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Estaba mirando Twitter y vi pasar un mensaje del Gordo Dan pidiéndole a José María Listorti que vuelva a hacer un sketch de la época de oro de Videomatch porque “ahora que volvió la libertad nadie te va a cancelar”. Miré el video esperando una tocada de culo a una mina o un chiste sobre pijas pero encontré apenas una canción con chistes muy boludos que me hicieron reír. La anécdota no significa nada, pero me hizo acordar a El Método en el que Listorti comentaba un poco amargamente, aunque sin queja, que actualmente era difícil hacer humor porque había una especie de constante clima de vigilancia moral que promovía la autocensura, cosa que comparto y lamento. 

O bueno, quizás la anécdota sí signifique algo. Milei va a ser presidente de la Argentina y su triunfo no es tanto un triunfo político sino un triunfo cultural en una Argentina que durante los últimos 30 o 40 años fue vaciando de contenido sus discusiones políticas para reemplazarlas por una batalla meramente estética. Esto significa, principalmente, que ya no importa tanto lo que los políticos proponen que van a hacer o incluso lo que hacen, sino que se encuentren del lado “correcto” de las reivindicaciones culturales en la gran batalla global por el alma de la civilización occidental. 

La comparación de Milei con Menem, una que el propio Milei se ha ocupado de establecer, pero también sus terminales comunicacionales, es interesante en este sentido. El dispositivo narrativo mítico menemista fijó las fronteras de sentido en el punto en que la Argentina rompería las cadenas de su historia y, en un acto de sinceramiento, empezaría a aceptar su status tercermundista, vulgar y jodón. La metáfora no sé si más clara, pero al menos más difundida para describir los ‘90 fue la acuñada por la periodista Sylvia Walger como título de su célebre y desparejo libro, Pizza con champagne, donde en un pasaje memorable citaba a Amalita Fortabat, que declaraba en 1992 a la revista Caras: “Ahora los ricos también podemos ser peronistas”.

Ideológicamente, esta operación se podría traducir como la convivencia armónica entre elementos de la tradición nacional-popular y elementos provenientes de la batería conceptual y valorativa del neoliberalismo en su encarnación más perfecta, que en ese momento era la demócrata de Bill Clinton (modernización del Estado, apertura de mercados, reforma del sistema previsional, etc). Una suerte de “desquicio simbólico” del diccionario peronista cuyas palabras dejaron de corresponderse con las cosas y comenzaron a remitir a otras o a nada. En este sentido, la melancólica modernización de la sociedad argentina propuesta por el menemismo no podía llevarse a cabo sin la degradación de las identidades políticas históricas de nuestro país y, en particular, del movimiento justicialista.

De más está decir que esta degradación -o, por usar un término menos connotado, transformación- se prolongaría como estilo fundamental durante el gobierno kirchnerista, que incorporó al ya toqueteado códice de antiguas referencias peronistas esa frivolidad aceptada y orgullosa que, nacida del entramado de sociabilidad y cuentapropismo palermitano, galvanizada en el confort de los años de crecimiento económico, y contaminando el discurso de las agrupaciones que en sus reivindicaciones juvenilistas (pero extirpadas de toda rebeldía a las jerarquías del partido) y sus fatuas apelaciones al amor y la alegría, eliminarían la carga trágica con que la actividad política era percibida y experimentada hasta ese momento para contaminar el clima de época de forma definitiva.

Es cierto que tuvimos una especie de recuperación de la política, con mayúsculas, como salida de la crisis de 2001, pero fue apenas un oasis, una desviación de la marcha inexorable de la historia que avanzaba hacia el vaciamiento. Ese oasis se inició el 2 de enero de 2002, cuando Duhalde asume la presidencia, y se termina, según mi criterio iluminado, con la derrota del ALCA en la Cumbre de Mar del Plata en noviembre de 2005, hecho sagrado de la gran rosca continental de este siglo.

04-11-05 Mar del Plata: Foto Oficial de la IV Cumbre de las Americas.

