Un Jacques Derrida con ganas de irse de una entrevista contestó una vez: “Es muy de norteamericano eso de ‘¿podrías hablarnos sobre este tema?’ o ‘tomá una palabra y ponete a hablar’, como si hablar de repente sobre el ser fuese fácil por el hecho de saber filosofía”. Este comentario, antes de señalar una conducta típicamente occidental, también le indicaba a la periodista que lo recibió lo que la respuesta tematizaba: no conviene preguntar a las apuradas acerca de aquello que no es una cosa cualquiera. O, en otras palabras, no es lo mismo la filosofía que la farándula. En esa contestación irónica -que la entrevistadora, finalmente, no captó-, se ponía también en juego una preocupación que Derrida veía con frecuencia en la academia estadounidense: el miedo a ser leído de forma tal que sus teorías se transformaran en una serie de enunciados bien sonantes sobre la deconstrucción.
Hoy, de hecho, “deconstruir” parece ser lo mismo que desarmar, diseminar o desmantelar, cuando no algo asequible con determinados consumos o con la asistencia a ciertos eventos que anuncian tal desnaturalización. Desde ya, cuando consumición es lo mismo que interpretación, o cuando la desautomatización de un sistema usa las mismas herramientas que ese sistema ofrece, es porque se llegó tarde: ya fue asimilado. Frente a esa asimilación y la confusión entre consumición e interpretación, lo que surge, finalmente, es la regulación. Y es por eso que hace un par de semanas, por ejemplo, conocimos que HBO había sacado de su catálogo una película de 1939 con el argumento de que es una obra “equivocada”, y que no al tener la consignación ni la explicación pertinentes de por qué es equivocado su punto de vista, exhibirla “era irresponsable”.
Esta movida de HBO atiende, en primer lugar, a la necesidad de una agenda de lectura: alguien nos tiene que decir cómo leer, como si no fuese suficiente ya con la maquinaria salvaje que produce bienes masivos. Pero ahora, también, nos van a decir cómo interpretar esas lecturas responsablemente. ¿Estamos, tal vez, en un momento donde el argumento de la responsabilidad se exige en expresiones humanas de las que sólo se puede reflexionar en sus efectos? Ante un discurso como el artístico, el más fronterizo de todos por su capacidad explosiva, lo que se ofrece para interpretarlo son patrones, lógicas mecánicas y pasos a seguir. La necesidad de regular, por eso mismo, invalida la irrupción de lo que el filósofo que se escapó de la entrevista entendía como acontecimiento: eso que está fuera de guión, que irrumpe en el escenario, lo imprevisible, el salto de programa. La responsabilidad en la interpretación, en consecuencia, vendría a cambiar la singularidad de una ética por la universalización de la moral. Y cuando se presupone que las buenas intenciones tienen sí o sí buenos efectos, y cuando se reducen las posibilidades del lenguaje al mero intercambio de información, ¿qué lugar resta para el arte que el “reflejo” y la mera “constatación” de lo que ya afirma el discurso histórico? Otra vez se llegó tarde.
Lo que pasó con Lo que el viento se llevó, entonces, actualiza discusiones con larga data sobre qué hacer ante la tematización de violencias en el arte, las cuales a veces, sin ser del todo gráficas, sí muestran el ejercicio de jerarquías que movilizan instancias iguales o más desarrolladas de discriminación. Frente a esas jerarquías violentas, la pregunta del qué hacer opera como una licencia de lo que se puede y no se puede, y por eso la universalidad de una moral se queda corta incluso cuando pretende hacer el bien, porque en el caso del arte y ante un discurso elogiado siempre por su carácter expresivo, lo que se ofrecen son propuestas dicotómicas. Ahora, con la película nuevamente en catálogo, lo que tenemos es una “advertencia” que anticipa la reproducción del largometraje indicando que Lo que el viento se llevó “niega los horrores de la esclavitud”. Pero, ¿qué supuestos inserta esa advertencia? ¿En qué lugares pone a los espectadores con sistemas de creencias distintos a las condiciones de producción de la película?
