1.

Las primeras semanas son confusas. Las cuatro de la tarde o las cuatro de la mañana pueden ser lo mismo, significando idéntico cansancio, marcando la única hora posible para lavar la ropa, comer o bañarse. Los horarios son relativos, el reloj no importa a no ser para ubicar el único segmento temporal con significado: las dos horas. Porque cada dos horas el bebé tiene que comer y por ende uno tiene que estar despierto. Uno está como auxiliar de la madre, porque es inhumano dejar a alguien solo a merced de una pequeña máquina de demanda.

2.

El nene se acaba de dormir y discuto con mi mujer. Son las dos de la tarde o las dos de la mañana. La discusión va subiendo de tono, terminamos a los gritos. De repente uno le dice al otro ¿por qué era que estábamos discutiendo? ninguno de los dos se acuerda. No dormir quema el cerebro, las funciones cognitivas entran a fallar. Y eso angustia y desespera. No por nada la privación de sueño es un método de tortura en prisioneros.

3.

Las ojeras crecen tanto como mi barba pero lo que tengo que solucionar con más urgencia es mi pelo, algo que fui posponiendo desde hace tiempo. Está larguísimo y, con la cara de destruido y la ropa recurrentemente vomitada por el bebé, estoy dejando de ser un hombre para convertirme en un ente. A las cinco de la mañana o de la tarde, decido cortármelo yo mismo; al usar sólo maquinita es más sencillo. Rigiéndome por el principio al que me obliga mi hijo («exprimir cada segundo mientras duerme») decido aprovechar el hueco de la ducha, antes de bañarme, así poder juntar el pelo con mayor facilidad. Es decir que me corto sin usar espejo, algo que no es raro porque no es la primera vez que lo hago. Después de terminar la tarea, antes de guardar la máquina, la miro de cerca: sin que me diera cuenta, en algún momento se corrió el tope de la guía y la afeitadora se puso en la medida para dejar el pelo lo más corto posible. Cuando me miro al espejo, con las ojeras, la piel blanquísima y el corte al ras, soy como un paciente oncológico encerrado en un campo de concentración. Mi imagen interior y exterior por fin se terminan de parecer.

4.

Ser padres primerizos complica todo: nadie advierte que quizás no importa ser tan estrictos con la toma de teta cada dos horas entonces mi mujer se pone mal porque el nene a veces no come lo suficiente o no se agarra bien del pezón y yo, como buen neurótico, intento taparle la angustia. Le propongo salir a dar un paseo para que se disperse. Dar un paseo en esas circunstancias significa ir a dar unas vueltas caminando por el barrio. Es la primera vez que salimos en una semana a algo que no sea ir a los controles de neonatología. Vamos con el cochecito, aprovechando que el tirano está dormido. Después de cuatro cuadras el paseo se evidencia como un sin sentido y decidimos volver, pero paramos en una verdulería a comprar algo. Mientras ella elige un producto dentro del local, el verdulero que queda en la vereda, un merquero con violencia contenida, mira el cochecito y pregunta cuánto tiene. En ese momento me doy cuenta de que es la primer persona que no es de mi familia o médico con quien hablo desde el nacimiento y le digo -no sé por qué- que no toma bien la teta. Él me cuenta, riéndose, que con su hijo pasó lo mismo y lo resolvió comprando leche infantil. Lo solucionó por su cuenta, sin consultar a un médico ni nada. Me resulta admirable esa capacidad para actuar sin pensar tanto.

5.

Entonces a partir del próximo control en neonato empezamos a ayudarnos con las leches infantiles. Aprendo marcas, de leches y mamaderas: Nutrilón, Vital, Nuk, Avent. Esterilizo cada recipiente después del uso y calculo las medidas de leche como un campeón. En alguna de las siguientes veces que me despierta el llanto inexcusable, a las tres de la tarde o las tres de la mañana, el sueño me hace chocar con las paredes del pasillo una vez más pero al llegar al comedor encuentro una imagen muy hermosa que tardo en entender: el suelo está coloreado. Después de refregarme los ojos me doy cuenta de que el problema no son las retinas, de verdad hay algo en el piso. Me acerco y descubro, desparramados, un montón de picos de cartón de leche cortados, azules, naranjas y blancos.

6.

Algún tiempo después, además de tomar, cagar, vomitar y dormir, mi hijo empieza a sonreir. Es la primera satisfacción que me da estando él despierto (contemplarlo dormir siempre es placentero). Me doy cuenta entonces de que no es sólo una máquina de demandar; las demandas responden a una programación que va complejizando la propia estructura para también ofrecer respuestas distintas. Formulo a partir de eso una teoría evolutiva: a través de la historia de la humanidad, los padres mataban o dejaban morir menos a las crías humanas que sonreían que a las que no lo hacían, por eso ahora sonríen. Adaptativamente era lo mejor. Si no hubiera llegado un momento en el que empiezan a tener sonrisa social, los humanos estarían extintos porque nadie hubiese aguantado a algo tan ingrato como un recién nacido. Si bien el camino del crecimiento es lento, por lo menos llegué a una posta en el recorrido. Se evidenció un avance, pasé de nivel. Pero es un juego complejo y cada nivel tiene sus reglas. Entendí que en un primer momento estuve a cargo de un tamagotchi y que, gradualmente, el tamagotchi se está convirtiendo en un pokemon para -bastante después- terminar siendo un humano. De eso se trata ser padre al principio, de favorecer esa evolución, aunque no se pueda poner al bebé en modo easy.///PACO