Internet como territorio
Incluso si uno no estuvo tan interesado en qué dijo, el “debate del siglo” entre Jordan B. Peterson y Slavoj Žižek puede haber dado la ligera impresión de que, por cómo lo dijo, el psicólogo clínico canadiense encargado de defender al capitalismo parecía un presentador de noticias (y uno de esos con el nuevo estilo robótico-motivacional de las TED Talks) en lugar de “uno de los más eclécticos y estimulantes intelectuales de hoy en día”, como lo llamó el año pasado The Guardian. Es por esa razón que para Peterson el problema de la “apariencia” no es insignificante, aunque esto tampoco quiere decir que lo suyo se limite a los buenos modales y los trajes elegantes de tres piezas. El verdadero problema con la “apariencia” es el que afecta a su trabajo como intelectual, e incluso a su figura pública como intelectual, aunque esta podría resultar una categoría demasiado exagerada si se explora lo que hay en su gran best-seller, 12 reglas para vivir. Un antídoto al caos, que se publicó en inglés en 2018 y se editó en español a principios de 2019.
El hecho crucial es que antes de convertirse en un best-seller mundial dispuesto a debatir las ideologías del capitalismo y el comunismo en un espectáculo con entradas agotadas, el intelecto de Jordan B. Peterson había germinado en toda su gloria en internet. Y esto sí lo vuelve interesante como intelectual, por varias razones. En principio, lo hace interesante porque, a diferencia de otras figuras de su misma generación, a los cincuenta y seis años Peterson está perfectamente dispuesto a reconocer que las plataformas de internet son territorios genuinos para la disputa de ideas. Esto significa que Peterson sabe lo que internet representa y lo que internet vale, y avanza a través de ese territorio a pesar de que, por momentos, el suelo digital se transforme en un enorme pantano de equívocos, que es exactamente lo mismo que pasa con el resto de los suelos del mundo.
Por supuesto, primero tuvo que pelearse como un idiota con Slavoj Žižek en Twitter para llegar a descubrir que, en realidad, se trataba de una cuenta falsa (Žižek no tiene Twitter), pero al menos no juega a esconderse hipócritamente de esas mismas redes sociales en las que después, entre los relatos indirectos de otros embajadores y gendarmes, encuentra el asidero perfecto para darle sentido a sus fantasías más paranoicas sobre la existencia. Por otro lado, son también las plataformas de extracción de datos de internet las que proveen a Peterson de su ideología (aunque él entienda este término como un sinónimo ajeno de “marxismo”), y esa no es otra que la ideología que entiende la libertad en el sentido que le otorga el libre mercado y la responsabilidad en el sentido de lo que Peterson llama un “Orden”, que es “allí donde las personas de tu alrededor actúan, de acuerdo con unas normas sociales asumidas, de tal forma que todo resulta predecible y cooperativo”. En síntesis, la ideología liberal típica de los emprendedores de internet consagrados a calcular likes y followers, con la dosis de academicismo que garantiza que bajo ninguna circunstancia vaya a discutirse ninguna alteración real del orden presente de las cosas.
Lo que germina en internet
Para Jordan B. Peterson todo empezó en el año 2012, “en un sitio web llamado Quora”. Ya desde el tercer renglón de 12 reglas para vivir. Un antídoto al caos se ocupa de explicarlo con detalles: “En Quora cualquiera puede hacer una pregunta, del tipo que sea, y cualquiera puede responder. Los lectores, con sus votos, hacen que suban las respuestas que más gustan y que bajen las que no. De esta forma, las respuestas más útiles aparecen en la parte superior de la páginas mientras que las demás caen en el olvido”. La descripción de lo que hace esta plataforma se alarga durante algunas páginas más, pero el objetivo está claro: lo que Peterson quiere decirnos es que él sabe dar respuestas útiles a casi cualquier pregunta. Y por si alguien tiene dudas, Peterson insiste en que, hasta el día de hoy, su respuesta en Quora a preguntas como “¿Cuáles son las cosas más valiosas que todo el mundo debería conocer?” fue vista por 120.000 personas y recibió 2.300 votos, lo cual es muy importante porque “tan solo un centenar de las 600.000 preguntas formuladas en Quora ha superado la barrera de los 2.000 votos” (sí, de todo esto uno podría sacar algunas conclusiones inmediatas sobre lo que significa vivir en internet e incluso de lo que significa vivir en Canadá, pero ahora no es lo más importante).
