Por Sofía Mercader
I
Los griegos no llamaban al arte “arte”, sino que utilizaban un sintagma que refleja de mejor modo la cosmovisión helenística: mimetiké téchne (algo así como técnica de la imitación o mímesis). El arte no debía ser sino que directamente era “imitación” de la naturaleza. Si bien a partir de la modernidad la definición de arte va a ir modificándose, aún Kant considera que arte y naturaleza no son (no pueden ser) dos esferas escindidas por completo, la unión de ambos polos, o la muestra de que forman parte de lo mismo (del espíritu absoluto) vendría con las teorizaciones de Hegel.
II
La obra de Ron Mueck parece indicarnos algo de esa obstinación del ser humano por imitar la naturaleza, pero con un perfeccionamiento técnico de enormes dimensiones, una hiperespecialización de la mímesis. Lo que los historiadores del arte han llamado hiperrealismo. Lo primero que capta la atención de quien contempla la obra de Mueck es la completa exactitud con que están hechos los cuerpos, las caras, las manos. Nada es azaroso en esas figuras de la naturaleza: las arrugas del contorno de los ojos, los pequeños vellos salientes de una barba cortada hace algunos días, los poros de la nariz, la expresión de unos párpados cansados, las uñas de unos pies percudidos en miles de pequeños pliegues, las venas azules apenas visibles a través de una piel blancuzca; todos esos detalles están tan perfectamente expuestos que parece que no hay ningún tipo de mediación por parte del artista entre el objeto y el que observa. El autor se transforma en ese Dios que explica cada pequeño detalle del ser humano.
III
Contemplar las figuras obsesivamente construidas por Mueck es un acto que se realiza con una inusitada naturalidad. Los abuelos acostados en traje de baño, con la sombrilla erguida sobre ellos, todo en tamaño extrahumano, no generan impresión: uno mira los ojos del abuelo esperando encontrar algo monstruoso o macabro, pero no hay nada de eso, no hay concesiones a lo onírico, a los disruptivo o a alguna situación escabrosa; es más bien algo que sorprende por lo cercano y natural. Los personajes son tan humanamente expresivos que parecen más bien protagonistas de una vida cotidiana de imágenes congeladas y exhibidas en un atril. Es como si no hubiera nada que interpretar. Como si todo el simbolismo posible estuviera expuesto sobre la pieza: no hay nada que descubrir detrás de la obra.
IV
Hay una conexión entre la obra de Mueck y los modos en que el hombre contemporáneo se percibe a sí mismo. La exhaustiva descripción de los mínimos detalles (que ya no parecen defectos o virtudes, sino que simplemente son, sin ningún tipo de carga valorativa sobre lo que es un buen estado corporal o uno malo) remiten a las imágenes de alta definición que muestran las piernas de los atletas en movimiento, donde el televidente puede ver cómo los músculos, las venas, los pequeño vellos van moviéndose en cámara lenta; o también a las publicidades de cosmética que muestran en zoom rasgos femeninos “a perfeccionar”. Somos una sociedad intervenida por el detalle humano, atravesada por las imágenes de nosotros mismos: en la publicidad, en la televisión, en las películas, en los diarios, en las revistas. Ron Mueck nos da la posibilidad de vernos una vez más en ese espejo, pero bajo una mirada librada de todo prejuicio valorativo o moral.
V
Si Platón juzgaba que el arte era degradado con respecto a una realidad ya degradada, la obra de Ron Mueck muestra al mismo tiempo que el arte puede ser una imitación no degradada de la realidad: el hombre puede realizarse a sí mismo tal como lo hace el artesano. Pero lo efectúa en un mundo en el que Dios ha muerto, en el cual ya la interpretación es inmanente y no trascendente, un mundo en el cual no hay un más allá de la realidad sensible como tampoco una distancia abismal entre arte y naturaleza. Así, el tercero, el segundo y el primer grado del ser se han vuelto uno //////PACO