na01fo01

Por Nicolás Mavrakis

Para @mabiuso, lectora de necrológicas

I
Leía un chiste sobre el mejor bar del mundo inaugurado en la URSS cuando irrumpieron las pompas fúnebres de Videla en las redes sociales (porque ahí es donde se padece el único escarnio). El Kremlin inaugura el mejor bar del mundo en Moscú, al estilo más atractivo de Occidente: buen espacio, buena decoración, muchas mujeres. Pero la clientela no llega y el lugar está vacío. Dos camaradas discuten. «¿Es por la decoración?», pregunta uno. «Imposible, fue diseñada en los centros nocturnos más sofisticados de Nueva York». El camarada piensa. «¿Los barman?», pregunta. «Han venido desde los mejores bares de Londres», responde el otro. «¿Por qué nadie se fija en las mujeres con las medias red y los corsets de seda que trabajan en el bar?», pregunta de nuevo. «Todas han sido fieles y responsables miembros del Partido durante más de cuarenta y cinco años».

La recepción que la web hace de un evento es aquello que da entidad real al evento y en esa misma recepción que hace la web de un evento se pone en funcionamiento el sentido inaugural del evento. La segmentación inmediata de esos sentidos se da por las burbujas de filtro. Luego llegan los matices. Si lo mundano es un sistema de convenciones de los otros -la palabra subrayada en esa frase sería otros-, hay determinados eventos que obturan el cerco digital de lo mundano -en la web, el único motor del sentido- a una velocidad tan calculadamente acompasada que agota toda metamorfosis en pocos minutos.

La muerte de Videla en Twitter fue, hacia las nueve de la mañana, un rumor que hacia las nueve y media se convirtió en una celebración ironista y hacia las diez en una sucesión de Videla facts cómicos. En Facebook, cada cual construía el matiz de su experiencia con párrafos sentidos de condena moral, reivindicación individualista y mala prosa. En simultáneo, una y otra plataforma exhibían un poderoso revival religioso alrededor de aquella institución católica en estado de abolición inminente, el Infierno. «Videla era un creyente. Yo no lo soy. Pero si existiera un infierno, allí estaría su lugar», sedimentó Beatriz Sarlo en una columna al día siguiente.

II
La gramática de los sentimientos a través de las burbujas de filtro: una restitución permanente de identidades individuales ejecutada a través de la confirmación narcisista de la identidad del grupo. Hacia las diez y media de la mañana, la tensión era insoportable (la burbuja, al final, produce también el deseo de su propio anticuerpo: el ansia de su propio aguijón) y en algunos márgenes se reclamaba -con ansiedad, con una palpable ansiedad– algún tipo de intervención estimulante, algún grado de irrupción, algún grado de -para pensar en una palabra significativa la clase de percepción asfixiante de sí misma que tuvo la burbuja en ese momento- libertad. El llamado de las sirenas para atraer a la derecha cínica y cool. Categoría ambigua pero sonante cuya identidad -por darle un primer recorte para nada exhaustivo- vendría a ser la de quienes no rentaron su voz pública (y en algunos casos su psiquis privada) al Estado.

La ansiedad por la irrupción repite a su manera la pregunta de los dos camaradas soviéticos en el night club de Moscú: «¿Por qué nadie se fija en las mujeres con las medias red y los corsets de seda que trabajan en el bar?» Reformulada, funcionaría aproximadamente así: «¿Por qué este hastío a pesar de la feliz reproducción de todas las presiones sociales que establece mi grupo de pertenencia? ¿Por qué necesito el shock del lenguaje ajeno para sentir una interacción genuina?».

III
Cuestiones generacionales, tecnológicas, históricas, sociales, políticas. La disposición final de Videla tuvo dos últimos coletazos: el detalle de la deposición final -que circuló en Twitter antes que en los medios tradicionales-, dando cuenta de la muerte sobre el inodoro -honor escatológico que han compartido en el pasado un rey inglés y otro rey norteamericano, Elvis Presley– y la denuncia pública de quienes despidieron a Videla desde las necrológicas del diario La Nación. Si Sófocles utilizaba el mismo recurso para percibir alguna coordenada valiosa sobre su época no podremos saberlo nunca. Sí sabemos que hacia el quinto siglo anterior a Jesucristo, la cuestión del responso a los muertos más allá de la ley era ya relevante.

