El reingreso a la atmósfera de la realpolitik argentina de la Ley Ómnibus, envuelta en llamas luego de una breve temporada flotando en amable ámbito de las promesas refundacionales y los videítos de redes sociales, generó todo tipo de reacciones. En general fue leído por los más sobregirados (quien escribe incluido, en esos primeros momentos) como una derrota contundente del oficialismo, lo cual despertó la misma satisfacción que cuando vemos, finalmente, que el leopardo caza a la gacela luego de un breve período de correteo elegante y tenso por la sabana en cualquier documental random de Discovery Channel. Conocemos de antemano lo que va a pasar -sabemos cómo funciona la República Liberal Argentina tanto como sabemos cómo funciona la cruel naturaleza-, pero el espectáculo estético y su desenlace nos siguen pareciendo hermosos. Sin embargo, luego de un primer momento de goce vengativo por parte de las terminales libertarias en las redes sociales y más allá, Javier Milei intentó dar vuelta la narrativa presentando la derrota legislativa como un triunfo cultural. La “casta” había bloqueado, una vez más, los intentos genuinos de transformación de la Argentina solo para aferrarse a sus privilegios, en un movimiento que recuerda a la conclusión del último debate previo al ballotage, cuando todos nosotros -agentes del establishment neoliberal- vimos un triunfo contundente de Sergio Massa que nunca estuvo ahí.
Durante los últimos veinte años, agotada ya la euforia por la caída de la Unión Soviética para sostener el consenso en torno al orden neoliberal, la derecha populista jugó en Occidente un rol estructural en la legitimación de la actual hegemonía de las democracias liberales al proveer un punto de exclusión del régimen que galvanizó y demostró la benevolencia del sistema oficial (estoy hablando de Pat Buchanan, de Jean-Marie Le Pen, de Jörg Haider, etc etc.). Su propia “inaceptabilidad”, de hecho, su franca oposición a los valores centrales de la religión civil de los derechos humanos, la igualdad, la equidad, y el largo etcétera del discurso progresista liberal (a esta altura, ya dogmas incuestionables) sobre los que se fundaba el orden, sirvió para mover el foco del verdadero antagonismo social hacia el peligro del “populismo de derecha”, consolidando un campo democrático unificado que, más allá de sus diferencias internas indistinguibles, tenía como objetivo último fundar un nuevo orden político purgado del más mínimo elemento subversivo, extinguiendo así la memoria del anticapitalismo y la utopía.
El resultado de este andamiaje ideológico global fue el que hoy estamos viendo. La derecha populista (estoy tentado de repetir comillas acá, pero digamos que no) ocupó el territorio evacuado por la izquierda como la única fuerza política seria capaz de utilizar la retórica anticapitalista y antiestablishment y de imaginar un futuro distinto a la actual administración de la decadencia y los privilegios que nos proponen los regímenes políticos hegemónicos democrático-liberales, aún incluso si, en algunos casos, están recubiertos con una capa de discurso racista, mesiánico, xenófobo, etc. En 1996, por ejemplo, la revista Rolling Stone publicó una crónica llamada “Pat’s Kids”, donde seguía a la militancia juvenil que acompañaba a Pat Buchanan en su campaña primaria contra Bob Dole: pibes en sus veintipico, de clase obrera, que escuchaban Grateful Dead y heredaban los valores anticapitalistas de la contracultura de las décadas previas. Tres años después, a la vuelta de la esquina del nuevo siglo, Jean-Marie Le Pen subió al escenario del congreso del Front National a un árabe, un africano y un judío, los abrazó y anunció a la audiencia “ellos no son menos franceses que yo. Son los representantes de las grandes multinacionales, que ignoran su deber para con Francia, quienes ponen en verdadero peligro nuestra identidad!”. Tanto Buchanan como Le Pen proclamaban su oposición al libre comercio y hablaban en nombre del desaparecido proletariado industrial al mismo tiempo en el que la tolerancia, la multiculturalidad y los derechos humanos se volvían el leitmotiv de las nuevas clases privilegiadas. Son las mismas líneas subterráneas que alimentan hoy a Steve Bannon, el más brillante intelectual del movimiento antiglobalización, cuando en 2017 le dijo al periodista Ronald Radosh: “No soy ni un populista ni un nacionalista. Soy leninista. Lenin quería destruir al Estado y ese es mi objetivo también.”
