Por Juan Terranova
Mi análisis empieza con mis problemas para ir al banco. Después de algunas sesiones se transforma en algo que vuelve. Hablo de mis padres, de mi hermano, hablo de mi trabajo, defino las formas -clásicas- de mi neurosis, hablo de mi pereza, de la mentira, del miedo a la muerte o a la mutilación, de la herencia y de mi cuerpo, de cómo me irrito por algunas cosas muy puntuales, y ridículas, y arbitrarias. Y vuelvo al banco. Hablo de mi imposibilidad de ir a hacer trámites. La palabra es “trámites”. Todo lo que eso engloba. Mi analista lo resalta. “Hacer trámites” dice en voz alta y calla. Sí, hacer trámites, ir al banco. Lo odio. ¿Por qué? Empiezo a explicar. No puedo, no me gusta, me desequilibra ir al banco. Me pongo nervioso, violento. La espera me tensa. Haciendo la cola pienso mucho, aprieto los dientes. A veces llevo un libro, intento leer, incluso cuando espero, de pie, ocupando mi lugar en la línea. Pero no puedo. ¿Por qué? Es la burocracia, la rutina, el dinero. El murmullo del capitalismo. Esos hombres y mujeres vestidos de forma neutra, orgullosos de ser parte de esa institución mercantil, poderosa, usurera. Odio la iluminación de los bancos, esa decoración de fórmica utilitaria. Mi analista dice que me estoy desviando. Mi padre era muy liberal, trabajaba mucho, siempre por su cuenta. El banco según él, esa forma de trabajo, era dejarse someter, trabajar para otro. ¿Pero él tenía problemas para ir al banco? No, al contrario. ¿Entonces? Vuelvo. Es la espera, la pérdida de tiempo, la burocracia. Agrego: “No sé cómo manejarme, no confío, siempre me equivoco, hago mal las cosas, las tengo que hacer dos, tres veces, siempre me falta un papel, un documento, una firma”. Termina la sesión. La sesión siguiente hablo de la paranoia, del 2001, de la pesificación. “El banco es lo estéril, la muerte”, exagero. Pero lo necesito. Estoy ganando dinero. Me pagan con cheques, hago liquidaciones, me giran dinero de afuera, uso la tarjeta de débito, son mínimos pero imprescindibles movimientos financieros. Y así y todo, voy al banco y me insulto con los tipos que me atienden. No termino las operaciones. Confundo cuenta corriente con caja de ahorro. Pierdo dinero. No me importa. Pierdo trabajos. Pierdo tiempo. Todo es pérdida cuando voy al banco. Un día, sin embargo, descubro que no me sucede con los cajeros automáticos. Se lo comento a mi analista. Empiezo a prescindir de las colas, la “atención al cliente” y los boxes esos donde te reciben si es algo un poco más complejo. Se empieza a concretar una relación de seguridad con uno de los cajeros automáticos del Banco Rio, sucursal Caballito. Mi analista me lo marca y yo lo noto. De los tres que hay elijo, no el del medio, ni el de la izquierda, sino el que está sobre la derecha, más cerca de la Avenida Rivadavia, de la calle, de la gente. “Ese es mi cajero” le digo a mi analista. Tenemos una relación. Enseguida comprendo que el cajero es femenino. No es él, sino ella. O al menos andrógino. No asexuado, sí distante, frío. Esto es una obviedad. Y me gusta. Como las mujeres de piel muy blanca, que me dicen que no, que se alejan pero desde lejos me miran y sonríen. Si está ocupado mi cajero, aunque los otros estén libres, espero. Hacer cola para usar el cajero no me molesta. Son dos o tres o cuatro personas. Nada más. Me conozco las opciones. Me muevo rápido. Aprieto los botones de memoria. Extracción, saldo, clave, consulta. Es un “hola, qué tal, todo bien”. Introduzco y saco billetes, endoso cheques y los deposito. Un touch and go, le digo a mi analista. El también se permite una sonrisa. Como hay dinero en juego, la relación se erotiza, pero es un erotismo liviano, accesible, que fluye.
Una mujer en la televisión es una ficción idealizada, un arquetipo, un insumo del mercado. Con el cajero pasa lo mismo. En las publicidades televisivas aparece como una máquina mágica, que te ama incondicionalmente, que te da placer, que maximiza tu tiempo. La realidad es otra. Lo brillante puede brillar pero con un reflejo más pálido, pringoso, más violento, menos servicial, más demandante y duro.
Comprendo todo esto muy rápido y empiezo a frecuentar otros cajeros de otros bancos. Pero siempre de noche. El de una sucursal del Santander, en Flores, una madrugada que salgo a tomar algo. Uno del City sobre la calle San Martín en el microcentro. La cerradura está rota y hay un tipo durmiendo abajo de la luz blanca. (Ese día pienso que hubo gente que tuvo relaciones sexuales en un cajero. Imagino las posiciones. Ella apoyada, él penetrándola desde atrás con los pantalones bajos. Todo registrado por una cámara de seguridad que filma sin sonido en blanco y negro.) También paso dos veces por un Itaú sobre Avenida Belgrano. (La forma de introducir la tarjeta en el Itaú me resulta exótica, como el monito amaestrado de un lugar turístico. El cajero no la traga. Eso me gusta. Es más seguro.) Entonces, empiezo a usar el homebanking y siento algo de culpa pero no mucho. Dos meses después, dejo la sucursal del Rio. No cierro la cuenta, pero abandono el ritmo de interacción. Cambio de trabajo y me empiezo a manejar con una cuenta sueldo del Francés. Una pequeña sucursal que está sobre Avenida de Mayo, a metros de la calle Piedras. Y el homebanking me soluciona muchas cosas. Casi todo.
Un día vuelvo al Rio. Los cajeros no andan. Respiro hondo, dramatizo, y entro al banco. En recepción me dicen que los cajeros están fuera de servicio pero puedo pasar a realizar mis operaciones por caja. Miro. No hay mucha gente. Espero apenas tres minutos. Adelante mío pasa una vieja que saluda con amabilidad y confianza a la cajera. Escucho fragmentos de conversación. Me hago sonar los dedos. Cuando llega mi turno, me atiende una chica joven y de rasgos finos, bien peinada, pulcra, casi elegante. Cuando termino de depositar el cheque que tengo que depositar, le pido mi saldo y retiro mil ochocientos pesos en efectivo. La cajera usa una máquina para contar los billetes. Cuando me los pasa, me demoro contándolos yo otra vez en la ventanilla. Ella sonríe, como diciendo “no hay problema”. Termino y leo el cartelito que tiene sobre el bolsillo de su blusa. Lo leo en voz alta. Ella vuelve a sonreír. Es una nombre raro, alemán. Lo memorizo. Esa noche la encuentro en el Facebook. Le pido amistad. Me acepta. No hago nada. Ella me escribe un mensaje: “Vos sos el que hoy estuvo en el banco”. Le digo que sí, y le explico que fue de casualidad porque soy fóbico a los bancos. “Me ponen nervioso” le digo. Ella me responde: “a mí también”. ///PACO