La idea original de esta nota surgió la semana pasada, con ganas de jugar un poco con la ¿coincidencia? en la fecha de nacimiento de Elvis Presley y de David Bowie: 8 de enero. Un poco de numerología, otro de astrología y tarot para navegar por las ciencias ocultas de la mano de El Rey y El Duque, parecía un buen plan. Además, que el 8 acostado sea el símbolo del infinito y que el 1, correspondiente al mes de enero, sea, entre otros tantos aspectos, el número que contiene toda la potencia de inicio, lo que se llama «punto original», que sería la partida por donde surge «un universo», hace que no me extrañe para nada que ellos, justamente ellos dos, hayan llegado a este mundo ese mismo día. El domingo me acosté pensando que tenía que ajustar los detalles de lo escrito y enviársela temprano a Mavrakis. Lejos de mis planes, y de mis deseos más profundos, la mañana fue desayunar con la noticia sobre la muerte de Bowie y acomodar lo mejor posible todos los sentimientos que afloraban desordenada e incrédulamente.
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Leo en Twitter : «If you’re ever sad, just remember the world is 4.543 billion years old and you somehow managed to exist at the same time as David Bowie.» Vaya contemporaneidad que siempre estuvo ahí, firme, marcándonos el ritmo. Mi primer acercamiento fue a los 7 años con la película Laberinto. Estaba todo el día en lo de mis abuelos y mi tía, veinteañera por esos tiempos, la tenía en un VHS. Para que no la molestara ni le tocara todas las cosas de su habitación, la tenía siempre a mano porque sabía que una y otra vez ahí me quedaría frente a la tele repitiendo los diálogos y bailando. El Rey Jareth, con sus movimientos sensuales y su oscurismo a flor de piel, manipulando a la jovencita no tan inocente, me resultaba fascinante. Cada vez que quería jugar con mis primas a Laberinto me costaba elegir si ser ella o ser él, así que era los dos y, claramente, ya nadie quería jugar.
Leo en Twitter : «If you’re ever sad, just remember the world is 4.543 billion years old and you somehow managed to exist at the same time as David Bowie.»
Los años, o mejor dicho, las experiencias, trajeron lecturas más interesantes de la película, demostrando que en ese juego de muros, escaleras y espejos, hay mucho más que un síndrome de Estocolmo latente. Todos somos ella, todos somos él, ellos son uno y el otro. El juego de las fuerzas, quién es víctima de quién y viceversa. Y antes de que me corran con discursos de género y los matices de la violencia psicológica, no olvidemos la escena de excelencia en la que Sarah, con un feminismo que es un sí total, se libera del laberinto diciéndole a los ojos “you have no power over me”. Todo lo que sé del amor, y no amor, lo aprendí con Laberinto y habita en esa oración pero, sobre todo, en el gesto de él cuando la escucha.
¿La película hubiese sido tan buena sin Bowie? No existiría tal película sin Bowie, o sí, pero no estaríamos recordándola, probablemente hubiera sido una sucesión de actos fallidos. El Rey Jareth es el aura de Ziggy Stardust realoaded, tomando su cuerpo, es un personaje hecho a medida y agigantado gracias al no pánico de Bowie frente a las pulsiones y la perversión que, en una sola mirada, el tipo hace penetrar. Por esos años, Soda Stereo sacó Ruido Blanco. Una tarde veo el casete en la casa de mis abuelos. Recién ahí pude soltar un poco la película para empezar a escuchar lo que, para mí, era el casete del Rey Jareth. No había manera de entender que ese muchacho era Gustavo Cerati, no había forma. Durante un par de años, esa niña que fui, los vio como la misma persona. Llegando a los 10, año 1989, había aprendido a distinguirlos y ya tenía una remera de Bowie y otra de Soda, sabía que uno era El Duque Blanco y el otro era El Amo de la Seducción. Los que disfrutamos en vivo de Gustavo podemos decir que lo hemos visto varias veces celebrándolo con goce y una libido desbordada por la admiración. El clásico: el empalme de Paseo Inmoral con The Jean Genie.
Entrando en los 90 llego al Bowie setentoso, empujada por las sugerencias del matrimonio que atendía la disquería del barrio, en Boedo y San Juan. El primer disco que compré fue Pin ups.
Entrando en los 90 llego al Bowie setentoso, empujada por las sugerencias del matrimonio que atendía la disquería del barrio, en Boedo y San Juan. El primer disco que compré fue Pin ups. Ahí grabó See Emily Play que se convirtió, en la primera escucha, en mi preferida y fue la puerta a Syd Barrett. Hasta ese momento para mí todo lo que era Pink Flyd se limitaba a The Wall y a hacerme dormir, al menos ahora reivindicaría sus comienzos y tendría otro motivo para odiarlos. Iba tanto a la disquería a hablar de música y les compraba tantos casetes que, para mi cumpleaños de 15, los dueños, me regalaron Diamond Dogs. Recuerdo que la tarjeta decía “¡Estás lista!”. A la semana tuve que pedirle a mi padre que me compre 1984, de Orwell. Hace poco me encontré con el trip nazi que sedujo y protagonizó Bowie promediando los ’70. Leo varias anécdotas y declaraciones, una diciendo que él “podría haber sido un Hitler excelente”. Pero el que mejor puede escribir sobre ese Bowie, y que tiene todo para hacerlo, hasta la exigencia emocional del momento, es Juan Terranova.
