Arriesgo que la inmensa mayoría de los que estuvimos en la plaza el jueves o no vimos jugar a Diego o lo vimos poco y siendo muy chicos, y no en su momento de esplendor. Por lo tanto, el fundamento del amor que sentimos por él no viene de manera directa del recuerdo de las imágenes que nos ofreció su calidad futbolística. Eso que sentimos ante su muerte, entonces, esto que sentimos ahora mismo y que con el correr de las semanas y los meses quizás se vaya amortiguando, aplacando precariamente, pero que tenemos la íntima certeza que nos va a acompañar por el resto de nuestra vida, proviene de zonas mucho más profundas de la conciencia social. Estos días, a partir de la muerte de Diego, la Historia nos abrió una hendija por la que pudimos asomarnos y espiar la existencia misma de lo trascendente. Sentimos esa energía, pese a estar educados disciplinadamente en ignorar, negar o despreciar todo lo vinculado a estas cuestiones.

Lo que sentimos estos días adentro nuestro, esa bomba que nos explotó en el pecho, es el resultado de la incontenible fuerza telúrica de la tradición: eso que se transmite de abuelos y padres a hijos, en el interior de un hogar, referido a los valores espirituales e históricos del modo de vida de un pueblo. Esto no es otra cosa que la cultura. La muerte de Diego nos puso adelante algunas cuestiones muy sencillas pero de una potencia difícil de mensurar, y que por tarea de años y años de difusión liberal y tecnocrática nos pasan más o menos inadvertidas, pese a que lo sentimos estallar en nuestra conciencia y lo llevamos en nuestro cuerpo. Estos momentos de trascendencia (como el 17 de octubre, la muerte de Evita, la de Perón o incluso la de Néstor Kirchner, cada uno con sus particularidades y sin pretender ponerlos en pie de igualdad) nos confirman que existe un tiempo, que es el de los hombres y las mujeres, pero también que existe una eternidad, que es de Dios y es de los pueblos. En un sentido político, lo que vale la pena indagar, en todo caso, es qué fibras tan íntimas, tan propias, tocó Diego en relación a nuestra forma de ser y estar en el mundo. Es probable que en estos días, las visiones progresistas, académicas y periodísticas se enreden en conceptos como “plebeyo”, “poder”, “rebeldía” o del estilo. Sin duda, algo de ese orden resuena en el legado de Diego. Pero lo más lógico, creo, es ir a buscar en la Historia las variables mínimas repetidas en todos los casos más o menos análogos que detallé antes. Vamos a encontrar fácilmente que son tres las características comunes, pero que sin embargo siempre van unidas y en esa unidad es que, probablemente, resida el fundamento de su potencia: lo nacional, lo popular y lo cristiano. Eso que, bien mirado, es solo uno. Uno y trino, sabemos.

La Historia nos confirma que por debajo de nosotros, por debajo de las pantallas de nuestros smartphones, por debajo de nuestros gustos y de los algoritmos de las empresas tecnológicas y de entretenimiento del turbocapitalismo, por debajo de las cookies, de los likes y de la indignación, del new age, del crossfit y de las selfies, por debajo de nuestras relaciones amorosas, familiares y sociales, por debajo de nuestras aspiraciones y de nuestros sueños, de nuestros trabajos y de nuestras frustraciones, por debajo de nuestros méritos y de nuestras oportunidades, por debajo de las inmobiliarias, del precio del suelo urbano y de los silobolsas repletos, por debajo, incluso, de todo el aparto del Estado, late un potente río histórico, espiritual y político, que cada tanto, ante circunstancias muy puntuales que están por fuera de la voluntad precisa de los hombres y las mujeres pero que, a la vez, son parte de esa voluntad, emerge y nos desborda, nos modifica para siempre.

Hoy, que buena parte de la militancia está rendida ante la embestida del poder. Hoy, que muchos ya acomodaron su discurso en preserva de sus intereses particulares y festejan el sacrificio de las identidades colectivas de nuestro pueblo en el altar de lo nuevo, la irrupción providencial de esta movilización de fuerzas raigales que implicó la despedida de Diego vuelve a poner arriba de la superficie no solo la discusión por el poder, sino también los fundamentos sobre los que se construyen los procesos de construcción de poder popular y el marco cultural en el que debe darse la pelea por un proyecto de liberación nacional argentina. Esta flagrante demostración de energía en que nos vimos implicados creo que nos dice que, en alguna medida, Diego representó esos valores que se fueron transmitiendo de generación en generación, y que son opuestos a los que el poder mundial y local y buena parte del arco político vendido a esos intereses para su propia subsistencia como camarilla intenta instalar como único sentido posible. Los aparatos ideológicos del imperio, del hegemón mundial actual, tienen una estrategia bastante evidente: destruir la tradición nacional revolucionaria de nuestro pueblo. Eso se logra, entre otras formas, atacando las particularidades, las costumbres, nuestra idiosincrasia.

La foto del interior de un Starbucks de Buenos Aires nos ofrece exactamente la misma imagen que si fuera tomada en el local que la cadena de café tiene en Ámsterdam, en París, en Nueva York, en Tokio, en San Pablo o en Moscú. De esa manera, se logra arrebatarnos la voluntad de combate porque ¿quién va a pelear por algo que no ama? Y, de manera inmediata, ¿quién puede amar algo que no conoce? Y cómo se conoce lo que somos si no es a través de la tradición, ese lugar sagrado que los pueblos del mundo, a lo largo de los siglos, han reservado para seguir existiendo. O acaso la nación no es el pueblo perdurando. Ahí pretenden quebrarnos el espinazo. Nos bombardean de publicidad, de ideas nuevas, de micro identidades, de nuevas subjetividades, todo para esconder algo que la despedida de Diego puso en evidencia con la vehemencia de un tifón: somos un pueblo. Nuestro deseo, tan individual, no es el motor de la historia. La comunidad sí importa, la Fé, la tierra, el amor a los padres, el orgullo de ser quienes somos, también. En definitiva, que la Historia somos nosotros.////PACO