Terminó el mundial, Argentina fue subcampeón y la sensación general, quizás falsa, es que todo lo que viene va a ser peor. Algunos luchan por volver a imponer su agenda y otros, ciegos, se preguntan cómo amoldarse de nuevo a la rutina. Mientras escribo esto, en Canal 13 un grupo de infantes canta “Brasil, decime qué se siente…” cerca del predio de Ezeiza. No me preocupa que no hayan ido al colegio porque el colegio fue diseñado para aniquilarlos, y después de una tristeza como la de ayer una falta puede estar justificada. Tampoco me parece una paradoja que ese mismo canal haya sido el que más se regodeó ayer en mostrar los incidentes cerca del Obelisco. Nunca pudo encontrar el tono, a pesar de la manipulación burda que la batalla cultural nos entrenó para detectar, había algo que no cuajaba. Era muy raro ver tipos vestidos con la camiseta de la selección, a veces envueltos en una bandera argentina, recibiendo palazos. La policía era criticada, en especial la metropolitana, pero también se justificaba lo necesario de su accionar. La lectura del 13 sobre los disturbios, amparada en el epíteto de “violentos”, hizo su síntoma con la cobertura de Mario Massaccesi. El cronista pasó larguísimos minutos regodeándose con el saqueo a un bar, el Petit Colón. Para referirse a “los violentos” (a veces “los manifestantes”) usaba frases como “muy campantes”, “lo más panchos”, “se prepararon una ensalada y un tostado de jamón y queso”, “sacan chochos una botella de vino”. El momento más disparatado llegó cuando él mismo, guarnecido en algún edificio, le avisaba del saqueo a la policía metropolitana, que dos horas más tarde del inicio de los desmanes desfilaba para la foto sin tener noticias del saqueo. El cronista deseaba estar en el lugar de los saqueadores. Su indignación campechana, más sutil que la de los idiotas de Twitter, invocaba menos al orden que a la celebración. Mientras “casa” (la tele pública) mostraba un documental de Lula, los medios de Brasil interpretaban que Argentina no había podido aguantar la derrota.

Este mundial hermoso terminó con esas imágenes. Ignoro si los desmanes fueron preparados, pero ese quilombo en el Obelisco, con un grupo de autistas festejando una derrota en una parada de Metrobús mientras la policía tiraba gases y recibía piedras, el retorno cansino de los turistas desde Río de Janeiro y el estupor de los jugadores millonarios por los desmanes, es un jirón de un futuro posible tras la excepcionalidad que sólo puede conseguir un Mundial. Como si algo muy real, muy político que latía debajo de la piel hubiera supurado por encima del relato del campeonismo moral que se impone de a poco. Una falla en la matriz.

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El equipo argentino superó las expectativas y jugó la final de un modo digno, con un planteo táctico muy inteligente. Es una hazaña que debe ser celebrada y agradecida. Mascherano, de un inicio de campeonato impreciso, se fue convirtiendo en el estandarte de una selección que jugó con el corazón en la mano pero también con un orden táctico que pocas veces habíamos tenido. La pax sabelliana entre los caprichos de los jugadores y su claridad conceptual para leer el juego dio todo lo que podía dar. Ayudado por las lesiones y el mundial vergonzoso que hizo Sergio Agüero, Sabella logró construir un bloque defensivo y de administración de los minutos que, con el sacrificio y la grandeza Mascherano, pudo haber ganado la final. Tibio y repetitivo en sus declaraciones, gentil y educado en los modales del progresismo blanco, Sabella fue en realidad un viejo zorro que supo sobreponerse a todos los errores y adversidades y sacar lo mejor de los materiales que tenía. Merece otra oportunidad: ojalá que lo comprenda y esté a la altura de la historia.

Algo para celebrar es que este mundial significó la muerte del menottismo waka waka que había reverdecido en Sudáfrica 2010. En Brasil 2014 caducó la invocación a la Holanda del 74 y el fútbol total, una manera de encubrir prejuicios aristocratizantes y decadentistas propios de una cosmovisión esteticista y conservadora, cuyo anverso está dado por la burda simplificación del resultadismo. La belleza del fútbol total se convierte en un trauma para los holandeses. Una identidad futbolística no se puede sostener en el tiempo con ese tipo de planteos, y el triunfo de España no fue más que una excepción histórica cuyos resultados a mediano plazo estuvieron demostrados en la performance española en este mundial. Holanda tuvo un planteo defensivo y ordenado, Brasil tuvo un planteo defensivo y caótico, Argentina tuvo un planteo defensivo al que le fallaron los atacantes, y Alemania tuvo un planteo defensivo, casi sin delanteros al inicio del mundial, que funcionó en base a la perfecta organicidad interna del sistema. La belleza en el fútbol está dada por la improvisación dentro de la organicidad y no por el lirismo permanente. La épica de los derrotados en el fútbol, que es una narrativa organizada en torno al éxito, desnudó su condición de prejuicio de clase.