La historia sigue como puede seguir la de cualquiera, con esa ansia de juventud, queriéndolo descubrir todo, sabiendo que hay tanto para leer, ver y escuchar. En el repaso de los momentos claves de crecimiento, o cómo llego a favoritos eternos, o hasta en las más mínimas búsquedas e inquietudes que surgían, y sin las posibilidades tecnológicas que hay ahora, entiendo que si hubo alguien que ordenó y funcionó como el grado 0 de separación con el mundo, ese alguien fue Bowie. Entonces, ¿cómo imaginar un mundo sin él?
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El jueves pasado estrenó el video del tema Lazarus, en el que canta “mira acá arriba, estoy en el cielo… seré libre”. Fue una buena y esperada noticia, junto a la propia del lanzamiento del nuevo disco, luego de que meses atrás anunciara que ya no daría shows en vivo. Blackstar salió el viernes, el día de su cumpleaños. Hoy es imposible no reconocer como, a lo largo de las siete canciones que lo conforman, nos cuenta lo que estuvo viviendo, el camino a este desenlace. Y lo hace con entereza y belleza profunda, lo hace dándonos toda su autenticidad. Esta última obra hubiese representado otro giro en su carrera, además de ser el disco más pretencioso de los últimos 30 años, recordando que entre el 2003 y el 2013 se llamó a silencio. El productor Tony Visconti dijo en la Rolling Stone de noviembre que, el deseo mayor, con esta obra inspirada en el disco To Pimp a Butterfly de Kendrick Lamar, era evitar el rock en cualquiera de sus formas. En esa búsqueda, empiezan a recurrir a diferentes músicos de jazz del mundo que terminan siendo el puntapié de la experimentación que propone Blackstar, dándole altísimo protagonismo al saxo y apelando a bases de la música negra, fusión que no pierde de foco la fantasía de lograr una obra de jazz.
Los críticos jazzeros coincidieron en que los diez minutos del tema eran una “hazaña épica”, una “aventura musical como sólo Bowie puede comandar”.
La canción que le da nombre al disco se estrenó a finales del 2015, con un video prácticamente testimonial que hoy hay que tener mucho coraje para ver. Los críticos jazzeros más prestigiosos coincidieron en que los diez minutos de duración del tema, eran una “hazaña épica”, una “aventura musical como sólo Bowie puede comandar”. La sensibilidad melódica de este último disco, le da humanidad a un género que, embelesado por el swing, a veces pierde de vista la sensualidad de los graves y la pulsión que emerge de los matices. Como identifico algo similar a la orfandad en toda esta tristeza, como si dejáramos de ser los guiados para pasar a estar en la primera línea de fuego, creo que de este discazo algo nuevo nacerá. Porque en definitiva, este último gran regalo que nos dejó, llamado Blackstar y que es el único disco que en su tapa no tiene ni fragmentos de él, también vio la luz en ese “punto original” que palpita en la energía del 8 de enero.
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Sigo leyendo todas las publicaciones en redes y medios. Leo sin parar, leo todo, como si tuviera que leer para convencerme que está sucediendo. Me detengo solo cuando leo a Iggy Pop en su facebook: “David’s friendship was the light of my life. I never met such a brilliant person. He was the best there is.” Iggy fue el primero en el que pensé al enterarme la noticia, el segundo fue mi amigo Julián Elencwajg. Con él hablamos muchas veces sobre cómo sería el día en que esto ocurriera, claramente no teníamos ni idea. Julián escribió en su muro: “El truquito de matar al personaje para volver siendo otro muy distinto y genial ya lo hizo muchas veces. Me preparo para lo mejor.” En esa línea se esconde todo lo que la nota original quería contar a partir de las ciencias ocultas, me quedo repitiéndola en voz alta como un bálsamo porque creo que en esa línea está David Bowie más vivo que nunca. Al rato me doy cuenta que sí, que es así, pero que también está en mis amigos, en mis libros y discos, en mis decisiones y proyectos, en mi amor y en mis fantasmas.
“El truquito de matar al personaje para volver siendo otro muy distinto y genial ya lo hizo muchas veces. Me preparo para lo mejor.”
Vale que la tristeza sea mucha, podemos permitírnoslo pero no por demasiado tiempo porque hay una tarea enorme por delante. Fuimos testigos de alguien impresionante y, como tal, tenemos la obligación de dar testimonio. Obligación emocional e intelectual pero, sobre todo, de la más exigente de las obligaciones, la que nace de la gratitud. Hasta pronto, Starman, ojalá nos veamos en Marte///////PACO