Hubo un rápido goce thanático en la defunción de Videla. Una especie de lejana herencia simbólica y difusa indicaba que era esto una buena noticia y exigía la alegría por la muerte, incluso entre quienes jamás habían interactuado históricamente o generacionalmente con su existencia, ni con las consecuencias directas o indirectas de su existencia. No se trata de buscar categorías morales al asunto -al cabo de un día, ¿quién no desea la muerte de alguien?, ¿quién no goza sabiendo que el enemigo ha sido terminado?, e incluso, ¿por qué no festejar la muerte de Videla como en Inglaterra se celebró la muerte de Thatcher?- sino de preguntarse por el grado de automatismo. Por el hastío. No se trata de no odiar: se trata de odiar correctamente. Goce y automatización: dos palabras que no parecen destinadas a combinarse con demasiado éxito.

Sin esa pregunta, la denuncia de las necrológicas publicadas en un diario -actividad que, aún así, se redujo a las cuatro o cinco horas del tercer día- se vuelve parodia de Sófocles. El reflejo automatizado, el correcto deber ser, que empuja a la denuncia de quienes despiden al muerto. Los roles entre Antígona (que quería velar al difunto según los ritos) y Creonte (que determina la prohibición estatal de los ritos) se intercambian en una comedia que -lo lamentable circunda en verdad esta simple cuestión- es menos negra o reparadora que aburrida. Puede ser que la ingenuidad esté en una exigencia de lecturas originales donde en el mejor de los casos hay simple originalidad. Por ejemplo: derrotados, juzgados, condenados, Videla y cualquier diario de papel se parecen bastante más entre sí de lo que puede mostrar la sombra anacrónica de cualquier tipo de afinidad ideológica (y estas son palabras para sujetar con otras pinzas). La cuestión, en el mejor de los casos, no habría ameritado más que otra cita bíblica como aporte al revival sobre el Infierno. La más idónea está en Lucas, 9:60: «Y Jesús le dijo: Deja que los muertos entierren a sus muertos».

IV
Si el asunto dejara de ser ahora la muerte de Videla -sobre el que desde hace tiempo ya ni la derecha (que es cínica y es cool pero no es estúpida) tenía nada que decir-, lo que restaría es otra vez la pregunta por el hastío.

Las pulsiones emocionales en la web son mensurables pero no pueden ser (probablemente no lo sean nunca) absolutamente prefabricadas. Esto les da un estatuto político. Sí pueden ser, por otro lado, apuntaladas, operadas, intervenidas. Y esto les da un doble estatuto político (en este sentido, leo cada vez más perfiles de Twitter que podrían sintetizarse con una de las siguientes fórmulas generales: pertenezco al gobierno porque me financia y determina mis ideas y pertenezco a un enemigo del gobierno porque me financia y determina mis ideas). Si a pesar de una década de trabajo -tecnológico y discursivo y material- sobre las redes y sus agentes, el producto contemporáneo más palpitante del poder más influyente es un hastío que reclama la existencia de una voz antagónica -esa imaginaria derecha cool y cínica que hasta sería capaz de reivindicar a Videla-, algo que se parece al declive se ha hecho presente.

Por algún motivo hay más vitalidad estética y ánimo de quebrar la burbuja en las fantasías de purgas en el Archipiélago Monotributo y en los dramas microautonomistas del outsider Lucas Carrasco en Twitter, que en la sobreocupación estatal permanente -periodista nac & pop en Duro de Domar, Ni a palos, Radio Nacional y Canal Encuentro– de Julia Mengolini. El estado de situación del hastío en nuestra Moscú imaginaria.