra Civil que fue mi adolescencia. Y a continuación vino la Transición del puro fumeteo total. Cuando empecé mi época de los canutos, fue como entrar en una nueva era inolvidable y como convertirme, silenciosamente y por dentro, en un cruce de Terminator fumadísimo de Salamanca y Lazarillo de Tormes muy zorro, muy flipado y acaso posthumano, y vivir con eso. Me lo fumé todo. Yo solo. Apenas compartía. Me dio muchas tablas; escribía, incluso desde antes, pero me atraía mucho más fumar que escribir y leer. El lector sabrá eso, y sabiendo eso habrá conocido al Víctor más real y más profundo, ya digo. Si yo tuviera que explicar este libro, diría que lo que quería y deseaba, mientras lo escribía, era ser director de orquesta de alguna banda sonora electrizante de una película criminal heterosexual algo chunga y bizarra. Alzar la batuta desde lo alto de un cerro español, todo morado de costo. Pero hace muchos años que lo dejé, lo de fumar hachís, y me he quedado con la batuta-chusta apagada en la mano. Y la música. Y con lo mucho o poco que se mantiene debajo de ese Terminator castellano. El libro es la historia de un secuestro “literal”. El secuestro de Manolo el del Bombo por parte de un tipo –el narrador– que lo mantiene amordazado en un pajar, y le obliga a escuchar un blues, cuya letra es el libro Ars poética de Sarah Connor. Y lo hace, y aquí destripo toda la mínima trama del libro, cosa que me da igual, porque adoro todo spoiler que se me cruce en la vida o que me salga y me ataje por dentro; lo hace, digo, porque quiere que se lo aprenda de memoria Manolo; y que todo ese texto, que no deja de ser un estado espiritual alucinado y alucinante, sea lo que cante Manolo cuando vaya por todos los estadios del mundo animando a la Selección española. Parece que quiere liberar a Manolo y a toda España con lo suyo y a través de lo suyo. Que toda esa parrafada sea lo que acompañe sus aporreos al bombo. La letra del tam-tam de Manolo. La llamada. Su letra. Su motor. Para mí el lector es el propio Manolo que no le queda otra que escuchar y estar calladito, porque no se le da ni una oportunidad de intervenir, salvo, tal vez en alguna entrevista (como está pasando ahora mismo). Esto también lo digo porque en varias reseñas han dicho que se trata de una carta a Manolo. No. Es un secuestro cruzado de chantaje emocional que se extiende durante 182 páginas. Por otro lado, el narrador habla desde el destino, desde más allá del fin de todo, porque asegura haber muerto hace tiempo y que quemaron su efigie en el Bernabéu la noche del fin del mundo. Aparece, por lo tanto, un tiempo cuántico en el que pasado, presente y futuro son intercambiables. Aparte de que la voz que narra (canta) ese blues, dice precisamente que Sarah Connor es una lucha contra la mafia de lo cuántico. En mi mitología particular, Manolo significa “el que trae luz”. 

Se podría decir que todas las literaturas son en parte una definición de “lo nacional”, pero en España  esa definición, al menos a través del XIX y el XX, ha sido siempre un choque, un desgarro, el “problema” de España… Tu libro, sin embargo, tiene algo delicioso por lo desconcertante: a veces me parece una celebración. Habita una linde extática de amor/odio que casi acaba pareciendo un tipo de extraña serenidad…

