“La única clase a la que le importa el aborto es la clase media progre”, escribe Yakie Dorayaki, la protagonista y narradora de Jellyfish. Diario de un aborto (Tusquets, 2019), última novela de Carlos Godoy. Acerca de esta misma cita, que flota a lo largo de toda la narración con la certeza de una flecha, el autor fue interrogado hace unos días por el diario Página 12. Dejadas ambas pregunta y respuesta fuera del final cut de la entrevista, Godoy argumentaba: “El aborto legal como una forma de acceder a la modernidad por medio de la separación real ―en el plano de la toma de decisiones― entre Estado y religión. En este sentido, la clase media progresista pareciera ser la única interesada en la ruptura de tal maridaje”. Luego el autor completaba: “Ya sabemos que Argentina es un país con ausencia de Estado en muchas zonas de emergencia, donde sólo la organización territorial de las religiones llega a establecer vínculos y a suplir, sin cuestionar con qué grado de eficiencia, esa ausencia estatal. Es decir, muchas zonas donde el Estado no llega, llega la religión”. Jellyfish narra el silencio al que la marea verde elige abrazar; completa las consignas y los slogans que, quizás por falta de espacio, quedan fuera de los panfletos y las pancartas; hace una lectura de clase sin transformarla en carne de argumento. “La conclusión que saco yo, Yakie Dorayaki, es que el aborto […] es el último refugio para la lucha de la transición de la Modernidad a la Posmodernidad (si es que eso existe) o, mejor dicho, a la Modernidad tardía, donde la guerra, los golpes de Estado, las máquinas y el imaginario del futuro positivista se ven como algo malo, vetusto, antiguo, re mala onda, ortiba, pero en secreto.”
Por la voz femenina de una chica de 19 años que va a hacerse un aborto clandestino, por la primera persona afectada de sensibilidad de hiperescolarización porteña, Jellyfish puede ser considerada una rareza dentro de la obra de Godoy. Sin embargo, responde sin dubitaciones a su proyecto literario, comenzado en Córdoba apenas pocos años entrados el nuevo siglo. Por un lado, porque la literatura de Godoy aparece siempre para dialogar con el presente y hacerlo entrar en tensión. Por otro, porque a través de esa astucia tiempista se pone de manifiesto la directriz de trabajo y una gran preocupación: el Estado. Estas dos características validan a las operaciones literarias del autor como intervenciones políticas directas, por lo que la llegada al mercado de esta novela el 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, no fue únicamente ―ni como es cada vez más habitual― una decisión de oportunismo editorial. Godoy presenta una serie de elaboraciones que, lejos de la vieja moralina izquierdista, se dejan filtrar en las grietas del sentido común feminista y en la lucha principal de los últimos años en territorio argentino que consigna el aborto legal, seguro y gratuito.
El texto comprende veinte días que están regados por la voz rancia y doliente de esta peculiar abortista burguesa, que devanea entre la ira más infundada, los miedos más genuinos y ciertas reflexiones ensayísticas que sirven como organizador al conflicto (y a la urgencia) de la trama. Fue escrito en tiempo real, mientras ocurrían las movilizaciones masivas del 2018: “En las marchas siempre tuve una mirada lejana al reclamo. O, más bien, siempre me vi involucrada por un pedido en nombre de otras personas. En nombre de las «víctimas». Esta es la primera vez que voy a una marcha en la que, si bien no soy una víctima, soy finalmente una mujer que va a abortar de un modo clandestino y está pidiendo aborto legal, seguro y gratuito. Es más: deberían llevarme en brazos como si fuera la princesa de la marcha. La reina del aborto. Estaría bueno eso. Me re ceba”.
El registro, el diario ―que podría ser “íntimo”, sí, pero no lo es del todo porque fue escrito para ser leído, para “hacer terapia con el lector”― realiza un recorrido anímico: “¿Cómo tiene que escribir una mujer que va a abortar por primera vez? ¿Tiene que parecer desesperada? ¿Debe parecer sufriente? ¿Soy una madre? ¿En este momento estoy empezando a ser madre y, por lo tanto, a volverme loca y triste y culpable? ¿Alguien leerá esto?”. Pero del mismo modo sube la apuesta y se aventura a hacer el camino burocrático que toda joven clase media debe hacer para atravesar un aborto. En ese sentido, Jellyfish también funciona como informe y se convierte en un registro del paso a paso, en un instructivo. Godoy hace de la novela un bien utilizable, una herramienta. La lectura puede ser informativa, preventiva, orientativa o, incluso, un paliativo terapéutico.
Ahora bien, en medio de agitadas discusiones sobre los roles masculinos dentro (¡y fuera!) del movimiento feminista, ¿qué hace un hombre escribiendo sobre aborto? ¿Qué problemas trae a colación la intervención de un hombre en un libro de temática donde lo femenino y lo feminista se mezclan hasta lo irreconocible? El trámite que hace Godoy con el imaginario del “hombre como problema” es, en principio, ignorarlo. Y lo ignora porque escribe y porque, quizás, no acepta callar sobre lo que siempre hubo que callar. Godoy estruja el tema y se lo apropia; en esa maniobra, provoca. Pero no provoca desde la vereda opuesta, no chista como un machirulo, ni despotrica como un reaccionario, sino que construye un verosímil que habla desde dentro del ideario abortista hacia dentro del mismo. Es desde ese igual a igual ―de la joven narradora abortista a la “joven lectora abortista”― que Godoy ilustra el rol masculino dentro del cuadro de situación. Los hombres de Jellyfish son violentos, están ausentes o presentes sin sentido común, sin perspectiva, sin tener la mínima idea de lo que ocurre en lo femenino. “[Tomi es] Un estudiante crónico de Comunicación Social que me lleva trece años y que, aparentemente, me embarazó. Y ¿quién es la boluda? Yo soy la boluda. ¿Qué hago con un ser de estas características? No sé”. “El loser de Tomi no tiene un peso partido por la mitad, 32 años y le pide plata a la madre para pagar las cuentas”. “Tomi salió a «tomar aire», me dijo. Obvio que no puede más de la dureza y yo así abortando lo pongo más incómodo todavía. Está bien que salga a dar vueltas. Sirve más afuera que a mi lado”. Así describe Yakie al padre de su aborto, como la consagración del hombre insuficiente. Godoy acata así a los impulsos anti-hombre que se manifiestan aquí y allá, y en diferentes voltajes, dentro del movimiento feminista.Jellyfish avanza con pulso firme y conforma una lectura desafiante a todas y cada una de las creencias progresistas. Da un debate en un territorio donde pareciera que no hay nada que debatir, pone la palabra donde las gramáticas de la corrección política dejan sus pacatos puntos suspensivos. Godoy hace su recorte de época, lo pone en conversación en una maniobra peligrosa y logra que su prosa fluya fértil entre la clandestinidad de los abortos en un Estado ausente y la clandestinización cada vez más normalizada de lo insurgente, considerada como malapalabra por quienes hoy moldean la bondad del sentido común*. ///PACO
*Antes de ser publicada en Paco, esta misma nota fue ofrecida infructuosamente a diversos medios feministas que cubren la agenda de género.