Personalmente, prefiero quemar las cosas antes que hervirlas. Acumular fósforos usados durante semanas, construir una pequeña casa de madera, incendiarla hasta los cimientos. Más terapéutico que cualquier diván. Sin dudas. Pero las cosas así no sirven a cualquiera. Hervimos a diferentes grados, dijo R. W. Emerson.
Mickey Rourke nunca pudo desenvolverse como gran actor. Probó suerte como boxeador y no le fue bien. Los biógrafos dicen que sus oponentes le apuntaban especialmente a la cara para destruírsela. Un niño bonito de Hollywood en un ring verdadero. Mala decisión. Mickey Rourke tiene una participación breve pero intensa en la primera The Expendables. Película por la que he derramado ya suficientes lágrimas. Su asunto no son los grados a los que hervimos sino el delicado momento en que la olla explota, el agua hirviendo se desata y el fuego se apaga. Lo que queda después del desastre.
Uno de los más bellos, más sensibles y mejor pronunciados monólogos del cine de los últimos años. (El cine que miro, al menos, que no es tan malo). El humo blanco de esa extraña pipa oriental que devela que el hombre ha conocido el mundo, el trazo beckettiano de los dibujos en la oscuridad –voy a terminar de pintar esta guitarra y después voy a destruirla; sin más, el ánimo de acción más sincero y realista del arte que haya escuchado en mi vida-, las lágrimas viriles de una memoria destrozada por la violencia y la sangre.
El texto podría estar en cualquiera de las páginas que Cormac McCarthy escribió en Blood Meridian.
Le tocó estar en The Expendables.
La catarsis por la muerte de quienes ya no podrán estar entre nosotros nunca más no es inútil pero es, pensada con cuidado, estrictamente egoísta. Hay que deambular entre los últimos en acercarse a un velorio para entender que también es inevitablemente ridícula. La vida sigue y los muertos entierran a sus muertos. No lo dijo Mickey Rourke. El problema son los muertos que vagan entre los vivos. Los que hierven a diferentes grados para siempre.
En otra escena de The Expendables, Rourke se baja de su moto con una nueva rubia de culo tallado. Se lo palmea. Dice un nombre equivocado. Y no se acuerda del nombre. No interesa el nombre. Porque un animal es siempre el mismo animal. Y porque no importa esa pequeña dosis de Humanidad inoculada en la ficción trivial de los nombres propios.
El relato de un hombre al que las circunstancias lo han empujado fuera de la Humanidad.
Sylvester Stallone no puede mirar al hombre que se rindió. Pero lo comprende y puede llorar por él.
Esta es la clase de cine que me conmueve. Bastan 3:27 minutos. Lo demás son cosas de maricones.///PACO