Sí. Yo pienso en Larra. Y pienso en el Larra de Umbral con prólogo de Pepe Hierro. Y pienso en un Larra (Reed), que no tenía paciencia con nadie que estuviera con él –ya desde su primera banda-, que no fuera perfecto y acompasado tocando, y lo fulminaba con la mirada, mientras él no tenía ni idea de tocar la guitarra pero quería ser rico y una estrella de rock. Algo así. Ese combo de entes que pensara una España arrancada de España y vuelta a colocar –después de un buen viaje de hachís– de una forma alucinada, en su sitio de siempre, en su páramo derribado y atemporal. Una España que nada ni nadie puede frenar. Es una cura de lo que consideraba/considero importante y sincero de este bonito país. Yo cambiaría lo de “problema” de España por lo de “ópera remota” de España como travelling sereno tras el juicio final. Ese Larra Reed desea que España (Manolo) transforme esa parrafada que es Sarah Connor en dinero, en fiesta, en poder y amor inaudito y sobreestimulado y del bueno. En acompañamiento. En puro producto cultural. Y que todo eso encaje como una llave. Este libro es el Soho de Castilla. El Dream Sindicate de una España que es un estado psicológico, una serie armónica bella y llena de rarezas y serenas extravagancias a tutiplén. Es un pedal en el tercer armónico; lo que decía no sé quién de la Velvet de que el sonido más estable que pudieron encontrar era el zumbido de la nevera de 60 ciclos del piso de Lou, porque el zumbido de la nevera les parecía el pedal de la civilización occidental. Y lo más cojonudo es que la clave fundamental que usaron con el sonido de 60 ciclos, en el tercer armónico, eran 10 ciclos, y esos 10 ciclos son el ritmo dominante del cerebro cuando duermes. Hallaron una historia. Sarah Connor es una nota estirada durante todas sus páginas. El papel es el pedal. La portada con mis sobrinos es el amplificador Randall. Y yo soy la púa.

El público: Manolo amordazado. La extraña “serenidad”.

Uno de los hallazgos más brillantes del libro es que crea un nivel de belleza y de aliento poético alto sin renegar de un feísmo que es consustancial al país, y sin el que este país es difícilmente entendible. Me recordó, aunque con otro cariz, a la absoluta ausencia de pudor del “Sexus” de Henry Miller, que transgrede hasta crear un tipo de belleza que surge del lugar opuesto al esperado. Una nueva química…

Eso que dices de cierto feísmo de aliento poético, me recuerda a cuando trabajé en el Mercazamora una mañana. Me quedaba sin oxígeno llevando las cajas en un aparato horrible y perfecto para trasladarlas. Era un trabajo desalentador y hermoso. Las frutas y hortalizas eran Dios. El carretillo aquel era Cristo. Y el Espíritu Santo era la jefa cabrona que tenía y que me largó de allí a media mañana. Tuve que volver a la ciudad en autoestop. Volví feliz. No me paró nadie. Me puse más feliz. Yo buscaba algo más profundo que todo lo anterior: la pasta. Pero no la conseguí. Yo era lo que el hombre le ha hecho al hombre. Esa mañana fue belleza, fue eterna por lo efímero, como cosida a piano y sudor, fue poesía. Los camiones allí aparcados me parecieron lo más hermoso de todo. El grupo de camioneros hablando entre ellos y tomándose un pincho de tortilla y unas cañas me parecieron los apóstoles, y los rótulos de las lonas de sus camiones la Santa Biblia a trozos. El Mercadona es la mayor poesía que he conocido. Su hermoso feísmo poético me dio caza. Cuando llegué al piso de mi novia de entonces, creo que me dije que toda esa mezcla de sensaciones debería volcarlas alguien en un libro algún día. La gente lo que quiere es ver la miseria del poeta. Sentirla. Eso es todo.

Miller es mi Dune. 

Se ha usado mucho el término “generacional” en la literatura española de las últimas décadas, y normalmente no era más que un intento de vender libros usando pinceladas supuestamente “modernas”. Sin embargo sí creo que este es un libro logradamente “generacional”, o “post generacional”. Una reformulación de la idea de nostalgia a través de un Vía Crucis “pop”. ¿Temes que sea más difícilmente entendible para alguien más joven, ajeno a una acumulación de referentes que a los españoles que tenemos más de cuarenta nos impactan de lleno? ¿O funcionan los símbolos de manera mágica, autónoma?

Pues la verdad es que pienso que a lo mejor la juventud que lea el libro, (lo dudo mucho, tal vez mis sobrinos, si, a cambio, les paso una propina por Bizum, y solo porque salen en la portada, como ya dije), al no entender del todo esas referencias las pueda sentir con más intensidad. Ya es hora de que todos ellos y toda la juventud de este país regrese a nuestra época, no pueden escapar eternamente. Que ese sea su Vía Crucis. Eso deseo. Y también que esos símbolos funcionen más bien como ciencia judía de la mano de una superstición antinostálgica, apenas adivinable. Si algún día hubiera otra edición, me molaría escribir las notas a pie de página, para explicar las referencias pero inventándomelo todo. Es decir, me la suda que se enteren o no. Cuando hablas de generacional me viene a la cabeza una horda de caníbales moviendo las lanzas. Mola. Pero prefiero lo de postgeneracional, si te soy sincero. Me gusta todavía más. Suena a acto prohibido. A sanatorio trascendentalista en el campo. A sociedad postgeológica. A maldición poderosa y familiar. A melodía oculta y sagrada.

