Hace unas semanas el periodista americano Seymour Hersh publicó en la London Review of Books una extensa nota en la que cuestionaba aspectos centrales de la versión oficial sobre el asesinato de Osama Bin Laden. Basado en fuentes de inteligencia pakistaníes y norteamericanas, Hersh contaba la historia del descubrimiento del refugio de Bin Laden y la posterior operación de captura y muerte de una manera muy diferente a la narrativa que el gobierno de Obama construyó desde el momento en que se anunció públicamente el asalto a la casa de Abbottabad (una localidad de descanso de la élite pakistaní cerca de Islamabad, la capital del país) por parte de una unidad de los Navy Seals y la muerte del líder de Al Qaeda. En primer lugar, Hersh y sus fuentes niegan que la CIA hubiera dado con el rastro de Bin Laden después de una larga y zigzageante investigación llevada a cabo por sus agentes en el teatro de operaciones de la “guerra contra el Terror”; nada de los dilemas morales de esos espías norteamericanos que se debaten entre el uso de la tortura y la sofisticación técnica de los últimos dispositivos para el espionaje, al estilo de los que escenificó una película como Zero Dark Thirty, que contó esa historia siguiendo el relato conocido. Según Hersh se dio con Bin Laden gracias a un funcionario de la inteligencia pakistaní que desertó para reclamar los 25 millones de dólares que se ofrecían como recompensa por cualquier dato certero sobre su paradero. Lo que contó el espía a cambio del dinero y de ser relocalizado junto a su familia en Estados Unidos es que Bin Laden estaba en poder de los pakistaníes desde 2006, cuando lo habían atrapado en alguna de sus míticas cuevas de las montañas de Hindu Kush y que desde entonces estaba bajo vigilancia del ISI (el servicio secreto de Pakistán), que lo mantenía como rehén top secret para manipularlo en el complicado ajedrez geopolítico. Mientras Bin Laden para todo el mundo (y en especial para el gobierno americano) seguía al frente de Al Qaeda, digitando atentados y controlando buena parte del fundamentalismo islámico, en realidad todo era una representación cuidadosamente dirigida por los pakistaníes para conservar su lugar de privilegio como receptores de los inagotables fondos de ayuda militar de Estados Unidos. Mientras más durara la guerra y el fugitivo numero uno siguiera siendo una obsesión para los americanos, Pakistán seguiría siendo ese aliado –vergonzante e ingrato– pero necesario para que la situación no se desbordara (más).

President Barack Obama and Vice President Joe Biden, along with with members of the national security team, receive an update on the mission against Osama bin Laden in the Situation Room of the White House, May 1, 2011. Please note: a classified document seen in this photograph has been obscured. (Official White House Photo by Pete Souza) This official White House photograph is being made available only for publication by news organizations and/or for personal use printing by the subject(s) of the photograph. The photograph may not be manipulated in any way and may not be used in commercial or political materials, advertisements, emails, products, promotions that in any way suggests approval or endorsement of the President, the First Family, or the White House.

President Barack Obama and Vice President Joe Biden, along with with members of the national security team, receive an update on the mission against Osama bin Laden in the Situation Room of the White House, May 1, 2011. Please note: a classified document seen in this photograph has been obscured. (Official White House Photo by Pete Souza)

Al momento de la retirada, los soldados sólo se llevaron el cuerpo de Bin Laden. No hubo el rebuscar frenético en los archivos y computadoras que la versión oficial enfantizó para destacar que Bin Laden seguía al frente de su organización.

Cuando los americanos se enteran, sigue el relato de Hersh, los pakistaníes admiten la presencia de Bin Laden y acuerdan el raid para liquidarlo. Ahí las escenas de Zero Dark Thirty vuelven al rigor histórico: los pakistaníes cortan la luz en Abbottabad y los dos helicópteros con el equipo Seal aterrizan en el patio de la casa (uno se estrella y eso, finalmente, repercutirá en la decisión del gobierno de Obama de dar a conocer esa misma noche la operación). Rompen las puertas y suben hasta las habitaciones de Bin Laden y lo matan un microsegundo después de que el tirador se asegurara de que, en efecto, después de diez años y dos guerras, lo había encontrado. Acá el contrarrelato de Hersh vuelve a separarse de la versión oficial: Bin Laden, dicen sus fuentes, no hizo el ademán de buscar una Kalashnikov; después de todo se trataba de un preso. Tampoco hubo más muertos (los guardias pakistaníes, obviamente, se habían retirado antes de que todo pasara), apenas una de sus esposas recibió un disparo en un hombro cuando empezó a gritar histéricamente. Al momento de la retirada, los soldados sólo se llevaron el cuerpo de Bin Laden. No hubo el rebuscar frenético en los archivos y computadoras que la versión oficial enfantizó para destacar que Bin Laden seguía al frente de su organización. La historia de la muerte de Bin Laden, concluye Hersh, no termina en el portaaviones anclado en el Índico desde el que se arroja el cuerpo (“previamente lavado según los ritos coránicos”). Una vez verificada su identidad los restos se habrían arrojado –“en varias partes”– sobre las montañas del oeste de Pakistán.