La evolución de Peterson como “estrella” del pensamiento online lo trasladó a YouTube, donde encontró el verdadero núcleo de su audiencia y alcanzó “hasta 18 millones de visitas cuando escribo estas líneas”, y algo más tarde recaló también en Twitter, que es donde, si uno pasa en limpio su timeline, le anuncia a la franja etaria más vieja de sus seguidores lo que pasa en el canal de YouTube. Alrededor de esta evolución, la historia material del libro 12 reglas para vivir. Un antídoto al caos es otra excelente síntesis de lo que, más allá de las particularidades intelectuales del caso Peterson, significa hoy en día para el mercado editorial extraer productos rentables desde las profundidades de hemisferios completamente opuestos al lenguaje escrito como YouTube. De hecho, fue una agente literaria que por casualidad lo escuchó en una radio canadiense la que le propuso “la posibilidad de escribir un libro dirigido al gran público”, invitación a la que Peterson contestó que él, en realidad, ya tenía acceso al “gran público”, pero en YouTube. Esto, escribe Peterson entre la sorpresa y la vanidad, “incrementó el compromiso de la agente literaria con el proyecto”.
Como objeto comercial, por lo tanto, 12 reglas para vivir. Un antídoto al caos es nada más que el fruto inesperado de lo que una oscura agente literaria le propuso a Peterson cuando descubrió por accidente que estaba sentada sobre una mina de oro en forma de youtuber. ¿Y qué le propuso exactamente? Según Peterson, que escribiera un “repertorio” de lo que una persona necesita para vivir bien, “fuera eso lo que fuese”. A partir de ahí, lo único que hizo Peterson fue pensar “en la lista que había elaborado para Quora”, porque “ya había desarrollado algunas ideas sobre dicha lista y, de nuevo, la gente había respondido favorablemente a esas nuevas ideas”. Palabras más, palabras menos, esa es la historia breve de cómo se gestó el gran best-seller del “pensador más polémico e influyente de nuestro tiempo”, como lo llamó The Spectator.
Ahora bien, para entender por qué en 12 reglas para vivir. Un antídoto al caos uno puede encontrarse de repente con caritas como esta 🙂 en medio de una página donde, además, se insiste en citar a Nietzsche como si se fuera un autor de aforismos para señaladores, lo que hay que saber es cuál es la verdadera audiencia, el “gran público”, de Jordan B. Peterson. Pero para llegar a eso, antes habría que analizar qué fue lo que Peterson hizo más allá de internet, cuando su figura realizó el primer gran salto elástico entre los medios digitales y los medios analógicos y, sobre todo, entre los discursos que funcionan en los medios digitales y los discursos que funcionan en los medios analógicos. Gracias a eso, y de la mano siempre perezosa de los periodistas desesperados por parasitar algunos clicks de YouTube, Peterson quedó bautizado oficialmente como intelectual, al menos en el sentido en que podría funcionar una frase como “el intelectual más odiado por la izquierda”, como lo llamó El Mundo, e incluso como “gurú de la masculinidad”.