En algún momento de la lectura me encontré recordando aquella canción de Kiko Veneno, “Superhéroes de barrio”, viviendo el libro como una especie de álbum de cromos enloquecido de mi pasado, y pensé en cómo se crea la sentimentalidad colectiva, y en como nosotros fuimos quizá la primera generación totalmente sobreestimulada (televisión, música, drogas, todo de modo masivo y progresivamente interconectado). Donde nuestros padres tenían tres o cuatro tótems sobre los que orbitaban, nosotros tuvimos/tenemos un panteón salvaje de dioses menores y muy ambiguos. ¿Cómo crees que nos influye eso? 

Nos influyó como el paso intermedio hacia la estimulación inmortal de nuestros días, que a su vez actúa como puente maestro hacia el ciborg futuro que mirará un tiempo después del tiempo, y hacia el que vamos. Hacia el que ya casi somos. Un ser que rebasa nuestra tierra; un monstruo que acaso nos observa siempre y desde siempre, plantado en la posteridad y sin límites. Yo necesito ser estimulado en todos los planos y cada dos por tres. Yo no es que quisiera acabarme el álbum de Panini de la Liga. Yo quería ser el álbum, yo quería ser Panini (el animal). Verlo todo. Ser tocado. Ser mirado. Ser coleccionado. Ser estimulado. Ser salvado. Reinar en mi calle. Lo de siempre.

A veces la escritura (la mía) se me antoja un mero y pobre intento de orden, una especie de empaquetado y etiquetado de la vida oculta, para que esta no me sobrepase por completo. Creo que esta sobresaturación de símbolos de la que hablábamos enriquece pero también hace este proceso de orden mucho más complejo. ¿Qué opinas?

Sí, lo hace más complejo, por eso hay que engrasar bien el dispositivo que narra dicha saturación aparente. Opino que todo enriquecimiento, del orden que sea, es una muda de piel que se alimenta del correaje del alma para mutar en conjuro. Enfocado como acumulación de lo narrado es la llegada de la bestia prometida. Opino que el orden significa encontrar algo más siempre, es una mezcla de paseo y producto químico invisible que tiene propiedades combustibles y produce iluminación. Creo que cualquier símbolo es un buen esquema sentimental que nunca duerme. Y que lo complejo es terrible y hermoso. Es una balanza, una aventura que puede servir de algo. La escritura es una combinación de todo eso. La escritura es una encantadora debutante. Está empezando. Tres mil años, o los que vayan, desde que comenzó, no es nada. Es una esposa que espera en el muelle. Un engranaje. Un mirador.

También pensé en lo importantes que eran para entender un mundo concreto determinados elementos, centrales a la vida nuestra, que se han tratado siempre muy mal en la literatura española. A saber: la música, las drogas, los coches, el fútbol… Bajo la superficie alucinatoria tú libro es en realidad, por momentos, casi hiper-realista…

Yo lo llamo, amablemente, realismo flipado. Me encanta poner etiquetas, y más ponérselas a lo que hago. La música es importante, estamos unidos a ella. Es nuestra primogénita. Estoy seguro de ello, de ella. Posiblemente es lo único que existe de lo que nos podemos fiar ciegamente. La música es el parpadeo que separa el dolor de la belleza. La música es la tierra y sus visiones, lo único que podemos ver. La música es un buen perro. Sereno, valiente. La música es el fin de las cosas. Un paso hacia el cielo. De las drogas ya hablé algo en la primera pregunta (y lo que te rondaría, morena). Los coches solo son hombres sensatos. Posiblemente la música, la droga, los coches etc, son más literatura por sí mismos que lo típicamente literario, incluso aunque sean trasladados como temas o argumentos o anécdotas en un libro. Hablo de la música, de la droga y de los coches entendidos como algo exento, viviendo sus propios papeles en esto de la vida. Pienso que un camión es más novela que cualquier novela, por ejemplo.