La segunda presidencia de Cristina fue paradigmática en consolidar este vaciamiento de la política y su reemplazo por una agenda puramente cultural y estética que compensó esa ausencia. Paradójicamente, además, ese viraje se hizo amparado en un hecho electoral fuerte (el 54% en primera vuelta), una promesa de campaña con retórica industrialista (la “sintonía fina”, que reconocía el agotamiento del modelo de acumulación basado en el consumo que luego se profundizó) y una narrativa que consagraba falazmente la “vuelta de la política”. En cambio, ese tercer mandato kirchnerista rompió su alianza tradicional con el mundo del trabajo, privilegiando la llamada “transversalidad”, que fue en esencia una asociación con la intelligentsia socialdemócrata vinculada a los aparatos ideológicos del Estado para cristalizar una casta parasitaria que sistemáticamente tomó decisiones de espaldas a sus bases, y se alineó a la prestigiosa agenda global obamista reemplazando todas las discusiones políticas y económicas que no quería dar por una agenda estética de medios, poder judicial y derechos de minorías.

Macri fue una continuación y una profundización de esta estrategia, buscando establecer una ruptura meramente estética (retiros espirituales, sesiones de coaching, animales en los billetes, etc) para sobrecompensar lo que, en el fondo, era la continuación del mismo modelo de acumulación que se mantuvo sin modificaciones, agotadísimo ya al punto de la crisis, pero agravado por una serie de decisiones fronterizas con lo criminal (shock cambiario, endeudamiento, etc). La estrategia salió tan mal que en 2019 volvió el kirchnerismo, que decidió repetirla, esta vez, multiplicada por un millón. 

Angela Nagle lo dice así: “En la política moderna, a los líderes liberales se les perdona bombardear con drones pueblos habitados de Medio Oriente siempre y cuando estén de acuerdo con el matrimonio igualitario, mientras que a la derecha se le perdona que separen familias de migrantes en la frontera y destruyan comunidades enteras en los Apalaches siempre y cuando lideren la pelea contra los sindicatos.” Haciendo eco de estas palabras, podríamos decir que en Argentina a los líderes políticos se les ha perdonado durante los últimos 15 años su desafección hacia el mundo del trabajo, la consolidación estructural del asistencialismo, la expansión del déficit, la destrucción de la matriz productiva, etcétera, a cambio de que hiciesen exhibición de los signos ornamentales del peronismo o del antiperonismo, actualizados apenas con el colchón de finas hierbas de la Agenda 2030.

Claro que el peronismo y el antiperonismo son mitologías de larga data en la historia política argentina, aunque a diferencia del siglo XX, cuando realmente hacían referencia a modelos diferenciales de inserción en la estructura productiva global, en el siglo XXI son simplemente narrativas autonomizadas de cualquier estructura o proyecto real que hacen referencia únicamente a sí mismas, como loop irónico o filtro de TikTok. En el proceso de los 30 años de vaciamiento de la política y su reemplazo por una agenda cultural, la Argentina se deslizó lentamente hacia su decadencia material, una decadencia que las elites políticas, a la derecha y a la izquierda, se contentaron con administrar porque eso aseguraba sus ciclos de reelección y ofrecía una capa de sentido a sus desacuerdos estéticos mientras los eximía de interrogar con creatividad el futuro del país y de la gente que arrastraban con él.

Y así llegamos al triunfo de Javier Milei, que implica una continuidad y una ruptura radical con este proceso de descenso de la Argentina por el río Nung hasta el corazón de la jungla hiperinflacionaria. Javier Milei es nuestro Benjamin Willard y nuestro Coronel Kurtz. Emergente de la reacción visceral a este ciclo de vaciamiento que el pueblo argentino reconoce insoportable por sus efectos de degradación en sus condiciones de vida, es a la vez probablemente el exponente más nítido de este vaciamiento -no por nada se presenta como el heredero de Menem, proyectando acaso de forma inversa la frase de Amalita: “Ahora los pobres también podemos ser liberales”.

Ese vaciamiento de la política se corrobora fundamentalmente en que el pueblo argentino parece dispuesto a perdonar que el plan de gobierno del presidente electo nos introduzca, en el mejor de los casos, en un escenario de destrucción del tejido social, turboendeudamiento y entrega de soberanía, porque todo viene presentado con el papel de regalo de un discurso antiestatista abstracto y el alineamiento en el “lado correcto” de las trincheras de la guerra cultural global, por irrelevantes que sea en términos reales.

