Ilustración: @bauerbrun
En septiembre Instagram superó los 400 millones de usuarios ‒sacando una ventaja de más de 70 millones sobre Twitter, que en su desesperación por alejarse del público actual y acercarse a la franja joven acaba de reemplazar la ambigüedad simbólica del fav por la ambigüedad simbólica del corazón‒, y lo hizo apenas diez meses después de alcanzar los 300 millones, con lo que trazó uno de los niveles de crecimiento más impresionantes para una red social con cinco años de existencia. ¿Pero qué buscan tantas personas donde las palabras fueron desplazadas por hasta 80 millones de fotos y videos diarios? La inquietud fue suficiente para que Facebook ‒con el récord de 1200 millones de usuarios, apenas encima de Whatsapp‒ comprara Instagram por 1000 millones de dólares en 2012, permitiendo que sus fundadores, el norteamericano Kevin Systrom y el brasileño Mike Krieger, siguieran al frente. Pero el instinto paterno de la red de Mark Zuckerberg no tardó en quedar amenazado: doce meses después de la adquisición, Instagram había crecido 23% a lo largo de 32 países, mientras que Facebook apenas lo había hecho 3%; este año, además, la NASA prefirió darle a Instagram antes que a cualquier otra red la primera imagen en alta definición de Plutón.
¿Qué buscan tantas personas donde las palabras fueron desplazadas por hasta 80 millones de fotos y videos diarios?
¿Y qué hay en Instagram? A grandes rasgos, miles de gatitos, mucha comida, cientos de bebés, muchísimas selfies y cantidades ingentes de ropa nueva ‒en conjunto, una larga alfombra roja que atraviesa todos los puntos turísticos del mundo (siempre hay alguien en Nueva York), el catering es insuperable, las pruebas de vestuario permanentes y uno asiste a todos los nacimientos sin dejar de acariciar a las mascotas más simpáticas en el camino‒, aunque, visto con cuidado, lo que Instagram ofrece es más simple: la presencia en cualquier dispositivo electrónico del espectáculo de la belleza. ¿Pero qué belleza, exactamente?
Lo que Instagram ofrece es más simple: la presencia en cualquier dispositivo electrónico del espectáculo de la belleza.
Instagram, cuyo nombre combina lo “instantáneo” de la cámara con lo acotado del “telegrama”, no olvida en principio su aporte al aspiracionismo estético de la cultura digital, esa fantasía según la cual todos podemos serlo ‒aforistas en Twitter, músicos y cineastas en YouTube, escritores en Facebook, analistas políticos en WordPress‒, ni deja de ofrecer las “herramientas de desaparición” para que, como escribió sobre la imagen digital la ensayista Hito Steyerl, “cuanto más se representa la gente, menos queda de ella en realidad”. En Instagram todos pueden ser diseñadores de interiores, paisajistas, fotógrafos y cocineros gourmet ‒la única regla es la producción propia, aunque siempre hay un filtro para disimular las excrecencias indeseables de la realidad‒, pero es en la apuesta a lo inapelable de los cuerpos donde construye su verdadero valor. ¿Y no es ese un rasgo singular en una cultura que se esfuerza en privilegiar el relativismo y la igualdad a la hora de pensar cómo se representan los cuerpos?
¿Y no es ese un rasgo singular en una cultura que se esfuerza en privilegiar el relativismo y la igualdad a la hora de pensar cómo se representan los cuerpos?
“El tipo de marcación que habilita Instagram es más bien taxonómica, a través de hashtags, o muy sintética y con poco espacio para texto. Ante esa reducción, cualquier función argumentativa queda derivada a la imagen”, dice Margarita Martínez, docente del Seminario de Informática y Sociedad en la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA. Para la investigadora especializada en el área de cuerpo, ciudad y nuevas tecnologías “son las propias escenas visuales las que hablan, sugieren o refieren a modos de vida que, en muchos casos, se presentan como instancias de belleza y/o felicidad. Y esa presencia total de la imagen permite consumar sin réplica lo que el discurso tendría muchos más problemas en imponer argumentativamente (estilos de vida, anhelos éticos y estéticos). Aún más: la imagen exalta de facto lo contrario de lo que enuncia el lenguaje de la corrección política y los derechos particulares, y su éxito radica en un carácter persuasivo inapelable”. Que las cinco personas más seguidas en Instagram sean modelos, actrices y cantantes de no más de 35 años como Taylor Swift (49 millones de seguidores), Kim Kardashian (48 millones), Beyoncé (47 millones), Selena Gómez (46 millones) y Ariana Grande (45 millones) no solo confirma una jerarquía femenina dentro de la propia red social ‒que, por su lado, tiene un 68% de usuarios mujeres‒, sino el predominio inefable de la atracción de la belleza ‒sin dejar de lado la diversidad étnica‒, operando en silencio por encima de los gritos que insisten en que lo bello es algo subjetivo, interesado y, en última instancia, discriminativo. En oposición a casi todas las otras redes, en Instagram la armonía de los cuerpos no es una cuestión de autopercepción, buena fe y autoestima; en Instagram todavía funciona la prueba visible de la armonía “que complace a la vista o al oído”: la belleza que interpela, jerarquiza y diferencia. De manera tal que la belleza de los cuerpos, viene a revelar Instagram con sus imágenes, ¿no es finalmente la única aptitud que no puede simularse?