Ahora se habla mucho de “la España vaciada”, igual con un tinte algo paternalista, y romantizando mucho el pasado y lo rural. ¿Falta precisión en esas aproximaciones? Yo he vivido en entornos rurales y pequeños, y creo que rara vez se habla de ellos con la claridad y la dureza necesarias.

He oído hablar de eso aunque no me entero mucho de lo que dicen. Cuando mi familia se mudó al pueblo de mi padre, cuando yo tenía doce años, la poca gente que vivía allí se largó al poco tiempo a Madrid y ese tipo de sitios. Me convertí en el único niño del pueblo. La persona más joven después de mí era mi madre. A veces caminaba solito por el pueblo y me parecía que fui yo el que vació el pueblo, que fue cosa mía, que fue por mi culpa, que me fue concedido ese poder, que me vieron llegar y se largaron por patas, como si hubiera acabado de salir de un poema. Llegué a fliparme pensando que el pueblo era mío. El sheriff de todo aquello, o algo así. Ojalá se vaciara más todavía la España vaciada. Me encantaría. No hay nada mejor que un pueblo para ti solo, sin un alma. Crecí así. Esa es mi historia. Y pienso eso.

Me llamó la atención la ausencia de sexo en el texto. Está, pero su presencia es lateral, aunque deja una frase que me encantó, casi como de un Ballard español: “cuando saltábamos a la cama era como si se empotrara un BMW viejo con un Ibiza atmosférico… A veces nos despertaba la lluvia y paseábamos por su piso gracias a nuestras formas humanas (…)”.

No conozco mujer. No conozco el sexo pero intuyo que liberaría algo insano dentro de mí.

Aunque el libro es cien por cien hispánico se trata también la influencia cultural anglosajona. Hay un permanente choque de mitologías. A mí no me molesta lo que se ha dado en llamar “colonización cultural anglosajona”, la disfruto profundamente, pero es cierto que existe esa escisión, al ser impactados por cosas que la mayor parte de las veces ni entendemos ni sabemos cultivar; al estar siempre en presencia de un paraíso artificial ajeno. ¿Cómo vives tú esa dualidad?

La vivo bien. Encontré un hogar. No creo que haya un lugar más apropiado para mí que esa cultura anglosajona y su resurrección constante. Siempre me he mantenido en las sombras de ese mundo, mirándola, escuchándola fijamente, duramente; en las sombras, sí, sin entender lo que me dicen, salvo si miro las traducciones en Google; pero esa posición me hizo fuerte e incansable. De todas formas adoro escuchar una canción inglesa o americana que me emocione y no saber lo que me está diciendo. Me parece algo mágico. Eso es impagable.

¿Te consideras dentro de algún tipo de tradición como escritor? En ese caso, ¿Qué estás aportando a esa tradición? A primera toma Ars poética de Sarah Connor parece vanguardista, pero yo lo veo muy enraizado en las líneas que cultivaron gentes como Cela, Umbral… Pavese, quizá, al que citas en un momento…

Cela, Umbral, Vilas, Iván Rojo, Whitman, Valle-Inclán, W. Stevens, E. Dickinson, Quevedo, Rimbaud, El arcipreste de Hita, La Zowi, mi padre, y cosas ajenas a este mundo. Soy esclavo de toda esta gente. Lo que puedo haber aportado a esa “tradición”, o lo que me gustaría de verdad es meterle el corazón y la fuerza y el desastre que llevo de serie para hacerla saltar por los aires. Luego dedicarme a recoger los pedazos para hacerme un cinturón como Dios manda, una cadenita de la Virgen, y para reconstruirme una buena quijada.

También me resulta un libro panteísta, digamos, como si todo fuera un milagro de dioses floreciendo. Eso pese a que el tono es bíblico, grande, ardiente (aunque sea con mucho humor)… Analizando la formulación del libro, su canto, por decirlo así, se nota un elemento bíblico y otro circular/permutativo. Es como si fuese una sucesión de salmos que se van modificando una y otra vez hasta crear una masa significativa por adición constante. Una especie de rosario mutante. Hay pues, para mí, una triple cara paganista/cristiana/judaica en el orden mismo de lo escrito. De hecho me acordé varias veces del Fernando Alfaro de los primeros Surfin’ Bichos, que mezclaba mucho elemento bíblico feroz.