Por supuesto, estas cuestiones son difíciles de seguir desde Argentina, donde neoliberalismo fue erróneamente interpretado como una ideología meramente económica por su asociación traumática con la dictadura y con el menemismo por efecto de las privatizaciones, la desregulación, la reforma del Estado y otro largo etcétera. Sin embargo, el neoliberalismo es un orden -no una “creencia” ni una “ideología”- que consta de tres elementos: uno político, uno cultural y uno económico que son iguales entre sí. El económico es un sistema de valorización de capital liderado por la alianza entre el capital financiero y el capital tecnológico (o, para decirlo simple, la alianza entre Silicon Valley y Wall Street). El cultural es, como ya lo comenté en mi artículo “Peronismo nostálgico”, la consolidación de los derechos humanos como “religión civil” en el sentido roussauniano, es decir, como justificación teleológica del orden político y como estrategia de reemplazo de las viejas narrativas de “sangre y suelo” que animaron a los Estados durante gran parte del siglo XX y que, en teoría, nos llevaron al desastre de la Segunda Guerra Mundial. El político es la moderna democracia liberal y el gran sistema de instituciones supranacionales que la tutelan y que constituyen el orden de gobernanza global.
La democracia liberal se organizó, en lo fundamental, como un sistema bipolar que ofreció la ilusión de elección sobre un espectro uniforme en el cual las diferencias se reducen a aspectos meramente culturales o estéticos: multiculturalismo versus identidades más tradicionales, aborto e identidades lgbtq+ versus familia tradicional, y un largo etcétera más. Slavoj Žižek lo describe como el predicamento que enfrenta alguien que tiene que elegir entre dos sobrecitos de edulcorante, uno rojo y uno azul, algo que los sujetos en general harán basados en supersticiones ridículas y más que nada fundados en la costumbre (“evitá los rojos porque contienen sustancias cancerígenas o viceversa”). El General Perón, en La hora de los pueblos (1968), lo describe así: “La solución la han buscado [los británicos] mediante la formación de dos grandes partidos, uno de izquierda y otro de derecha, ambos manejados desde la central masónica; en otras palabras, un solo partido dividido en dos alas, pero manteniendo las formas básicas del demoliberalismo, pero sólo para la exportación. Los norteamericanos, dignos hijos de la Gran Bretaña, han ido mucho más allá: han organizado dos partidos de derecha que les permite (…) sostener teóricamente una simulación democrática para engañar a los tontos o estimular a los sinvergüenzas” (p.137).
A diferencia de lo que pensamos en la Argentina, el orden neoliberal nunca excluyó lo que en el mundo anglosajón se menciona como “Big State”. De hecho, puede ser que el neoliberalismo haya nacido en los ’80 con Ronald Reagan y Margaret Thatcher con un sesgo tímidamente fiscalista -un componente apenas retórico, sin embargo, dado que Reagan dejó el gobierno con un déficit fiscal mucho más alto del que lo encontró-, aunque su elemento central nunca fue éste sino la desregulación y la erosión de los cimientos culturales del viejo orden de posguerra (los sindicatos y la cultura obrera). Su perfeccionamiento y consolidación global vino, sin embargo, de la mano de Bill Clinton y Tony Blair con un discurso “progresista” -de hecho, inmediatamente antes de pasar su *iconic* ley de desregulación de las telecomunicaciones, Clinton había sancionado una gran expansión de la cobertura del sistema de salud.