Lo que germina más allá de internet
En esencia, Peterson descubrió que en el Primer Mundo anglosajón el discurso de género ya había logrado todo lo que podía lograr (poco o nada, además de una exitosa moda estética, comercial y universitaria) y entonces empezó a criticarlo. El punto clave de su crítica era que mediante “la sensación de victimización” que rodeaba a la enunciación de casi todas sus reivindicaciones, lo único que se instalaba era una excusa cómoda para evadir cualquier “responsabilidad” sobre la tarea de cambiar la realidad. Desde ya, para Peterson este era el único enfoque posible del asunto, es decir, el único a través del cual podía involucrar su “psicología clínica”, una herramienta epistemológica que, por lo demás, y al menos si uno lee 12 reglas para vivir. Un antídoto al caos, solo le sirve para narrar escenas hospitalarias, juguetear con citas temerarias de autores aburridos como Goethe, Milton o Solzhenitsyn, y abonarlo todo con información científica sobre la biología neuronal de las langostas y los simios. Pero volvamos a lo que Peterson logró al germinar más allá de internet.
Los puntos culminantes de su crítica al discurso de género fueron una “polémica” acerca de una normativa canadiense que obligaba el uso de pronombres neutros para referirse a los transexuales (asunto gracias al cual Peterson concluyó que era la propia libertad individual la que estaba bajo ataque, porque uno estaba forzado a llamar a los transexuales canadienses de una determinada manera) y una entrevista “intensa”, como él mismo la llamó, con una periodista feminista inglesa de Channel 4 News que se viralizó con subtítulos en varios idiomas por todo el mundo.
En ambos casos, lo que Peterson también descubrió fue que a esta nueva audiencia digital, la audiencia que de repente empezaba a seguirlo gracias al eco de los medios analógicos, no le importaban tanto sus lecciones de orden y felicidad en Quora, sino más bien su valor para afirmar en voz alta cosas como que “es tremendamente naíf” creer que “si llenamos los nichos que deja libre la tiranía patriarcal con suficientes mujeres alcanzaremos una utopía”. Para que esto sonara adulto y hasta político, más intelectual, y para que no quedara restringido solo a millennials con mucho miedo (y por buenas razones) a las mujeres, Peterson empezó a denunciar también que los “neomarxistas”, el “marxismo cultural”, “la izquierda posmoderna”, “la ideología” y las “guerreras feministas” estaban detrás de esta nueva amenaza al sistema de vida occidental capitalista (una ensalada colorida y fantasmagórica que Slavoj Žižek desarmó al decirle “educadamente” que en todas esas demandas insípidas de rebelión o corrección política no había ninguna voluntad real de cambiar de nada y que, al creer lo contrario, Peterson parecía un idiota que no sabía de qué estaba hablando).
12 reglas para vivir. Un antídoto al caos, sin embargo, es un libro donde el Jordan B. Peterson que puede verse en YouTube desaparece casi por completo, y lo que queda es el Jordan B. Peterson que 120.000 canadienses celebraron en una plataforma para ociosos llamada Quora. Si la decepción de unos puede compensar la ilusión de otros probablemente quede respondido en el sesgo de su próximo libro. Mientras tanto, lo que hay como trabajo intelectual concreto es algo que “aparenta” ser una cosa pero en realidad es otra, escrita por alguien que también es una cosa pero “aparenta” ser otra. La paradoja no es tan extraña, y si cualquiera hace un repaso rápido por el escenario argentino, es la misma paradoja que afecta a casi todos los payasos que le pusieron su firma intelectual al ajuste económico del Fondo Monetario Internacional llamado «macrismo».