Sí. Surfin’ me llegaron a gustar tanto que me aterraban. Y la Biblia, casi la tuve que dejar de leer porque era la de la familia (el único libro que había en casa) y la tenía subrayada prácticamente toda. Sí, puede que Sarah Connor tenga algo pagano con una aureola cristiana cruzada de judaísmo alucinante y grave, y yo creo que envolviéndolo todo, enredado en todo, y soplando sobre todo eso, también mucho rollo contemplativo a lo puramente moro. Una yihad dando frutos. Un laberinto, un fragor de enunciaciones y anunciaciones más o menos extremo y lírico.   

Decía Stevenson una perogrullada que me parece cierta: que “el problema de la novela es la extensión”. Estuve pensando en lo difícil que debió ser el mantener la tensión durante casi doscientas páginas (porque el libro empieza arriba y ya no baja nunca). Vi un par de momentos en los que te deslizabas hacia una sentimentalidad más clara, pero enseguida retomabas el pulso…

Procuro que todo sea grano. También eso puede cansar, pero intenté que cada frase tuviera la suficiente sustancia para que eso no sucediera. El apetito que me mueve, cuando escribo y en el amor, es ese. Busco algo que pueda existir deliciosamente y con la menor paja posible. El proceso fue bastante de filtración y pulido. Releer y releer lo de uno, para lograr eso, es un auténtico coñazo, por otra parte. Pero necesario.

Eres muy hábil señalando lo significativo que se nos escapa; esas cosas que vemos cada día y cuya cualidad poética intuimos pero rara vez sabemos definir. Un ejemplo entre muchos: cuando hablas del letrero de un hotel al que le falta la H… OTEL (“a todos lados voy con esas cuatro letras dentro de mi cabeza, porque es la única ley que conozco”). ¿Anotas ese tipo de cosas sobre la marcha –como yo, que acabo con los bolsillos llenos de papelitos– o son ideas que aparecen de otro modo? ¿Tienes algún tipo de sistemática sobre el detalle? ¿Eres metódico?

Bueno, cuando estoy escribiendo, me van apareciendo las imágenes. Tuve mi época de los papelitos, pero ahora, cuando disparo, me suele pillar en plena refriega. Esa imagen del letrero es la que se veía desde la cama de mi internado en Puebla de Sanabria (Zamora) por la ventana de aquella habitación que compartía con otros cinco compañeros. La miraba hasta quedarme dormido. La vi cada noche durante cinco años. Nunca me cambiaron de cama, nuca me cambiaron de habitación, nunca le pusieron la luz de la letra al letrero. Parecía yo un francotirador abotargado y puntual. Tal vez poseído. No me movía, casi no respiraba. Ese era yo. Ese sigo siendo yo. Y ese letrero con la letra H que le faltaba, va conmigo donde yo vaya. Es metódico. Y yo soy metódico. Y yo entendía aquella palabra coja. Creo que yo soy esa H ida. Tal vez su reencarnación. Su hijo. Su niño para siempre. Su príncipe blanco.

¿Cómo sientes la profesión de escritor? En mi caso ya lo tengo tan integrado que nunca creo que deje de hacerlo nunca; se ha hecho consustancial, sanguíneo. Pero al mismo tiempo lo he ido viendo progresivamente como menos importante. Ahora me parece una función orgánica no en exceso divertida, una manía. Hay una exigencia sobre la escritura y de la escritura sobre mí que ha acabado por saturarme.

Lo mío es vicio puro y duro. Mi trabajo oficial me permite mucho tiempo libre, y si no dedicara una buena parte a escribir no sabría muy bien qué hacer. Yo no lo veo como una exigencia. Yo escribo para no aburrirme. Me parece más bien una lucha con todo. Y no me produce sufrimiento. De hecho, me encanta cuando estoy metido a tumba abierta en un nuevo texto o poema. Medio me empalmo. La escritura es mi zorra solitaria. 

¿Cuál es la influencia del cine en el modo en el que narras? En cierto modo trabajas un tipo de superposición muy cinematográfica. 