Observado desde esta óptica, el kirchnerismo aparece teñido de colores ligeramente diferentes a los tradicionales. Obligado a refundar el orden político argentino después de la crisis de 2001, Néstor Kirchner no miró a Juan Domingo Perón, sino que retomó las líneas fundamentales del proyecto democrático alfonsinista, cuyo sentido final era incorporar a la Argentina al sistema de gobernanza global y consolidar la democracia liberal, con los derechos humanos en el centro y subordinando el elemento antidemocrático que animaba al peronismo (al que se refería siempre como “pejotismo”). Este proyecto liminal fue conocido como “transversalidad” y tuvo, entre sus grandes éxitos, la vicepresidencia de Julio Cobos. Pero alcanzó su máxima expresión sentimental con Cristina, especialmente una vez que se encontró liberada del superyo de la doctrina justicialista y la obsesión por la guita que lurkeaba en las grietas de la gestión de su marido. Durante el debate por la Ley Ómnibus, Miguel Ángel Pichetto nos recordó que era Cristina quien más se oponía a votarle los “superpoderes” a Néstor en el período 2003-2005 como senadora bajo un argumento republicano “en la misma línea de la Coalición Cívica”, algo que, visto veinte años después, ilustra la subordinación a las incluso mínimas formalidades del sagrado orden liberal y anticipa las imposibilidades políticas de su mandato.
Leído así, el kirchnerismo no solo fue neoliberal en su alineamiento al orden político y cultural, sino también al económico (¿quién podría decir que el modelo de acumulación post 2011 fue realmente “industrialista” y no simplemente “lo que salió”?), incluso en algún sentido más que el menemismo, que mantuvo la identidad de la incipiente cultura política argentina al menos en lo que respecta al ejercicio del poder y al orden político (hiperpresidencialismo carismático, coimas, atentados). También en su búsqueda de concertar ese bipartidismo controlado en la invención del PRO -algo que Carlos Menem hubiese aborrecido en su reducción cínica de la política a la acumulación de poder-, el kirchnerismo demostró su voluntad de subordinación al sistema político “normal” global. El partido de Mauricio Macri continuó, como oposición y como oficialismo, las mismas líneas esenciales del proyecto político, cultural y económico del período anterior, prolongando ese ciclo de acumulación torturado y llevándolo a su agotamiento final con una máscara de disenso normalizado (el paquete de edulcorante rojo). En el orden estético, tanto el cristinismo como el macrismo se disputaron ser la expresión del “clinton-obamismo” en la Argentina, aun cuando ya era evidente la inminente crisis política del orden liberal globalista y su inminente salida “por derecha”. En su grado más sofisticado, el neoliberalismo es, además de un orden global, una “tecnología del yo” que produce sujetos liberados del Estado y sus “aparatos ideológicos” convertidos en empresarios del self, algo que, como ya expliqué, el kirchnerismo entronizó como forma de hacer política y que matcheó perfectamente con su vaciamiento total de perspectiva de futuro y de doctrina.
Cristina imaginó el orden democrático posible para la Argentina bajo la metáfora del botón que cierra la puerta en el ascensor descripta por Žižek: es un hecho establecido y bien documentado que, por una serie de regulaciones en la legislación mundial acerca de los tiempos mínimos que debe tardar la puerta del ascensor para cerrarse, ese botón en realidad nunca funciona, es nada más que un placebo. Este caso extremo de participación “falsa” es una metáfora apropiada del rol de los ciudadanos en el proceso político en nuestras sociedades democráticas avanzadas. Al igual que el botón inútil para cerrar la puerta del ascensor, el sistema político nos ofrece la ilusión de realizar nuestras “importantes” diferencias identitarias-estéticas obliterando el verdadero antagonismo social. La inutilidad de Macri como líder de un gobierno inexperto y voraz, sin embargo, terminó destruyendo este destino posible de normalidad institucional para la Argentina justo en el momento en el que al orden democrático neoliberal empezaba a entrar en crisis en el mundo.