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Seymour Hersh es un periodista veterano que cuenta con varias revelaciones impresionantes en su haber. En 1969 pubicó la primera noticia sobre la masacre de My Lai durante la guerra de Vietnam; en 2004 en las páginas de The New Yorker escribió los artículos que describían las torturas que se practicaban en la cárcel de Abu Ghraib, el primer golpe a la imagen de George W. Bush y su invasión a Irak. Tanto en las denuncias que fueron admitidas por el gobierno de Estados Unidos como en las que fueron desmentidas oficialmente, queda claro que Hersh no es un periodista practicante de la conspiranoias sino alguien con muy buenos contactos y fuentes en el mundo de la inteligencia y el gobierno. Su versión alternativa de la muerte de Bin Laden tiene la persuasión no de lo confirmado pero sí de lo verosímil: la presencia de Bin Laden en Pakistán, en una casa ubicada cerca de una base militar siempre despertó dudas obvias, así como la rápida inhumación oceánica de la que no se conoce ningún testimonio en imágenes. Incluso el par de libros escritos por miembros del equipo que asaltaron la casa de Abbottabad tienen contradicciones insalvables entre sí. La reacción apurada del gobierno de Obama para blanquear la operación y urdir un relato que despejara todas las dudas tiene sus flecos, entre los cuales se cuela la narración de Hersh.

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¿Era, como dice Hersh, una marioneta caída que se regodeaba leyendo sobre su vieja gloria, sobre como sus enemigos seguían produciendo textos sobre alguien que suponían aún peligroso?

En todo caso, después de publicada la nota todos los funcionarios desmintieron a Hersh, y lo mismo hicieron muchos de los periodistas que escribieron sobre la última noche de Bin Laden. Para reforzar la desmentida, unos días después la dirección de inteligencia desclasificó una serie de decenas de documentos encontrados en la casa de Bin Laden: buena parte del contenido de las bolsas negras que los Seals en Zero Dark Thirty cargan al final de la operación. Entre el material desclasificado hay libros, informes y cartas dirigidas a familiares y subordinados. La prueba de que Bin Laden no era un prisionero –una suerte de rey derrocado– sino el activo jefe de una organización terrorista en plena forma. Hersh, previsiblemente, respondió que ese material era una fabricación de la CIA, pero aunque eso fuera cierto, la colección de documentos desclasificados tiene el atractivo suficiente como dedicarle una mirada, al fin y al cabo, si no se tratan de una fabricación, si en este punto Hersh no tiene razón, son un retrato póstumo de un hombre que desde las sombras y durante años aterrorizó al mundo. ¿Cómo es la biblioteca de alguien que cree fanáticamente que sólo un libro en el mundo tiene verdadera importancia? El fundamentalismo islámico con su negación de cualquier obra humana que contradiga o se aparte del Corán no es, obviamente, el terreno más fértil para el comercio frecuente entre los libros y los hombres. El nihilismo del extremismo islamista, como dice Christopher Hitchens en The Enemy, su perfil de Bin Laden escrito a poco de conocida su muerte, pertenece a ese linaje de ideologías que celebran el ocaso de cualquier idea que no se apegue a la verdadera y sagrada doctrina, en línea con el célebre grito del general franquista Millán Astray contra Unamuno en la universidad de Salamanca: “muera la inteligencia, ¡viva la muerte!”. Por supuesto entre los libros de Bin Laden había un Corán (y menos previsiblemente una copia de una guía de divulgación llamada A Brief Guide to Understanding Islam, por un tal I. A. Ibrahim), y varios ejemplares de obras de los principales divulgadores del islamismo fundamentalista de mediados del siglo XX, los inspiradores de Al Qaeda. Por ejemplo, The America I Have Seen de Sayid Qutb, uno de los fundadores de la Hermandad Musulmana en Egipto, ejecutado por Nasser en 1966. El libro, además de un clásico del fundamentalismo, es un muestrario involuntario de todos los clichés antioccidentales que nutren la cosmovisión islamista. Cuenta el viaje a fines de los años 40 de Qutb, un joven empleado público egipcio en ese momento, a Estados Unidos para hacer estudios de posgrado y el brutal choque con la cultura americana que lo radicaliza como integrista islámico. Viviendo en una pequeña ciudad del oeste, (Greeley, Colorado, entonces con no más de veinte mil habitantes), Qutb describe una sociedad repelente donde reinan el materialismo, la depravación sexual, el individualismo y el rechazo de los valores tradicionales. Los tópicos de condenación hacia Occidente del libro de Qutb se volvieron para los islamistas como Bin Laden parte del discurso más habitual contra la modernidad en sus llamados a la jihad para reconstruir el Califato.