Sí, estoy seguro que tiene influencia en lo que hago, pero no sé exactamente cómo ni en qué. Tal vez en la yuxtaposición de imágenes del aquel primer cine mudo soviético. El cine es como mi cuna. Y no hay vuelta atrás. Antes de leer yo veía cine, lo típico. Veía cine, y sin albergar dudas de lo que tenía delante. Los actores son nuestra alma. Ellos lo dan todo por todos nosotros. Ese es el misterioso juramento que a lo mejor nunca hicieron pero del que estoy seguro. Creo en él. Me sigue gustando acabar tirado en los cines. Yo estoy con ellos. De niño, cuando fui a ver mi primera peli, era sesión doble en el barrio de Las Vegas, a las afuera de Avilés. Daban Tiburón y La historia interminable. Me transformó. Por el tamaño. Ya había visto muchas por la tele. Pero lo del tamaño importa. Lo vi claro. El cine es una cadena a la que nunca podremos sobrevivir. Es la grandeza prometida. Es nuestra madre y nuestra cuna. Creo que podría conquistar a Dios. Recuerdo que yo no quería ser el pedazo tiburón ni el perro que volaba de la otra, ni el director, ni los actores, ni la sala. Quería ser una mezcla de los que fumaban allí en la sala (porque ya estaban en la edad de fumar) y el CINE en mayúsculas. Yo quería ser Panini y el cine todo. Y echar humo. El cine me pareció una pista misteriosa. Y la seguí.  

Hay dos momentos en los cuales te recreas en el análisis de elementos fílmicos. Uno, cuando prácticamente cuentas la peli The Devil All the Time. ¿Qué te atrajo de ella? ¿Hay un paralelismo entre esa América fanática y oscura y la España tuya? El otro momento –hilarante– es cuando vas analizando a los cantantes del video colectivo de “We Are the World”, con esa capacidad de definir a alguien en dos trazos, muy aguda. La pregunta es similar: ¿Por qué ese elemento, ese momento?

El diablo a todas horas me gustó como libro, en su día. Y la peli me pareció todo un regalo por parte de Netflix. Es producción propia. Me encantó. Netflix es mejor que toda la Humanidad junta. No mereceríamos Netflix ni en mil vidas. Hay una diferencia insondable entre lo que nos da y lo que nosotros le ofrecemos a cambio. La película me parece que le hace justicia al libro de sobra. Es estupenda. Y se me ocurrió contar en unos cuantos trazos la peli como si se la estuviera contando a un colega. En cuanto a los posibles paralelismos de esa zona de USA con mi pueblo, tal vez sean la hierba, los cardos, los ajusticiamientos, los desbarres sentimentales, las frases hechas muriendo y resucitando por nosotros cada día… cosas así. En cuanto a la canción de Michael Jackson, me pareció y me sigue pareciendo una pasada. Yo era bastante niño y decían que lo que sacaran con ella se lo iban a mandar a los niños de África, pero me pareció tan emocionante su ritmo, su melodía, su estribillo y todas aquellas estrellas, que me olvidé de los niños y de toda África. Hambre es la que me daba a mí oírla. Esa canción fue un pilar de mi infancia. Casi a la altura de la que representó la de “Que canten los niños” de Perales.  

El libro me parece -entre otras muchas cosas- un poema. Y un ajuste de cuentas (aunque todos los poemas lo son, supongo). Si fuera así, ¿con qué y quién tratas de ajustar cuentas?

Con Manolo.

También me parece una reflexión sobre la identidad y sobre cuáles son los elementos subliminales de nuestra identidad particular y colectiva…

Bueno, el narrador le habla a Manolo el del Bombo (un tótem), y en la segunda frase del libro, el tipo que habla, adelanta, a las primeras de cambio, que se define como que él es el mismísimo Mileniarismo de Arrabal (un acontecimiento histórico y cuasi geológico de este país). Y dice que ya llegó. Que ya está aquí. Un mito se dirige a otro mito y entre medias nace un compromiso disfrazado de bella ilusión “conversacional”. Una identidad que interactúa como artefacto literario, desarrollado a partir de una colectividad compuesta únicamente por los dos entes mencionados. Dos flipados.

