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A principios de siglo, un editor porteño me ofreció escribir un libro sobre El Alamein para una colección de batallas de la historia. Acepté y disfruté estudiando la idiosincracia del Afrikakorp y leyendo sobre los generales del Commonwealth que lucharon contra Rommel hasta que finalmente llegó Montgomery. Cuando terminé y entregué, el editor me pasó un manuscrito sobre Stalingrado. Lo había redactado un coronel del Ejército Argentino de nombre Ricardo Muñoz que sabía mucho de armas soviéticas pero no tanto de sintaxis castellana. Reescribí el libro con interés. Años después encontré algunos ejemplares de la colección en una librería de saldos de Corrientes. Los compré y los leí. No me parecieron necesariamente malos. A veces pienso en reescribirlos. O quizás debería llegar un escritor más joven y talentoso y corregirme con amable respeto como yo corregí al Coronel Muñoz.

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En esa época también empecé a comprar una colección de libros titulada El Tercer Reich. Al parecer la editorial española Rombo la había puesto en venta a mediados de las década del 90 para acompañar unos VHS. Primero conseguí los dos tomos dedicados a Stalingrado y los usé de referencia, y después seguí comprando los otros. (Los VHS se vendían por separado y ya eran máquinas obsoletas. Igual compré algunos y todavía los tengo cerrados en el celofán original.) De los cincuenta libros que forman El Tercer Reich tengo cuarenta y dos. Los títulos son muy seductores: Bajo el talón del conquistador, Un sueño perverso, El camino de Stalingrado, Guerra en alta mar, El centro de la telaraña, La conquista de los Balcanes. El material fotográfico y los mapas me resulta excelente y se disfruta el estilo informativo y directo de los textos.

También compré, en ese momento, algunos libros de una colección similar que se llamaba La Segunda Guerra Mundial. Pero más ecuánimes, más generales, más pálidos, no resultaban tan seductores. De hecho, a medida que iba completando El Tercer Reich me daba cuenta que cada tomo tenía una característica fundamental y perturbadora: los diseños de tapa y portada eran negros y brillantes, con vivos en rojo y tipografía blanca. Cuando los manipulaba y los leía a veces tenía la sensación de estar en contacto con un artefacto fabricado por las SS. Todavía me pasa.

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A la conocida Enciclopedia Británica que leía Borges es posible enfrentarle otras enciclopedias, siempre más modestas pero no por eso menos sensuales, influyentes y clarificadoras. Todos los escritores transitan el momento de la divulgación. Nadie accede ni en el siglo XX, ni mucho menos en este siglo, directamente al “original.” Todos conocemos Moby Dick y el Quijote antes de leer una sola palabra de Melville o de Cervantes. Con la historia, salvando algunas diferencias emotivas y mecánicas, sucede algo similar. La educación formal se ocupa de esta fertilización pero también la biblioteca familiar, la industria del entretenimiento y hoy, Internet. De mi biografía puedo citar los polvorientos tomos de Lo sé todo, una enciclopedia infantojuvenil de origen italiano que marcaron a muchos lectores argentinos. Por su ingenuidad, su disposición gráfica, sus ilustraciones y la yuxtaposición arbitraria de sus contenidos, Lo sé todo parecía sacada de un universo paralelo congelado para siempre en la década del 50.

Recordando mis tardes leyendo Lo sé todo y repasando los libros de El Tercer Reich llego a la conclusión de que, desde los fascículos de Mecánica Popular hasta los libros serializados de jardinería pasando por los diccionarios etimológicos, toda obra de referencia que no sea la Enciclopedia Británica es una enciclopedia arlteana. En esa línea de las otras enciclopedias, El Tercer Reich editado por Rombo fue y es para mí una inspiración constante. La leo y quiero escribir. Responder por qué me cuesta. El entramado familiar y afectivo se mezcla con el rechazo de la corrección política, la historia se mezcla con la crueldad y el honor, la política con el espectáculo y la muerte. Pero a setenta años del final de la Segunda Guerra podemos decir que el nazismo está en el centro narrativo del siglo XX, haciendo muchas preguntas sobre los procesos de la modernidad que todavía no tienen respuesta.

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(Hace poco Diego Vecino visitó el sudeste asiático y trajo un recorte de diario donde el embajador coreano en Camboya revisaba su pasado como militante contra las políticas modernizadoras de Park Jung-hee. El suelto decía: “We wanted more transparency, democracy. But right now I´m over 50 years-old – now I can say that all the leaders in the past have a bright side and a darl side. We cannot say unilaterally what they were. My former presidente Park Jung-hee contributed [to the development of South Korea]. So we should honor him for this contribution to the develompent.” Posiblemente se trate de una formalidad diplomática pero Vecino me señaló la simpleza con que se expresaba la dicotomía. Parece una excentricidad citar ese fragmento, y es probable que lo sea, pero apenas lo leí pensé en cómo la Alemania de los años 30 había llevado esa tensión, la que presenta desarrollo versus libertades personales, a un inédito y absurdo nivel de crueldad. El conflicto, en todo caso, latente o expresado, está lejos de haber sido resuelto, y atraviesa, desafía y complejiza nuestras ideas sobre sociedad y política.)

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Borges decía que para saber cómo iba a ser la literatura del futuro había que imaginar cómo se iba a leer. La frase, inteligente, admite variaciones. Para saber sobre la literatura del futuro, también sirve imaginar cómo será el sexo, o el trabajo, o el lujo, o el dinero, o la tecnología. La forma en que el hombre hará la guerra no puede eximirse de la lista. La historia nos muestra con énfasis que nuestras armas y nuestras batallas define la forma en que leemos y, por lo tanto, la forma de nuestros libros, nuestras sueños más aguerridos y sus indisociables pesadillas.///PACO