El debate presidencial fue un ejemplo de esto. Massa representó frente a Milei el rol de la política en un sentido modernista, “real”, casi por reflejo (tenía que romper con Cristina y enfrentaba a Milei, ambos líderes de la agenda cultural) intentando defender propuestas posibles alrededor de economías regionales, las pymes, el comercio internacional, la relación con los sectores de la oposición, el manejo de la econom⁹ía, etc., sin advertir que ese rol no es ya demandado por un electorado demasiado condicionado a reaccionar a los estímulos inmediatos de la culture war. Se dijo que, después de la emisión, Massa empezó a perder entre medio y un punto por día según las encuestas diarias porque Milei había estado “más humano”, aunque en realidad probablemente su gran triunfo no haya sido su “humanidad”, de la cual se encuentra muy lejos en ese gran desastre de excentricidades y freakeadas alienígenas que constituyen su personalidad, sino más bien que sintonizó mucho mejor con el clima de una época que solicita definiciones estéticas, decorativas, estilísticas, antes que políticas y económicas.

Milei, de hecho, no habla nunca de economía. O mejor dicho, lo que habla de economía no lo entiende nadie y a nadie que lo vote le importa. Sus apreciaciones sobre la materia son formuladas de forma esotérica, buscando meramente un efecto representativo o teatral, estilístico, como parte de la construcción de su mitología personal de construirse como “experto en crecimiento económico con y sin dinero”, cosa que todos sabemos que no existe. De hecho, como economista, es dogmático y mediocre, con un estilo retórico basado en fábulas e historias didácticas que la disciplina abandonó hace ya muchas décadas por el más duro -e igualmente esotérico- lenguaje matemático. ¿Qué especialista en crecimiento económico propone triangular 25 mil millones de dólares de exportaciones a China? Ninguno. Porque no hay agenda económica. Hay, en cambio, una hipertrofia de la agenda cultural que sobredetermina todas las discusiones hasta la histeria.

Otra clave es que mientras que Massa profesionalizó al mango su campaña con “los brasileros”, midiendo talking points y presentando temas que su equipo percibía que le importaban a la gente, Milei hizo una campaña plebeya y desconectada, amenazada constantemente por las fuerzas de la entropía, alimentada 100% por pibes que, con un mínimo de organización en redes sociales y cero interés en la política, demostraron una mayor sensibilidad a las preocupaciones hiperestetizadas de un electorado hinchado las bolas que nuestros enroscadísimos y microclimáticos “intelectuales entrepreneurs” del conglomerado mediático, porque ellos mismos eran ese electorado. El stream de La Misa es el mejor ejemplo de esto, con quizás la única excepción de Juan Doe, incapaz de reprimir sus ínfulas aristocráticas de gran operador mediático a pesar de que, a diferencia de sus compañeros, se nota que le falta calle y todas las líneas que tira son malas. Pero el resto son muy buenos, entienden el código cultural de la trasgresión, hablan el idioma de las redes sociales y tienen un gran sentido espontáneo de la mística sin haber nunca leído a Eliseo Verón. Recientemente, Dan fue muy rápido en tomar la gorileada imperdonable del Padre Olivera, que había dicho que no iba a recibir en sus comedores a votantes de Milei, y transformarlo en un publicity stunt espectacular financiado por Galperin. Mientras, no se puede negar la potencia de la arenga viralizada pos-PASO donde el melancólico Nicchinno decía a los “hagoveros”, en un tono full batalla cultural, que se iban a quedar “con la pelotuda de Mengolini y la pelotuda de Pichot porque todos los peronistas de bien nos fuimos para el otro lado” y, de forma profética, advertía que el peronismo había perdido el campo de batalla virtual y que iba a perder el país.

La ridícula insistencia en alinearse públicamente con Trump y Bolsonaro es también parte de la construcción no calculada, genuina, de la agenda cultural de Milei como única agenda posible. Algo que ya había hecho el macrismo estúpidamente, anunciando su apoyo a Hillary Clinton previo a su derrota electoral, como gesto de posicionamiento estético, y que constituye el 101 de cosas que no tenés que hacer en política internacional: ¿por qué jugártela por Trump, un tipo que no es el presidente y que puede perder la elección en 2024? ¿Por qué invitar a Bolsonaro a la asunción, un tipo sin poder real, que está jubilado en Fort Lauderdale comiendo camarones al ajillo porque lo echaron a patadas en el orto y no a Lula, el actual fucking presidente de Brasil? No hay por qué, porque no hay política. En cambio, hay una, de nuevo, hipertrofia de la agenda cultural que expone a Milei a quedar en malos términos con los mandatarios de sus principales aliados en la región en nombre de una moralidad abstracta.

