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Mi primera lectura de Edipo Rey, hacia 1986, me dejó una impresión definida que persiste hasta el día de hoy y que se ha manifestado de distintas maneras, a veces en el curso de alguna lectura, otras en imágenes gozosas de duermevela y hasta en algunas frustradas tentativas conceptuales. Pero estas siempre discurren en torno de la presencia de la esfinge en las cercanías de la ciudad de Tebas, su aparición inexplicable, su canto hipnótico o, también, cierto sentimiento que ha llegado a resultarme familiar; el del pesar y la extrañeza de los tebanos que sufren una forma de cautividad vaga pero implacable: cada uno se encuentra, sin razón que lo justifique o lo impugne, bajo la amenaza de, sin saber cuándo, dónde o siquiera si sucederá, ser conminado a resolver un enigma desconocido, un enigma que acaso sospechan irresoluble a la vez que lo saben parte de un juego que decide entre vida y muerte.  La esfinge los espera al costado de cualquier sendero y elige —¿al azar?— entre los caminantes a cuál de ellos aparecerse y proponer su adivinanza. Sabemos que frente a este desafío el silencio o una respuesta errónea significan una muerte inmediata. La ‘cruel cantora’ —así la llamó Sófocles— estrangula y devora a los ignorantes.

Durante las últimas semanas de este año de pandemia, algunas figuras del mito y del drama de Edipo han vuelto a mi imaginación con especial insistencia. Encuentro algunos elementos de estos relatos que parecieran señalarnos a nosotros, nuestro tiempo, nuestra ‘ciudad’ que hoy es el mundo con sus países, sus urbes, sus multitudes abrumadas, confinadas bajo la amenaza vaga pero mortal de la peste. Hay elementos en común, por ejemplo el afán de saber, de encontrar respuestas que pudieran, tal vez, ayudarnos a mitigar la incertidumbre frente esta crasa evidencia de nuestra finitud; preguntas que todos podemos hacernos, de manera explícita o no: “¿Por qué la peste?”, “¿De dónde nos viene esto?”, “¿Por qué ahora y no antes o mañana?”, “¿Cómo será mañana?”, “¿Es injusto?”, “¿Es justo?”. Como nosotros, los tebanos también se hicieron preguntas y buscaron respuestas. Sin más, recordemos que Layo, rey de Tebas, es asesinado por Edipo mientras se dirige hacia el oráculo que ha de revelarle la razón del acecho de aquella criatura nefasta. 

También juego con alguna analogía sugestiva entre aquella historia y la nuestra: una amenaza difusa que se extiende y fluctúa según lógicas o designios oscuros, desconocidos aún, difíciles de prever, siquiera en la mínima medida que nos permitiera esperar reapropiarnos de nuestro destino. Una amenaza que puede cumplirse en cualquier lugar, para cualquiera de nosotros; le tememos y eso se nota en los cambios en nuestras conductas privadas o sociales, pero es ella quien parece elegir a quién salirle al encuentro y con qué consecuencias. “¿Por qué la esfinge?”. La muerte de Layo deja a los tebanos sin respuesta. Nosotros, sin embargo, contamos con textos que parecen aclarar la cuestión. Si bien proliferan las versiones en cuanto al mito de Edipo y la esfinge, podemos señalar como uno de sus elementos más constantes el que atribuye la aparición de ésta a un mandato de Hera, hermana y esposa de Zeus, deidad conocida por su administración celosa e inexorable del castigo a las faltas cometidas por dioses y mortales.

Estos son los hechos: mucho antes del nacimiento de su primogénito, Layo había concurrido a los juegos celebratorios de Nemea junto a un joven prominente del reino de Pisa, de nombre Crisipo, que le había sido confiado como escolta. Dueño de cierta belleza afeminada y de maneras dulces el muchacho había encendido la lujuria del tebano con una intensidad tal que, para saciarse, tras seducirlo no pudo sino raptarlo manteniéndolo cautivo en palacio durante largo tiempo. Ya en conocimiento de estos actos injustos Hera, envía de inmediato a la esfinge —hembra monstruosa nacida de Equidna y de Cartro, perro infernal—, para escarmiento de Layo y sus súbditos que al parecer toleraron aquella conducta.  La sentencia de la diosa es inapelable, se impone sin más fundamento o admonición que su imposición misma, sin más: en adelante estará la esfinge con el tormento de sus enigmas, como si nunca hubiera podido ocurrir otra cosa. La incertidumbre, las preguntas sin respuesta, son entonces un elemento vivo y penetrante de esta penitencia. Imagino a los tebanos: caminan cabizbajos, vacilantes, arrastrando sus pies, en tanto abrumados se preguntan “¿Por qué la esfinge?”, “¿De dónde nos viene?”, “¿Es justo?”. 

Pero el mito y la tragedia no son ajenos al género policial, gustan de los ardides, siempre quieren y atraen la sospecha. Si bien la pieza de Sófocles da por supuesta toda la genealogía olímpica de estos hechos para concentrar la acción en las últimas escasas horas del reinado de Edipo sobre Tebas, ambos relatos, sin mostrarla, nos insinúan una pista de lo que puede haber constituido un engaño magistral urdido por las deidades. Todos sabemos del enigma predilecto de la esfinge: 

            “¿Cuál es el ser de una sola voz que es más débil en tanto tiene más pies y se torna más fuerte en tanto tiene menos?”. 