Ese es el momento en el que el tercer elemento marginal del orden democrático, el “populismo de derecha”, introducido al sistema, como mencionamos antes, para galvanizarlo de cualquier crítica real, empieza a crecer. En realidad, La Libertad Avanza siempre estuvo ahí, con diferentes nombres, pero antes era demasiado pequeño y extremista para que lo notáramos. Hoy Milei, como en el momento del debate por el ballotage, vuelve a presentar una derrota como un triunfo. El peronismo neoliberalizado se esfuerza en presentar al libertarianismo como una fuerza derrotada, inexperta, que marcha inexorablemente hacia el colapso. Sin embargo, Milei parece imperturbable a todas las presiones externas: no importa cuánto la política tradicional lo opere, lo humille públicamente o lo envuelva en su cuerpo reptiliano, él mantiene entre sus votantes el semblante de un líder con coraje que desafía al orden decadente de la república prebendista (la misma Cristina lo dijo hace unos días, vía Roberto Navarro). Y no es tanto que convierta los fracasos en triunfos. Es más que, como un viejo rabino sectario, impávido al mundo exterior, se sienta en su templo y perdura, desafiando ocasionalmente las expectativas de todo el sistema con gestos excéntricos, casi batailleanos. Entonces, ¿dónde fallan nuestras percepciones?
Nuestra sensibilidad neoliberal, impermeable ya a la interpretación peronista de la historia, proyecta la estereotípica oposición de orden democrático racional versus fanatismo ideológico. Pero estamos fallando en registrar una pareja más apropiada en la que hemos sumido al pueblo argentino después de veinte años de derrotas económicas y simbólicas: apatía y transgresión. Cuando en 1999 las fuerzas de la JNA perdieron el control de Kosovo frente a la OTAN, todos en Occidente se preguntaban: ¿cómo es posible que los serbios no se levantasen en contra de Slobodan Milošević? La respuesta era simple: a los serbios ya no les importaba Kosovo. Cuando la región se abandonó, de hecho, sintieron un secreto sentimiento de alivio: al fin nos libramos de ese sobrevalorado pedazo de tierra. Lo mismo sucede en Argentina con la sagrada democracia liberal y con los “derechos” que constantemente le decimos a la sociedad que puede perder si siguen apoyando, por acción u omisión, al gobierno de Milei: ¿democracia? ¿derechos humanos? ¿aborto? ¿DNI trans? ¿vacunas? “Al fin perdemos todo eso”, diría la sociedad argentina liberada. La apatía se combina con la libertad profana de finalmente cuestionar todas esas cosas “buenas y justas” que resultaban centrales a la religión secular y a la moral victoriana del orden neoliberal. Esa es un poco la trampa escheriana en la que está el peronismo hoy y de la que, vaticino, no va a salir excepto con una sangrienta purificación. Como lo describió el monje sith Sasha Pak en un stream con Leyla Bechara: “Pelear contra el liberalismo económico defendiendo liberalismo político y cultural”.
En una columna reciente en Futurock, Federico Vázquez -que es un muy buen analista político y vio antes que la mayoría de “nuestro lado” el valor del experimento Bukele, y con esto quiero decir que no es Cynthia García precisamente-, se interrogaba ante Julia Mengolini por el destino del peronismo. Para eso, planteaba el debate entre “progresistas y antiprogresistas”. La definición que da sobre los progresistas es “los que tienen una visión cultural medio de izquierda, los que además tienen una visión positiva sobre el feminismo y sobre la ampliación de derechos, ponen al Estado en el centro de sus preocupaciones, etc” -Mengolini también agrega “antipunitivistas”-, mientras que los antiprogresistas son quienes “reivindican mucho más del peronismo clásico, tienen una visión más nacionalista, son más antifeministas o no feministas, etc”. Por supuesto, para Vázquez el debate es totalmente falso -y no solo es falso sino que es mera paja de redes sociales, “de donde nada bueno puede salir”- porque ya en 1945 el peronismo unió “el movimiento nacional y el movimiento popular”, es decir “la defensa de lo nacional con la ampliación de derechos.”