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Otro hecho saludable es la tremenda herida narcisista sufrida por Brasil. El equipo brasilero perdió al a mi juicio mejor jugador de mundial, Neymar, en una instancia clave y desnudó lo que era: una murga de jugadores limitados y psicológicamente desequilibrados que fueron devorados por el fantasma de la historia y de una modernización capitalista fracasada y corrupta. Es probable que Scolari se haya equivocado al no llevar a Ronaldinho o a Robinho, pero el problema no fue Scolari. Brasil renunció a su componente plebeyo, metió tres volantes de marca y se creyó que había aprendido a defender. Error: no leer la coyuntura, a diferencia de lo que ocurrió con Argentina, lo hizo terminar hundido en los más profundo de un agujero negro donde lo irreal de ese 7 a 1 materializó la implosión de un equipo que creía que se podía ganar el mundial sólo con el pedigree y el apoyo del público.  Lo que le jugaba a favor terminó jugándole en contra. La imagen de Hulk, su físico deforme de esteroides combinado con su modo de encarar brasilero y torpe a la vez, y la soberbia y la impericia del tribunero Fred sintetizan esta imagen desgraciada de un país sin dignidad, al que la mística se le volvió en contra y lo dejó en escombros. Brasil no sólo fue goleado por Alemania, también fue goleado por Holanda. El la víspera a la final, vi unos documentales sobre mundiales anteriores. Nunca, ningún país campeón del mundo se había pintado o puesto las camisetas de otros equipos. Hay algo lábil y teatral en ese gesto que también explica las imposibilidades y las gallineadas históricas brasileñas.

Argentina, por su parte, encontró jugadores en varias posiciones clave. Marcos Rojo, más allá de sus altibajos, puso el corazón y tras las dudas generalizadas pre-mundial parece ser un marcador de punta izquierdo digno que puede llegar al 2018. Lo mismo sucede con Enzo Pérez, de mundial más que correcto, y con Ezequiel Garay, a mi juicio el jugador más regular del equipo. Mascherano llegó al podio de ídolo, y quizás hubiera sido acompañado por Di María, de un crecimiento similar tras floja primera ronda, que por desgracia fundió biela después de jugar un millón de partidos en el Real Madrid. La delantera, en cambio, fue una sombra. O fue convirtiéndose en una sombra. Jamás existió esa sensación de que Argentina en cualquier momento hacía un gol. Es raro que un equipo que llega a la final no deje imágenes memorables. Los goles de Messi a Bosnia, Nigeria o Irán, el de Di María a Suiza, el de Higuaín a Bélgica, parecen haber ocurrido hace mucho tiempo. Cuando tuvo que aparecer, la delantera argentina se borró. Messi fue un héroe sin pathos cuya diletancia fue impregnando a todo el equipo. A nivel selecciones, es menos que Caniggia o que Batistuta, y ese balón de oro fue más un castigo que otra cosa. No tiene sentido culparlo, hay que ponerlo en su lugar, es un buen jugador que ganó muchas cosas en Barcelona y en la selección perdió una final sin aparecer. Es imposible medir si alguien o un equipo puso todo: lo que se juzga es el temperamento, el carácter. Mascherano lo tuvo, Messi no. Compararlo a esta altura con Maradona ya es no sólo una injusticia histórica sino también una falta de respeto, es como comparar un auto a control remoto con la chata que te salvó la vida durante una inundación. Higuaín erró el gol que no podía errar. Agüero y Palacio hicieron todo mal. Lavezzi puso ganas y jugó una gran final a pesar de ser un jugador, como Palacio, de una jerarquía inferior. Pero lo cierto es que al Masterplan de Sabella le falló la pólvora en las instancias finales y por eso no fuimos campeones del mundo. Alemania cometió dos errores que le hicieron merecer la derrota y le perdonamos la vida. Argentina cometió medio error y no nos perdonaron.

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Cuando escuché la canción “Brasil, decime que se siente…” por primera vez me pareció que anticipaba una derrota pese a su efectividad. La canción es pegadiza y tiene cierta picardía, pero evoca un partido de un mundial donde salimos segundos y además es falsa, porque Brasil nos ganó más partidos de los que les ganamos, y Pelé tuvo quizás menos talento y menos corazón que Maradona, pero no se puede decir que es “menos grande”, porque ganó tres mundiales y Maradona uno. Que los brasileños se hayan traumado con esta provocación estúpida hecha para chicos de primaria los confirma como lo que son, un país hermoso de grandes jugadores pero al mismo tiempo horrendo y carente de tragedia. Más allá de las limitaciones del periodismo deportivo que discute moralidades sin aclarar su sistema de valores, que discute política eludiendo el problema de lo colectivo, que discute negocios siendo el eslabón más subordinado del sistema, que elabora fantasías y épica desde el pragmatismo más berreta, este fue un mundial apasionante y divertido, al punto que fue capaz de otorgar sentido en un contexto donde la economía, que es el fin del sentido, era el idioma que lo devoraba todo.

Ahora volveremos a su sintaxis. El derrotismo digno y el campeonismo moral de los necesitados mentales, que refracta el triunfo cultural de lo políticamente correcto, y que al mismo tiempo refracta la derrota económica de ciertas variantes de nuestro neodesarrollismo para dummies, pasarán con velocidad. Sin épica posible –creo que viene el mundial de básquet, o de rugby- volveremos a hablar de tasas de interés, inflación y endeudamiento. Nuestro Mario Masaccessi interior, sin embargo, va a seguir queriendo tomarse esos vinos, comerse ese tostado de jamón y queso, lo más campantes. Haber perdido este Mundial nos regresa a un territorio donde queremos que esos encapuchados rompan a patadas las persianas metálicas del Banco Galicia y se lleven la gloria, la plata, algo/////PACO