¿Vienes de un entorno literario? ¿Cómo empezó a interesarte escribir? En mi casa por ejemplo se leía mucho y había una especie de percepción del literato como una de las cosas más grandes que se podían ser. Aunque luego cuando empecé a escribir todo el mundo receló, porque no ignoraban que el literato solía ser también un muerto de hambre…

Qué va. En mi casa nadie cogía un libro, porque no había, y la Biblia familiar solo la vigilaba y la repasaba yo. Me entusiasmaba y lo sigue haciendo. En sus últimos años, mi padre solo leía el Código Civil y a mi amigo Iván Rojo. Era hermoso. De todas formas, mi primer y más importante contacto con la literatura vino a través de mi padre. De los cuentos que me contaba. Se los inventaba sobre la marcha. Improvisaba para mí. Y siempre me parecieron frescos e inmortales. Vengo, sobre todo, de la tradición oral de mi padre. Creo que nunca me lo he pasado mejor con la literatura que escuchando sus aventuras. Casi siempre eran cosas de cuando era niño, y lo mejor es que se inventaba la mitad. Y nunca repitió ninguna historia. Fue en séptimo de EGB cuando empecé a darle a esto de escribir. El director del colegio de Puebla de Sanabria, que también era el profesor de literatura, se puso malo y murió. Se llamaba don José. Y resulta que vino de sustituto un maestro muy joven de Zamora, don Gerardo. El primer día pidió en clase que todos escribiéramos un cuento para el día siguiente. Por la mañana nos dedicamos toda la hora a leerlos. Los que más le interesaron fueron el de mi amigo Jose y el mío. Pues bien, desde ese día nos mandó escribir un cuento todos los días, para leerlos mi amigo y yo al final de la clase del día siguiente. Jose y yo estábamos flipados con los libros juveniles aquellos de los Tres Investigadores. De hecho, llegó un momento en el que el resto de la clase, cuando venía mensualmente el Bibliobús, pillaban cada uno un libro de esa colección para que los leyéramos nosotros. Ellos pasaban. Claro, en un año nos leímos toda la colección, que eran unos 50 libros. Total, que ahora que publico prácticamente todos los días en Facebook cosas que escribo el día antes, sigo en el mismo plan que por entonces. No lo había previsto pero así es. La cosa sigue igual. Aquí estoy haciendo lo mismo que hacía en EGB. Nada ha cambiado. Bueno, sí, lo que ha cambiado es que mi narrador favorito, mi padre Manolo, murió el pasado San Fermín. 

¿Qué escritores españoles de ahora consideras necesarios?

Iván Rojo, Domingo Sánchez Blanco, Daniel Macías Díaz, Rafa Sanz, Bernat Murcia, Iván Onia Valero, Jorge Barco, David Vegue, el Vilas, C. Tangana, Chill Mafia, Ben Yart, Rosalía, Diego Sánchez Aguilar, Jesús Tíscar, La Zowi. Cualquier letra de la Zowi me llega más que todo García Montero.

Por último, cuéntame lo de ese combate de poetas a puño limpio. Me pareció una idea absolutamente perfecta.

Una hermosura. Fue en el 2007. La gente de una revista para la que escribíamos la gente de Salamanca, que se llamaba Mombasa, decidieron hacer un combate entre poetas, en plan pelea de gallos, con rimas y esas cosas. Cuando me plantearon participar yo, medio de broma, dije que si no era a hostias a mí no me interesaba. Pues nada, pillaron la idea y la llevaron a cabo. Llenaron la ciudad de cartelones y nos dimos de hostias. Yo peleaba contra Gonzalo Escarpa. Y Ben Clark contra David Trashumante. Se celebró en el espacio de arte contemporáneo El Gallo, allí en la Gran Vía salmantina, auspiciados por el gurú ibérico y buen poeta y artista destroyer Domingo Sánchez Blanco, dueño del local, y retransmitido en vivo y en directo en el Moderno, mítico pub de Salamanca, que está al pie. Es lo más famoso que haré en toda mi vida. La final iba a ser en Madrid, pero los de la federación de boxeo amenazaron con denunciarnos por no estar federados y esas chorradas, y nunca se llegó a celebrar la velada. Una pena////PACO

Si llegaste hasta acá esperamos que te haya gustado lo que leíste. A diferencia de los grandes medios, en #PACO apostamos por mantenernos independientes. No recibimos dinero ni publicidad de ninguna organización pública o privada. Nuestra única fuente de ingresos son ustedes, los lectores. Este es nuestro modelo. Si querés apoyarnos, te invitamos a suscribirte con la opción que más te convenga. Poco para vos, mucho para nosotros.