Y que quede claro. Vos podés armar tus alianzas regionales y globales en función de tus afinidades ideológicas, y eso está perfecto, siempre y cuando la base sea siempre el cálculo político de beneficios estratégicos para tu nación y no el capricho cultural. Cuando Reagan ganó la presidencia, lo hizo con un discurso recontra anti comunista, que usó para alinear a sus aliados en la región y testear la confianza del Ejército norteamericano en Centroamérica después de la derrota en Vietnam. Pero también se sentó a negociar con Gorbachov y en el ’85 declaró que las dos naciones podían alcanzar acuerdos de cooperación y estuvo a diez minutos de lograr el desarme nuclear en Reikjavik. Y eventualmente, esa cintura política lo llevó a ganar la Guerra Fría. 

En cambio, Milei y sus terminales desprecian la política, lo cual está bien como estrategia de comunicación pero no como contenido de gestión, y en ese desprecio profundizan la adicción al crack cultural que venimos arrastrando hace 30 años. Los efectos van a ser seguramente destructivos: no solo nos vamos a endeudar más con fondos oscuros para desarmar las LELIQS, privatizaremos el sistema de pensiones, venderemos empresas y recursos estratégicos, eventualmente dolarizaremos dejando en el camino a un montón de argentinas y argentinos, sino que lo vamos a hacer con sectores de nuestra dirigencia política y de su embrionaria intelligentsia de redes sociales justificándolo con un discurso moralista abstracto (acusaciones de zurdos empobrecedores y apelaciones a la superioridad estética de la iniciativa privada) y otro sector repudiándolo con otras posiciones ídem (fascistas, neoliberales, etc) que solo servirá para consolidar sus propios lugares en el sistema de asignación de privilegios políticos, mediáticos y simbólicos, y prolongar el empate desastroso y el estancamiento argentino. 

La pregunta que me queda a todo esto es si frente a este escenario deberíamos acelerar o deberíamos pedir por una vuelta al tradicionalismo de la política “bien entendida”. No tengo respuesta. Las dos opciones me parecen malas. Por ahora, mi posición es reject modernity, reject tradition. Parecería claro que la Argentina necesita cierto retorno a la política, pero no a la política hiperprofesionalizada que encarnó melancólicamente Massa (Massa corrió una campaña perfecta, quizás demasiado perfecta después de las generales, cuando el vértigo de verse con chances lo volvió conservador, y ese fue su propio error y la razón por la cual no es presidente) sino a la política de excepcionalidad (los argentinos somos buenos produciendo estos hechos). Pero es evidente que la continuidad que implica Milei respecto de los últimos 30 años de gobiernos obsesionados por la batalla cultural tiene el único destino de llevarnos a un estado hiper histérico colectivo que es evidente que va a terminar mal. Otra pregunta que me hago es si deberíamos abandonar la carcasa vacía del peronismo que nos dejaron 30 años de progresismo neoliberal, pachamamismo y feminismo (no solo nocivo como ideología sino altamente fallido cuando le tocó diseñar políticas públicas y administrar dinero). En cualquier circunstancia, mi respuesta sería sí. El cuerpo parece ya muy comprometido por cafés de especialidad, programas de jingles, traperos con conciencia social, gorilaje de la batalla cultural inoculado por el Departamento de Estado a diestra y siniestra. El hecho de que la “maquinaria electoral” del peronismo haya funcionado en las generales pero haya dejado el voto suelto en el balotaje también me parece sintomático de esa descomposición. Sin embargo, la verdad secreta sobre el pueblo argentino que el peronismo aloja es muy difícil de producir de nuevo. Casi imposible. ¿Abandonarlo sería renunciar a esa verdad y estar obligados a buscar 200 años por otra? La respuesta es sí. Pero la Argentina debe renunciar para siempre a esa ideología de la dominación colonial que es el liberalismo//////////////PACO

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