La operación es inteligente porque la invención de un falso debate y su inmediata refutación permite al columnista crear la sensación de que, en realidad, no hay ningún problema con el peronismo, lo cual tranquiliza la conciencia culposa de su audiencia y también presenta de manera positiva aspectos de la endogamia partidaria que no solo son absolutamente irrelevantes sino, incluso, contraproducentes: el peronismo sigue unido, hay unidad de criterio y de acción, etcétera. Por supuesto, no importa si eso le sirve de algo a la sociedad argentina. Negando la realidad material de un peronismo cada vez más inconsistente políticamente, con menos capacidad de representación social y con sus bases licuadas en un momento de alta disconformidad -nunca escuché putear tanto y tan abiertamente a los referentes como en estos últimos meses-, la disolución del registro astringente y del potencial subversivo del peronismo en una celebración de la coordinación legislativa, la alineación partidaria y la defensa de los procesos democráticos lo libera de la obligación de cuestionar su propia neoliberalización. De esta manera, el debate entre “progresistas” y “antiprogresistas” es realmente falso, aunque no por las razones que Federico Vázquez cree.
La política posmoderna promueve la disolución de los antagonismos, como ya dijimos, o bien entronizando un falso antagonismo estético que ofrece la ilusión de libre albedrío en la democracia liberal soñada por Cristina y hoy en crisis terminal o, como en el caso de Fede Vázquez, rechazando las identidades que parecen esencializar posiciones ideológicas en un último punto de referencia hermenéutica al cual sus bellas y complejas almas se resisten a ser reducidas, para reemplazarlas en cambio por el pujante y floreciente magma de la multitud: una “complejidad” de identidades en alianzas contingentes, resultado de luchas siempre abiertas y aleatorias por una hegemonía frágil -según Vázquez, por ejemplo, Ofelia Fernández no podría ser nunca “progresista” porque milita junto a Juan Grabois, que es un “hombre que salió del Papa”. Sin embargo, como algunos autores como Alain Badiou o Fredrich Jameson puntualizaron tantas veces, y como la columna en “Segurola y Habana” de Vázquez ilustra a la perfección, a la celebración de esta hegemonía abierta y contingente entre identidades políticas complejas que solo se estabilizan brevemente subyace una unidad exasperante y totalizadora que surge de la anulación de la Diferencia, es decir, del antagonismo real. Esto, en el peronismo neoliberal hoy hegemónico, se nombra persistentemente desde hace dos décadas, y no sin una carga fuertemente moralizante, como la “unidad” mandatoria frente al terrible avance de la ultraderecha fascista.
Este tipo de moralismo proporciona una identificación con la postura de la victimización -estoy prolongando el concepto de peronismo melancólico– cuando se identifica el poder con algo que es despiadado, dominante y que siempre está “afuera” (una operación que caracterizó la narrativa política de los gobiernos de Cristina), se convierte en algo de lo que debemos distanciarnos para no ser cooptados o comprometidos: “por temor a implicarnos con quienes están en el poder, nos apegamos a proteger y demostrar nuestra pureza en lugar de perder el tiempo en la política cotidiana. Quienes se comprometen a este quehacer se verán acusados de traicionar sus valores, acostarse con el enemigo, negociar con el diablo – todo tipo de trasgresiones y traiciones” (Gibson-Graham, A postcapitalist politics). Este efecto se observa en la labor parlamentaria del bloque de Unión por la Patria, que asumiendo la plena identificación con el trotskismo liberal vernáculo, renuncia a la política por el rechazo performático mientras sus terminales llaman “colaboracionistas” -término que hace referencia a quienes cooperaban con los nazis- a los diputados peronistas de bloques minoritarios que se sientan a negociar con el gobierno libertario.
