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Pasó otro recital del Indio. Alrededor de 170 mil personas vieron al Mohicano con su banda de respetuosos profesionales tocar las canciones de “Pajaritos, bravos muchachitos”, el último disco que puso a los fans en el primer plano de su poética, como ya contamos hace tiempo en PACO. También en el escenario estuvieron tres de los ex redondos, en una movida predecible que ya se hizo muchas veces en el rock y preanuncia un regreso no muy lejano de la mítica banda que robó los corazones del lumpenaje y fascinó a la clase media con su mezcla única de rock&roll y poesía pulp y de vanguardias del siglo XX, formando eso que ante la perplejidad se definió como “el fenómeno redondos”. El ritual en lengua angélica que arde se repite una vez más. Me recuerda a una canción de El Padrino, banda de Rafaela –ciudad de donde vengo que también se enamoró de Los Redondos a principios de los 90s- que se llama “La camorra”, en referencia a la hinchada de Atlético de Rafaela que existía en ese entonces y decía:

La Camorra
Está cansada hoy
El celeste ganó 2 a 1
El Nico y el Kitty
Catato y Martín
No van a la escuela
Hoy toca El Padrino
Una vez más
¿Y para qué?
Otra vez más
¿Y para qué?

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La última vez que estuve en la misma sala con el Indio Solari fue en la mítica discoteca L´Etoile. Corría el año 1996 y Patricio Rey presentaba Luzbelito, que hasta hace poco fue mi disco favorito de la banda. Según decían entonces, esa noche hubo 7000 personas que se duplicaron gracias a un show en la noche siguiente. Quince mil turistas en un pueblo de ocho mil habitantes –San Carlos, cuna de la cristalería más fina del país y la cerveza Otro Mundo- generaron uno de esos caos que al año siguiente provocaría la prohibición municipal de contratarlos. Con los años, los recitales se harían más y más grandes, su público más masivo, sus discos más pobres y su humor más oscuro. En el divorcio Indio/Skay, el cantante se quedaría con las masas y el guitarrista, con la honesta mandolina.

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Tuve intención de ir a Gualeguaychú, pero no fui. Ya tengo casi veinte años más. Ya en mis 16 me costó mucho la epopeya de viajar a dedo, pasar un día entero vagando con sólo un sanguiche de milanesa en el estómago comprado en el garaje de una anciana, volver en un colectivo repleto sentado en la escalera de la puerta con tres personas más, pasar la noche en la horrenda terminal de Santa Fe. Y eso que los vi en una discoteca. Con este cuerpo que a veces se agota sólo por ir a la casa de un amigo a pie ya no puedo caminar ocho kilómetros en el barro y soportar el pogo más sobrevaluado del mundo. Mucho menos por escuchar sus temas solistas, cuyo sonido barroco y super procesado es imposible de disfrutar en un estadio repleto de cantantes de hinchada.

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¿Para qué queremos otro recital del Indio? Nadie puede explicar el fenómeno de escuchar música en vivo en tiempos donde la música grabada lo llena todo. Tal vez la cercanía con el artista, ese tótem de la modernidad, tenga algo que ver. Tal vez la energía de la música en vivo sea simplemente irremplazable. Hay casos de excepción, empezando por los Beatles, y hay casos que lo sostienen, empezando con los eternos Rolling Stones, quienes nunca parecen bajarse del escenario. Andrés Calamaro dijo alguna vez que los altísimos estándares de performance escénicas fijados por Jagger y Richards hacen imposible que otros artistas sigan el mismo camino. A los 40, 50 años no se puede tener la misma energía que a los 20. Sin embargo, el Indio, un sexagenario de la edad de los abuelos de sus fans, sigue ahí, agarrado al micrófono con insistencia. Y dando shows apenas dignos. Sus recitales son más convocantes que sus discos, los cuales cumplen las expectativas de ventas sólo si contienen alguna sombra en su interior de lo que alguna vez fue Patricio Rey, como es el tema “La Pajarita Pechiblanca” al final del álbum. Está claro que todos los fans aman y respetan a Solari pero no le prestan la misma atención cuando es acompañado por un grupo de efectivos sesionistas de ocasión.