Ahora bien, cabe preguntarse ¿cómo es que esa información ha llegado a nosotros? Salvo Edipo, ningún tebano entre los desafiados con este acertijo pudo comunicarla ya que todos murieron asesinados de inmediato por la cantora.  No es un misterio, sabemos que la fuente de esa información es Edipo, insospechado hijo y asesino de Layo. Él ha resuelto el enigma y eliminado al monstruo. Ha vivido para contarlo pero esta certeza deja lugar al menos a otras cuatro preguntas y una observación. En primer lugar: hasta la llegada de Edipo a la ciudad, ¿cómo sabían los tebanos que la esfinge proponía un juego y que éste consistía en una adivinanza? Ni el mito ni la tragedia lo consignan. Por otra parte: cuando la cantora se presenta ante Edipo, ¿ignoraba a quién estaba interrogando, siendo efectivamente ella misma la ejecutora de la condena sobre Tebas? Es difícil aceptar eso, más aún si se piensa que en ello le iba la vida. En tercer lugar: ¿se trataba siempre del mismo enigma, propuesto una y otra vez a los caminantes o formuló uno —el único que conocemos—, dirigido exclusivamente a Edipo para que éste lo resolviera? Además, por plantear una variante plausible: ¿asesina la esfinge solamente a los ineptos o se permite también acabar con alguno que pudiera haber dado con la solución del acertijo?

No quedan testigos, no podemos saberlo. Pero, de hecho, cabe señalar que la repetición de la adivinanza a uno y otro caminante, siempre con el mismo resultado, no incide realmente sobre la calidad del castigo impartido a los tebanos. Hubiese sido suficiente con hacerse encontrar de tanto en tanto por algún desgraciado y acabar con él sin más ceremonia, escarmentando a los paisanos con una colección de muertes sin motivo comprensible. A Hera o a la esfinge les hubiese bastado con propagar el rumor acerca de cierto enigma que cualquier tebano podría verse obligado a resolver para salvarse de una muerte monstruosa. Y entretanto esperar a Edipo… Éste es el único testigo que nos refiere el acertijo y su solución que, según declara le había sido revelada en sueños, lo cual, a mi juicio, certifica la rectitud del testimonio. Pero bajo esta hipótesis: él es precisamente la víctima directa del engaño magistral de Hera y de la esfinge que están resueltas a descargar sobre la ciudad un castigo cuya severidad nadie sospecha. La resolución del enigma le granjea a Edipo el amor y la gratitud de los tebanos, por ello es ungido Rey. Esto es, sin saberlo él ni el resto de los tebanos, la ciudad consagra al parricida como digno sucesor de la víctima; en el reino y en el tálamo.

Es claro que ni siquiera la ignorancia puede excusar estas acciones. La injusticia es tal que el castigo no puede guardar dimensiones humanas. Y ciertamente nada hace prever que la pena tenga un final ya que, mediante aquella estratagema, el acecho de la esfinge y el afán de los tebanos por volver a adueñarse de su destino, mueven en secreto acciones que merecerán un castigo aún mayor. En otras palabras: una pena cuya finalidad no es el reencauzamiento de la vida en el curso de las leyes sino la de conducir ella misma a otra pena, bien puede ser el inicio de una sucesión sin final.  Como sabemos, desde la desaparición de la esfinge y el coronamiento de Edipo, en adelante la ciudad será asediada por la peste. Una y otra vez he intentado hacerme con una idea de la voz de la cantora al dirigirse a los caminantes. La imagino susurrante, indiferente, tal vez dulce; no pronuncia la pregunta sino que parece contenerla, como los sueños contienen verdad. Pero los mitos, las ensoñaciones, las imágenes quiméricas o alguna vaga sospecha policial son argumentos demasiado débiles para dar con respuestas que puedan fortalecerlo a uno entre la incertidumbre y los pesares por los que transita en el tiempo de la pandemia.

Si la acción o la palabra correcta pudiera sernos revelada en sueños, como a Edipo la solución del enigma… Pero su testimonio por demás fidedigno nos advierte acerca de la necesidad de ser cautos: la revelada respuesta triunfal, de hecho, significa su perdición junto con la de la ciudad. Si los sueños pueden mostrarnos las respuestas, resulta decisiva nuestra aptitud como huéspedes a la vez que actores de los nuestros. Actuamos los sueños cuando se apoderan de nosotros y somos acogidos en su mundo, es actuando —interpretando— en ese escenario que algo en nosotros, les confiere forma poniendo verdad en ellos. El soñador ha de ser sagaz pero también debe saber esperar —acaso indefinidamente— la señal adecuada. Edipo fue un soñador ingenuo al mutilar el poder revelador de sus propias palabras o imágenes. No supo o no quiso esperar una respuesta más penetrante. Tampoco supo o quiso entender que los sueños, las palabras, las tragedias, los mitos, inclusive cualquier construcción argumentativa, débil o eficaz, siempre continúan y son continuados por otros sueños, por otros textos, en otro tiempo, en otras ciudades////PACO

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