394735 04: (FILE PHOTO) Suspected terrorist Osama bin Laden is seen in this undated photo taken from a television image. (Photo by Getty Images)

¿Cómo es la biblioteca de alguien que cree fanáticamente que sólo un libro en el mundo tiene verdadera importancia?

El libro de Qutb sobre Estados Unidos es tan solo uno de los dedicados al Gran Satán que atesoraba Bin Laden, entre el material divulgado aparece decenas de documentos que retratan al enemigo, sus modos de vida, sus debilidades y fortalezas: decenas de papers de think tanks americanos, copias de informes públicos del Congreso, artículos periodísticos sobre la administración Bush, sobre el curso de la guerra de Irak, sobre Guantánamo, sobre los avances y reveses de Al Qaeda. Es la imagen del espejo, el prófugo que se mantiene informado al detalle sobre los movimientos y pensamientos de sus perseguidores. Bin Laden, después de todo, fue el primer supervillano global de la era de la información y de la saturación de la información que produjo internet. Ese cúmulo de PDFs de papers y artículos, de copias impresas de todo lo que circulaba en la web sobre él mismo y su organización, forma la figura extraña del clandestino que espía a sus espías. ¿Era, como dice Hersh, una marioneta caída que se regodeaba leyendo sobre su vieja gloria, sobre como sus enemigos seguían produciendo textos sobre alguien que suponían aún peligroso? ¿O como sostiene la versión oficial continuaba dirigiendo en las sombras Al Qaeda y esa masa de informes eran parte del instrumental necesario para planificar nuevos movimientos, nuevos ataques suicidas, nuevas incursiones en lugares tan alejados como Irak, Filipinas o Somalia? Imposible saberlo, todo tiene la forma del complot, y el listado de los libros y documentos no puede despejar ese enigma, apenas hablan sobre las obsesiones recurrentes y preferencias de un hombre ya muerto.

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Algunos libros parecen fuera de lugar a primera vista. Noam Chomsky, por ejemplo y su Hegemony or Survival: America’s Quest for Global Dominance (no era el único, otro libro de Chomsky en poder de Bin Laden era Necessary Illusions: Thought Control in Democratic Societies). ¿El padre de la lingüistica generativa en la biblioteca de Abbottabad? No es tan sorprendente, Chomsky en su rol de activista representa a la izquierda agrupada bajo la divisa del “es más complejo”, y aunque obviamente ajeno a cualquier simpatía con Bin Laden su oposición al “sistema” hegemonizado por EE. UU. en más de una oportunidad dio lugar a ese tipo de intercambios inexplicables entre lo más reaccionario del islamismo y las posiciones del progresismo occidental. En por lo menos uno de sus “sermones” grabados en VHS y emitidos por Al Jazzeera desde alguna cueva perdida de las montañas afganas (¿o era todo un decorado?), Bin Laden mezclaba confusamente recomendaciones de ensayos de Chomsky y películas de Michael Moore con sus más conocidas amenazas antisemitas e invocaciones a la guerra religiosa. Además de Chomsky, otras obras periodísticas sobre el 11 de septiembre y las guerras que le siguieron convivían en los anaqueles de Bin Laden: Obama’s Wars, por ejemplo, del legendario Bob Woodward, o Imperial Hubris de Michael Scheuer, libros “serios” del espectro político americano que va desde el progresismo liberal a la derecha conservadora. De una manera extraña, esta sección de la biblioteca de Osama parece más la de un bloguero antiglobalización interesado en Oriente Medio que sube sus extraviados análisis a Indymedia que la de un jefe terrorista. ¿Eclecticismo de lecturas para comprender desde todos los ángulos posibles los sentimientos de la nación enemiga? Tal vez sea ir demasiado lejos. Difícil conciliar esa predisposición crítica con la figura de Bin Laden. A veces, contradiciendo el lugar común, el contenido de la biblioteca no dibuja un retrato fiel del horizonte mental de su propietario, más bien agiganta el misterio.

Esa sí es una imagen del Bin Laden lector que podemos imaginar fácilmente: leyendo sobre cómo el gobierno de Bush atentó contra su población detonando las Torres Gemelas para lanzar la guerra contra el Islam, igual que Roosevelt contra su flota anclada en Pearl Harbor.