Pero, como dije, algo falla en nuestra interpretación. En concreto, dos cosas. Primera, Milei no es el avance de la ultraderecha fascista, sino la única fuerza del espectro político actual capaz de utilizar la retórica antiestablishment ya que la propia dinámica de subordinación liberal del peronismo desestimó ese espacio como algo irrelevante. Y segunda, nosotros no somos el partido que se opone al neoliberalismo sino que, por el contrario, somos el gran partido neoliberal argentino desde los ’90 para acá. Otra prueba de ello, por si hiciera falta, es que para la sensibilidad peronista contemporánea es el trabajo, o al menos un aspecto muy importante del trabajo -el trabajo precarizado, de la gig economy, los comercios informales, microemprendimientos y plataformas-, y ya no el sexo -que, por el contrario, es un ámbito que debe ser publicitado y difundido- el espacio de la indecencia obscena que debe ser escondido de la opinión pública (y de las políticas públicas). Mientras ocultamos uno, nos concentramos en celebrar el otro. Cuando nos dimos cuenta de que esta inversión de la carga simbólica de nuestro movimiento era un error, era demasiado tarde.
Al igual que la mayoría de las nuevas derechas del mundo, Milei implica también un desplazamiento trastornado de las reivindicaciones populares, en el sentido de que la articulación específicas de las features ideológicas que dan sentido a su particular visión de la sociedad argentina no son otra cosa que un ajuste criminal sobre las cuentas públicas en el viejo 2×4 de los halcones del déficit fiscal, que el neoliberalismo también abriga, y que, como ya sabemos, ya ha fracasado mil veces en nuestro país, con consecuencias sociales terribles. Acaso su elemento realmente novedoso sea el deprecio por los aspectos políticos y culturales del agotado orden globalista, algo que, sin embargo, no deja de tener un cierto tufillo a farsa cuando recordamos que desde 2015 el WEF ya anuncia la muerte del neoliberalismo como estrategia de su supervivencia. Visto desde este ángulo, Milei no es sino una versión uncanny de Massa (ajustador, atlantista, etc.) que aparece, al igual que todos los “populismos de derecha” en el mundo, como el necesario suplemento a la tolerancia multicultural del capitalismo “normal”, y en su expresión argentina, como el retorno inevitable de aquello que se ha reprimido -un peronismo con voluntad de representación popular por fuera de las herramientas de dominación colonial de la democracia liberal. La “verdad” que Milei expresa no se encuentra, así, en la identidad de la derecha, sino en la zombificación del peronismo como gran movimiento político argentino. Su plan puede fallar una y mil veces, e incluso terminar en un gran desastre -no dudo de que esta es una posibilidad amenazante y terrible-, pero su éxito posible será el precio que el peronismo pague por haber renunciado a su identidad antidemocrática y populista, y por haber aceptado al neoliberalismo como el “único orden posible”.
La pregunta final sería si tiene el peronismo algo que aprender o, en cambio, su único destino es el de abandonarse a la complacencia de la “unidad de criterio y acción”, por ahora más performática que políticamente útil, de su bloque legislativo. Cuando se genera el hecho traumático (“una perturbación que violenta el fluido motor de la simbolización”) y se crea la fuerza que promueve el retorno repetitivo del trauma (pesadillas, flashbacks, obsesiones) es cuando se abre a la vez el gap que puede precipitar un cambio en la cosmovisión y la introducción de una nueva ideología que promueva el working-through y, por ende, el proceso de restitución de la identidad (The specter of the repressed, Min Yang). En este sentido, ambos caminos se encuentran abiertos, pero los signos de una deszombificación posible pueden ser percibidos en muchos ámbitos de discusión que empiezan a abrirse en espacios no institucionales que, sin excluir muchas de las “conquistas ideológicas” de los últimos tiempos, intentan repensar un peronismo capaz de recuperar su dimensión política (capaz de negociar con el oficialismo, de recuperar una visión industrialista, etc.) por fuera de la jouissance del liberalismo globalista. El peronismo debe atravesar el fantasma para recomponer su identidad, pero no a través de tibias y perezosas “autocríticas” como las que vimos en estos días en redes sociales, que operan como la fachada de supervivencia de su casta, ni tampoco construyendo falsos debates para refutarlos y restituir la falsa calma al partido, ni mucho menos volviendo para atrás, a una nostálgica edad dorada de la “doctrina”, sino acelerando hasta las últimas consecuencias del trauma hasta ver el otro lado////////PACO