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Las crónicas posteriores a Gualeguaychú hablan de un barro que no es tal vez, sino que es real. Un barro que se tragó a la gente y la poca comodidad que históricamente ofrecen sus recitales. Un punto fuerte es que ya no hay muerto ni heridos, apenas unos disturbios que tienen las características de un vandalismo suave, que incluye abigeato, cuatrerismo y color de clase. Lejos quedó Walter Bulacios y la conferencia de prensa de Olavarría, lejos quedaron los titulares catastróficos y las coberturas de la sección policiales. “Se fue vacío el camión de los fiambres”, decía el Indio en Lavi Rap. La prensa, que se afana en escribir una y otra vez la misma reseña mediocre después de cada show, sólo resalta sus frases plenas de corrección política y los records de entradas vendidas.

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El Indio siempre dice que es un “artista independiente”. Aunque sea millonario, la frase es cierta. Es independiente de las discográficas, del sistema tradicional de venta de entradas, de los negociados de las productores y los festivales. “Tengo que hacer todo yo solo”, le gusta repetir en las entrevistas donde llora porque a Pop Art le otorgan suculentos descuentos y subsidios, y él debe arreglarse con lo que produce la taquilla, que por cierto es la más alta del rock argentino. Por eso el Indio, hace unos cuatro o cinco años, decidió resignar un poco de esa independencia y cerrar tratos con el gobierno nacional. A cambio de unas palabras amables en recitales y entrevistas, a cambio de ceder derechos de sus canciones para las campañas políticas de Daniel Filmus y otros referentes kirchneristas, el Mohicano domado consiguió el apoyo de funcionarios y gobernadores que autorizan sus recitales, le prestan seguridad especiales, colaboran con la enorme logística y lo eximen de impuestos. ¿Era necesario? Creo que no se lo puede juzgar demasiado duramente. El camino de la independencia fue transitado por muchas bandas desde entonces, el estilo Redondos de producción hizo escuela y generó las bandas más convocantes del país: La Renga y Los Piojos, por ejemplo. Sin embargo, otras bandas con mucha menos capacidad como Callejeros decidieron imponer las mismas reglas, con el final que todos ya conocemos. Tal vez el quiebre fue, una vez más, la fatal noche de Cromañón, en la que el Indio se dio cuenta que nadie iba a volver a tolerar un muerto en un recital de rock. El pacto con el diablo le permitió sobrevivir y perpetuarse como una estrella masiva y convocante, seguir reflejándose en el brillante espejo del éxito.

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Quedan varios recitales del Indio por delante. Millones de remeras –oficiales y truchas-, combis, colectivos, pasajes de tren, automovilistas generosos y viajeros solitarios, entradas de reventa millonaria, publicidad sólo a través del falso “boca a boca” apuntalado por el periodismo especializado que busca alguna respuesta para un fenómeno que nunca comprendió. Un tour que propone una y otra vez la misma calesita de caos, confusión, organización faraónica y siempre insuficiente en tiempos donde el rock masivo pasa, sobre todo, en los grandes festivales auspiciados por empresas y franquicias multinacionales, donde la comodidad y la experiencia careta son el atractivo novedoso que seduce a la clase media que busca mantener el confort conseguido en el post-cromañón. Este abanico de contradicciones, omisiones y pretensiones es sospechado por aquellos fans que no viajan más, esos que, como ese tipo de traje en el subte que vi el viernes escuchando en su Smartphone un yotube de Solari con la mirada llena de nostalgia, ya no pueden embarcarse en la incomodísima aventura de otro recital del Indio, quien no parece devolver a su público mucho más que unas canciones de ajustada artesanía y algunas palabras que ya había dicho muchas otras veces, en contextos menos agotadores. Una vez más, y para qué, es la frase que resuena en mi mente cuando escucho los comentarios indignados de la gente que la pasó para el orto, otros que la pasaron muy bien, otros que no les importa, otros que aplauden y otros que con su silencio revelan la tristeza de no haber estado ahí. ///PACO.