Previsiblemente entre los libros de Bin Laden no hay ficción. O al menos no el tipo de libros que se catalogarían como de ficción con los parámetros habituales. No hay novelas ni poesía, ni siquiera obras tradicionales de la literatura árabe. Era, después de todo, la biblioteca de un prófugo (o de un prisionero) y quizás la literatura imaginativa fuera una de las primeras víctimas a la hora de descartar libros entre las continuas mudanzas de escondites. La relación entre los libros y las armas es siempre conflictiva y son contadas las figuras excepcionales que hicieron de la lectura una parte esencial de su estar en combate, de los libros un refugio ante la hostilidad de la guerra (Ernst Jünger leyendo Flaubert en las trincheras de la Primera Guerra, Ernesto Guevara llevando de un lado a otro su atado de libros por el monte boliviano). Pero sí se puede encontrar un tipo de ficción del que parece que Bin Laden era un consumidor aventajado. Leyendo la lista de los libros en inglés desclasificados encontramos títulos como New Pear Harbor: Disturbing Questions about the Bush Administration an 9/11 de David Ray Griffin, Rogue State: A Guide to the World’s Only Superpower de William Blum, The Secret Teachings of All Ages de Manly Hall, Bloodlines of the Illuminati de Fritz Springmeier o Conspirator’s Hierarchy: The Committee of 300 de John Coleman. ¿Qué tienen en común? Son todos libros de ese género tan ejemplarmente americano que es la literatura de teorías conspirativas. Conspiraciones sobre un poder global en las sombras que manipula las democracias, conspiraciones sobre logias que se remontan al siglo XVIII y ejercen el verdadero poder detrás de la fachada político-electoral, conjuras fraguadas por los Estados para llevar adelante sus fines inconfesables, organizaciones revolucionarias que en realidad son instrumentos de las fuerzas del orden para sembrar el pánico y acrecentar el control social. Juegos de duplicidades, secretos escondidos en otros secretos, el mundo social como un jeroglífico que solo unos pocos hombres pueden descifrar para revelar la verdad que siempre se quiere ocultar. Las teorías conspirativas son una forma del delirio paranoico que busca restituir el sentido en una realidad caótica a partir de detalles que solo se pueden leer si se cuenta con un marco que desconfía de lo visible y al que solo acceden unos pocos valientes. No importa el sujeto que organiza la conspiración: pueden ser los judíos, los comunistas, los banqueros, la CIA, los iluminatti, o todos juntos en sombrías reuniones en las que se decide el destino del mundo.

Front pages headlines from around the country that announce the death of Al-Qaida terror leader Osama bin Laden are seen in front of the Newseum in Washington on May 2, 2011.   UPI/Kevin Dietsch

Front pages headlines from around the country that announce the death of Al-Qaida terror leader Osama bin Laden are seen in front of the Newseum in Washington on May 2, 2011. UPI/Kevin Dietsch

Esa sí es una imagen del Bin Laden lector que podemos imaginar fácilmente: leyendo sobre como el gobierno de Bush atentó contra su población detonando las Torres Gemelas para lanzar la guerra contra el Islam, igual que lo había hecho Roosevelt contra su flota anclada en Pearl Harbor para tener la excusa con la que destruir a los nazis y a los japoneses. Lo podemos imaginar leyendo sobre como Al Qaeda era una creación de un programa ultrasecreto de la CIA y él mismo un agente americano entrenado para minar a los estados de Oriente Medio. Recluido en su habitación de la casa de Abbottabad leyendo la conexión entre el poder judío mundial, la Reserva Federal y la KGB que había combatido en su juventud en la guerra de Afganistán contra los soviéticos. La simetría es demasiado perfecta. El conspirador máximo, el fundador de una organización clandestina mundial apasionado por las lecturas que redoblaban la apuesta y lo eximían de cualquier responsabilidad en sus acciones más tristemente célebres. ¿Qué pensaba cuando leía esas teorías sobre hechos de los que él más que nadie conocía la verdad? ¿Era la vanidad del mago demasiado bueno para ser descubierto, del que realizó actos tan desmesuradamente inhumanos como para ser ubicado en la escala humana? ¿Sentiría al leer esos libros que su invisibilidad era completa, que había dado la vuelta completa, el fantasma convertido por fin en un personaje salido de la imaginación de un puñado de escritores marginales a los que nadie toma en serio? Piglia dice en un ensayo llamado “Teoría del complot” que “el exceso de información produce un efecto paradojal, lo que no se sabe pasa a ser la clave de la noticia. Lo que no se sabe en un mundo en que todo se sabe obliga a buscar la clave escondida que permita descifrar la realidad”. No aplica solo a las lecturas de Bin Laden, también a las que estamos obligados a leer todo el tiempo cuando se trata del mundo opaco de los Estados, la inteligencia y las organizaciones clandestinas. Aplica también a la nota de Hersh y a la versión oficial del gobierno sobre la muerte de Bin Laden y las capas de secretos, contradicciones y duplicidades que envuelven esos relatos. ¿Dónde distinguir ahí algo que se parezca a la verdad? La lógica de la conspiración es la manera en que leemos un mundo que cada día es al mismo tiempo más transparente y más opaco//////PACO