Emily Ratajkowski es un buen ejemplo de cómo las imágenes también dejan en escena los sutiles conflictos de los cuerpos bellos ante el goce.
Si esa belleza tiene su precio, el artista Richard Prince lo aprovechó cuando en mayo presentó en Nueva York una exposición con retratos anónimos de Instagram que vendió por 90.000 dólares cada uno. Pero el precio no siempre es material. Recién en el puesto 409 de los más seguidos, la modelo Emily Ratajkowski ‒que, como todas las celebridades, usa Instagram como agenda promocional, cuaderno ilustrado de bitácora y probador‒ es un buen ejemplo de cómo las imágenes también dejan en escena los sutiles conflictos de los cuerpos bellos ante el goce. De ahí el exótico collage en el que, en oposición al magnetismo que hace de la belleza una profesión, aparecen ‒y buscan mezclarse sin pliegues‒ las mismas hamburguesas y helados de calorías incompatibles que suelen mostrar en sus cuentas los menos privilegiados (y ahí es donde los 134 mil seguidores de @eatcleanok, la cuenta con “comidas saludables” de la estudiante argentina de nutrición Rocío Engstfeld, añade lo suyo: combinar lo rico y lo sano requiere un saber).
Instagram funcionó como despegue hacia las adyacencias de ese tipo de fama que no implica ningún ‒en palabras del escritor Martin Amis‒ “logro del espíritu”.
Con piedad, en tal caso, Instagram comunica que incluso la belleza puede gozar de todo mientras esté despojado de la sustancia que lo hace peligroso ‒para Ratajkowski esa “sustancia” sería el acto mismo de comer‒, algo parecido a lo que hace unas semanas experimentó el actor Vin Diesel al “defenderse” mostrando los abdominales en Instagram después de que se difundiera una imagen que pretendía mostrarlo gordo en pleno tour por su última película de acción. ¿Pero basta la exhibición para ser famoso? Para Lilli Hymowitz, una neoyorquina de 16 años sin parentescos ni vínculos con Hollywood, Instagram funcionó en cambio como despegue inesperado hacia las adyacencias de ese tipo de fama que no implica ningún ‒en palabras del escritor Martin Amis‒ “logro del espíritu”. Con 22 mil seguidores, Lilli muestra lo mismo que cualquier celebridad tradicional, con la diferencia de que su fama es al mismo tiempo visible e invisible. “Hay una enorme cantidad de energía y tiempo dedicados a la construcción de esa intimidad compartida que el individuo, más o menos conscientemente, tiene que capitalizar. Se trata de una fama de tipo radial que quizás podría medirse en potencia de alcance: más comentarios, más seguidores, más popularidad dentro de una pequeña comunidad autocelebratoria y cuyo destino final, quizás, podrían ser los grandes medios”, opina Margarita Martínez. “En Instagram ‘mi’ sensibilidad para capturar el mundo es ahora equivalente a mi propio ojo como herramienta privilegiada de intelección; es esa mirada la que busca ser ‘elevada’ a ley general si la atención se posa sobre ella. O sea, una fama a la escala de uno mismo, para bien y para mal”.
“En Instagram ‘mi’ sensibilidad para capturar el mundo es ahora equivalente a mi propio ojo como herramienta privilegiada de intelección; es esa mirada la que busca ser ‘elevada’ a ley general”.
En su escala máxima, Instagram es por lo tanto uno de los más poderosos dispositivos proyectando fantasías digitales de manera directa sobre lo amorfo de lo real, algo con lo que funda verdaderos templos digitales a la Belleza: el espectáculo de un Olimpo de la Perfección. Pero si en la verdadera belleza ‒como pasa, por otro lado, en el amor‒ la carencia es superior a la plenitud, el inconveniente subterráneo de Instagram es que su mayor virtud fantástica inaugura en simultáneo la inevitabilidad de su mayor desastre. La belleza perfecta, la cosa que no admite mediación con su signo, implica un delicado movimiento no de la cosa a su signo ‒o del cuerpo a la imagen‒ sino del cuerpo que deviene imagen de sí mismo. Y es en esa trampa donde, si la cosa deviene en su propio signo y erradica cualquier fractura, solo resta esperar el fracaso. ¿Hasta qué punto puede el arquetipo ser al mismo tiempo su objeto? En términos simples, ¿hasta cuándo Emily Ratajkowski va a resistir la tentación de comer aquello que muestra que come pero que no puede comer?///////PACO