Lo que queda en 12 reglas para vivir. Un antídoto al caos
Pero terminemos con 12 reglas para vivir. Un antídoto al caos. Es Jordan B. Peterson quien define “el término Ser”, que insiste en usar a lo largo de todo su libro, como algo que, a partir de su “propia exposición a las ideas del filósofo alemán del siglo XX Martin Heidegger”, todavía le resulta “mucho más complicado de lo que nadie puede saber”. De este extraño laberinto metodológico, en el que Peterson se atrapa a sí mismo antes de las primeras veinte páginas y del que intenta salir sin éxito con una larga nota al pie donde escribe que “Ser (con S mayúscula) es lo que cada uno experimenta, subjetiva, personal e individualmente”, solo queda imaginar el estupor de quienes leyeron en The Observer que Peterson es alguien que “puede convertir la más compleja de las ideas en algo entretenido”. Honesto para aceptar sus limitaciones, Peterson admite entonces que aunque quiere usar algunos conceptos fundamentales de la filosofía heideggeriana, en realidad “no conoce toda la historia” (del Ser) y que “tan solo propongo lo mejor de lo que soy capaz”. Insisto: así es como empieza su libro. En este tono, contra asuntos como el bullying, por ejemplo, la propuesta de Peterson es que “si vas arrastrándote con las mismas pintas que caracterizan a una langosta derrotada, la gente te asignará un estatus inferior y ese antiguo dispositivo del fondo de tu cerebro que compartes con los crustáceos te atribuirá un número bajo de dominación”. A una escala más humana, esto significa que “te mereces cierto respeto” y “por eso quizás tengas que comportarte de una forma respetable con tu Ser, y está bien que así sea”.
Las doce lecciones sobre cómo construir “Orden” en medio del “Caos” tienen títulos como “Regla 1: Enderézate y mantén los hombros hacia atrás”, “Regla 4: No te compares con otro, compárate con quien eras tú antes”, “Regla 10: A la hora de hablar, exprésate con precisión” y (una de mis preferidas) “Regla 6: Antes de criticar a alguien, asegúrate de tener tu vida en perfecto orden”. El objetivo es que estas reglas y explicaciones “ayuden a la gente a entender lo que ya sabe: que el alma de cualquier individuo ansía de forma eterna el heroísmo del auténtico Ser y que la voluntad de asumir esa responsabilidad equivale a la decisión de vivir una vida llena de significado”, y lo que se destila a partir de ahí es lo único que suele destilar un objetivo tan noble como ese: la prosa anodina de la autoayuda y un camino certero hacia el inevitable totalitarismo que siempre espera a los incautos al final de todos los caminos seguros hacia la “esencia” de la Humanidad.
Para quienes sí hayan visto el “debate del siglo” entre Jordan B. Peterson y Slavoj Žižek, los únicos momentos atractivos de 12 reglas para vivir. Un antídoto al caos probablemente sean esos en los que Peterson ataca al comunismo “de la Rusia de Stalin, la China de Mao y la Camboya de Pol Pot”. Desde ya, puede ser que estos “ataques” sean del tipo de los que hasta los más alucinados comunistas están dispuestos a compartir, aunque lo que en verdad busca Peterson detrás de eso (y lo que Žižek pareció frustrarle durante su debate) es llegar a la acusación de que el comunismo “no resultaba tan atractivo a los trabajadores oprimidos como a los intelectuales, cuyo arrogante orgullo en el intelecto les aseguraba que siempre llevaban la razón”. No es la “China de Mao” sino la China de Xi Jinping la que podría complejizar un poco más estas consignas, pero Peterson nunca se asoma tanto a la realidad. Y no lo hace porque la suya, como muestra bien su libro, no es la zona negativa del pensamiento. La suya es la zona positiva: la zona de la afirmación. En otras palabras, Jordan B. Peterson solo quiere ayudar con sus reglas de Orden a los que se ahogan en medio del Caos. Y a diferencia de lo que sugieren casi todos los pensadores relevantes de los últimos doscientos o trescientos años, para Peterson el rumbo es simple y claro: “Ve la verdad. Di la verdad”. Claro, ¿por qué no? Al fin y al cabo, “así conseguirás en lo inmediato una vida más abundante y una mayor seguridad, al tiempo que tomas posesión de la estructura de tus creencias actuales. Y así conseguirás la benevolencia del futuro, que posiblemente se aleje de las certezas del pasado”. Si fuera argentino, no sería nada difícil imaginarse a Jordan B. Peterson pedaleando alegre en una de esas bicisendas porteñas que hacen que cualquier cándido se sienta Lech Wałęsa. ///PACO