Por Nicolás Mavrakis
I
¿Qué se pierde cuando se pierde a alguien? En mi biblioteca hay una sección entera de autobiografías. Bien escritas, la autobiografías reparan en un estado del mundo, en una época y en todo un lenguaje. Mal escritas, son leprosarios literarios. Chimentos baratos, periodismo por otros medios. Casi ninguno de los autores se ocupa demasiado de contar quiénes fueron aquellas personas a las que amaron. En cambio, reflexionan sobre el acto de amar. Una de las frases más simples y hermosas las escribe Margaret Thatcher, sobre su esposo: «Con Denis nunca estuve sola. Qué hombre. Qué marido. Qué amigo». La Dama de Hierro no era de hierro las veinticuatro horas del día. En Memorias de una viuda, un libro correcto y olvidable, Joyce Carol Oates, más elemental, define a su marido Ray, al que le gustaba la jardinería, como un «editor de las cosas vivas».
La pregunta inicial es qué se pierde cuando se pierde a alguien, pero la pregunta definitiva es exactamente la opuesta: ¿qué se gana cuando se pierde a alguien? En general, esta última resulta más masculina que femenina. La sensibilidad femenina, si tal entelequia no ofende a nadie, trabaja la pérdida desde la ausencia y parecería resultarle muy difícil —imposible, a veces— escapar de los ritos del luto y el duelo [i]. La añoranza de lo perdido como forma de lo irreparable y nada más (engranaje de la conciencia peligroso: invertir energías en la reparación de lo irreparable es un motor instantáneo de neurosis infinita). La sensibilidad masculina, en cambio, parece tratar con lo perdido desde un costado distinto. A veces, sin embargo, puede resultar extremadamente melancólico: es el caso de Julian Barnes.
En Niveles de vida, Julian Barnes escribe sobre su esposa Pat Kavanagh: «Tenía treinta y dos cuando nos conocimos, sesenta y dos cuando ella murió. El corazón de mi vida; la vida de mi corazón». Cursi, pero la clase de cursilería que no admite comentario. Julian Barnes escribió Niveles de vida después del fallecimiento de Pat, a la que mató un tumor cerebral que le diagnosticaron treinta y siete días antes. La impresión general no es la de que Julian Barnes no logró nunca superar la muerte de su esposa —nadie resuelve ni repara lo irreparable— sino algo más: Barnes no admite que los demás pretendan que él supere la ausencia. La pena y el dolor —el work of grief— es algo que Barnes necesita refractar sobre los otros para que los otros vivifiquen su irreparabilidad. Esto, como se ocupa de contar Barnes con absoluto patetismo, está más allá de toda lógica formal. «Uno junta a dos personas que no habían sido juntadas antes. Entonces, en cierto punto, antes o después, por una razón u otra, una de esas personas es retirada. Y lo que es retirado resulta más grande que la suma de lo que había antes. Esto puede no resultar matemáticamente posible, pero es emocionalmente posible».
II
Pat Kavanagh tuvo una historia propia. Fue agente literaria de las más grandes figuras literarias, durante su matrimonio tuvo una amante —no un amante, una amante— y su relación comercial y de amistad con el mundo literario londinense significó para Julian Barnes —cuya obra trata, grosso modo, sobre los asuntos del amor y la fidelidad— la necesidad de entablar ciertas batallas personales en nombre de su esposa. Su esposa, sin embargo, la mujer que lo había engañado, lo había distanciado de amigos y también lo había amado, se fue. «Toda historia de amor es potencialmente una historia de dolor», escribe Barnes en Niveles de vida. En algunas declaraciones incluso recalcó que después de la muerte de su esposa había contemplado la posibilidad de suicidarse. ¿Por qué no lo hizo? Porque eso habría significado —según el propio Barnes— una segunda muerte de su esposa, ya que él es su principal recordador.