Voy al manual Santillana de Lengua y literatura, abro un pliegue al azar y miro dos páginas. Una con un fragmento literario (nunca un objeto completo) y otra con las estrategias de lectura con consignas sobre qué se está leyendo y cómo hay que leerlo para aprobar la actividad. A primera vista, no estaría tan fuera de lugar afirmar que la movida de HBO es análoga a estos manuales escolares de circulación masiva, cuyas secuelas conocemos desde hace tiempo. Sin embargo, lo que conviene preguntarse a propósito de la oración anterior es: ¿no es justamente el gesto irresponsable de una interpretación lo que la hace cuestionar y proyectar una doxa cristalizada hacia lugares originales? E incluso si existiese tal cosa como una “interpretación irresponsable”, ¿qué es lo que tendría fuera de lugar? ¿Es lo mismo una “interpretación irresponsable” que una mala interpretación? ¿La “interpretación responsable” de HBO tiene el carácter de responsable porque lee la película en clave constatativa con otros discursos? ¿Basta con eso para volverla, además, compulsiva?
Hace unos buenos años, el crítico literario Daniel Link escribió un ensayo sobre El principito lejano a cualquier lectura producida por esta clase de sistemas moralizantes. Por el contrario, Link argumenta en contra de esos análisis hegemónicos que sólo reparan en la domesticación de lo infantil como inocente y angelical. En contraste con la lógica pedagogizante de ese mercado, Link se pregunta: ¿cómo puede ser que un relato que tematiza el suicidio de un niño sea, por más contradictorio que suene, un producto de consumo masivo? ¿Cómo es posible que un tema tabú para la cultura occidental, y sumamente ausente en otros discursos, ocupe el segundo lugar de los libros más leídos del mundo? Al poner fuera de lugar las piezas comunes, en realidad, Link muestra otro rumbo de ingreso a la obra. Ya no se trata de que “lo esencial sea invisible a los ojos”, sino que esa esencialidad está en lugar de una desaparición que encubre desde el fin de una infancia hasta la muerte (provocada por la mordida de una serpiente). Con todo esto, El principito deja de ser el relato del niño que viaja entre mundos y que romantiza absolutamente todo lo que ve y toca para convertirse, por el contrario, en una macro-operación del mercado editorial por limitar la literatura infantil a un corral imaginativo.
Un detalle interesante es que cuando la película de HBO todavía no había sido devuelta a su catálogo con un flamante “contexto histórico explicado por especialistas de la academia”, estos especialistas ya estaban manifestando su interés por contextualizar más películas. “En este momento, la gente mira películas para una re-educación racial y los libros más vendidos en Amazon son sobre anti-racismo”, escribió Jacqueline Stewart, una de las académicas encargadas de «rehabilitar» Lo que el viento se llevó, por lo que “si ellos están haciendo su tarea, nosotros estaremos listos para tener conversaciones a nivel nacional más honestas e informadas sobre el racismo dentro y fuera de las pantallas”. Pero, ¿por qué una industria como la del cine, la primera en cooptar, asimilar y tipificar representaciones, propone ahora condiciones para asegurar una determinada lectura sobre otras?
Una primera conjetura podría ser que todo esto se debe al hecho de violencia racial que desencadenó esta y muchas otras protestas en los Estados Unidos (y que no es necesario citar a esta altura de la discusión), pero otra conjetura, en cambio, podría obligarnos a una mayor proyección histórica, útil para sospechar tanto de este tipo de operaciones como de quienes las dirimen. Al fin y al cabo, como percibió en su momento Derrida, ¿no es muy norteamericano aquello de hablar a las apuradas? La industria no distingue entre interpretación y consumición, y lo que busca es asimilar cualquier gesto subjetivo y personal a una noción asequible a los sistemas de extracción de datos y graficable en los esquemas de big data. Ya sabemos que nada bueno puede seguir de ese gesto extractivista; entonces, quizás, una opción sea pensar una interpretación que sea responsable por fuera de esos dispositivos programáticos que creen que una efeméride es suficiente para desanestesiar un tipo de violencia casi milenario. Es muy probable que lo que hizo HBO, por su impacto en la agenda mediática, vuelva a pasar. Y también es probable que ese modelo se aplique a productos aún más inmediatos a nuestra cotidianeidad. El truco que le podríamos hacer a esa maquinaria sería retrucarlo: no pedir ninguna explicación y crear herramientas propias, anticiparnos a la jugada, encontrar una forma de no llegar tarde////PACO
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