En el anaquel de las autobiografías, Julian Barnes ocupa un lugar incómodo. Porque, a mi criterio, más allá de una prosa admirable, más allá de una tarea valiosa —Barnes no se quedó llorando por Pat sino que escribió Niveles de vida—, el asunto problemático es que Barnes escribe sobre la muerte de su esposa como si se tratara de la muerte del amor. Y lo que es peor: intenta convencer al resto —a sus amigos durante una cena, mencionando una y otra vez el nombre de su esposa hasta incomodar su pudor— de que, una vez muerta Pat, ha muerto el amor. ¿Qué pasaría con ese deseo de un duelo infinito si en alguna próxima cena del Booker Prize una mujer sensual e inteligente le sonriera a Julian Barnes? ¿Volvería a la mesa donde intentó convencer a sus amigos de que el amor encarnado por siempre en su esposa había muerto para contarles que, bueno, a pesar de todo, acaba de conocer a alguien? ¿Tendría miedo del fantasma de Pat o lo dejaría irse para reconstruir el deseo por un amor y un cuerpo vivos? [ii]
Un cambio de perspectiva. ¿Qué le diría Nicolás Cabré a Julian Barnes? No es un novelista, no es un inglés, no es ni siquiera un contemporáneo de Barnes. ¿Pero quién mejor que él podría comunicarle algo a alguien así sobre la experiencia de seguir adelante cuando se trata de deseos y mujeres? Leo: «Antes de su vuelta, Eugenia Suárez pidió como condición para ir a la productora que no haya prensa para no enfrentarse a preguntas incómodas. Y así fue. La cuidan como oro mientras ella sobrelleva su dolor y tuitea comentarios dulces sobre su beba, fotos de perritos perdidos e imágenes bien bellas de ella misma».
No hay nada malo en los comentarios dulces sobre una beba —aunque creo que Barnes no tuvo hijos con Pat—, ni con los perritos perdidos —Barnes es más primermundista en ese sentido: patrocina una ONG contra la tortura de humanos y otra ONG a favor de la eutanasia de humanos— ni mucho menos con las imágenes bien bellas —la forma en que se retrata la pulsión del deseo— pero también creo que no habría nada de malo en que Nicolás Cabré le diera una palmada a Barnes y le dijera: «Está bien, pero no termina de ser muy masculino…»
III
El modelo de masculinidad del poseedor que avanza sobre lo femenino y lo usufructúa en un gozoso intercambio y sigue adelante probablemente resulte primitivo para la sensibilidad romántica de Julian Barnes. Eso no lo hace menos relevante ni efectivo. Leo: «Es sabido que Cabré se enamora de toda partener bonita que le toca en suerte en cada ficción que hace». Bueno, Harold, ¿acaso las partenaires no se han enamorado también de él? Existe el mito romántico del amor pasional más allá de la muerte, sobre el que Barnes estructura su sensibilidad, y también el mito del amor pasional más acá de la muerte, sobre el que Cabré estructuró un book muy respetado de parejas y amantes.
¿Cuál es el verdadero amor? Con treinta y ocho grados de fiebre, diría que las dos son estrategias respetables y que se cruzan en el mismo punto de atracción. Julian Barnes, blindado contra las sorpresas del tiempo y de la vida en su adoración literaria de la muerte del amor, sin dudas seduce. ¿Qué atrae más que la posibilidad de reparar lo irreparable? ¿Qué mujer con la autoestima necesaria no se creería capaz de recordarle a Barnes que el deseo y el amor no han muerto y que solo ha muerto su esposa? La pulsión de vida es la esencia misma de la atracción.
Nada que cambiar ni corregir —no hay un Otro detrás de nadie, no hay un Olvido, tampoco— sino algo que reparar. Enderezar aquello torcido, para ponerlo en términos sexuales. En el mismo sentido, ¿qué mujer con la autoestima necesaria no se creería capaz de reparar a Cabré y convertirse en aquella que ya no podrá ser abandonada? La web está llena de información y el termómetro marca treinta y ocho seis////PACO
[i] Durante una sesión de psicoanálisis pregunté si después de una separación correspondía hacer un duelo. El psicoanalista respondió: «¿Con quién se quiere batir a duelo?»
[ii] Los triángulos amorosos son tema de la literatura de Barnes.