Algo tendría hoy que decir el INADI sobre aquella máxima de Roberto Arlt: Cuidate de los señalados de Dios. No es precisamente discriminación positiva. Los gnomos son señalados de Dios. Los hizo ligeramente horribles y ligeramente cómicos -es decir, no los hizo a Su semejanza-, atributos que los circos han mercantilizado y sociabilizado durante cientos de años. El mejor actor de Game of Thrones no es un gnomo por accidente. ¿Qué otra cosa han hecho los gnomos desde siempre además de representar el grotesco fallido de las posibilidades de lo humano?
Gnomo, el monstruito feo, barburo, tan alto como una mesa en el peor de los casos. Dando pasos seguros con piernitas cortas, pantalones recortados a medida y mucha ropita de talles para chicos. Imagino la subjetividad de un gnomo condenado a usar ropa interior infantil toda su vida. Alzando la voz para que primero lo escuchen, después lo busquen y luego lo vean con la cabecita autosuficiente, alzada un poco más por arriba de aquella zona pútrida del espacio aéreo civil destinado al ir y venir de las braguetas y de los culos. Un gnomo en un colectivo respira eso: imaginen una vida donde ese es el perfume del napalm por las mañanas. Un gnomo en un taxi, levantándose del asiento para ver el taxímetro porque se lo tapa el cabezal del asiento del acompañante. Un gnomo comprando una bicicleta: readaptando el manubrio para los bracitos y los pedales para las piernitas, una aventura antes de surcar el suelo, ese territorio conocido tan de cerca. Un gnomo comprando anteojos: «¿Tienen diseño para adultos pero en tamaño para chicos?». Un gnomo en la escuela: condenado brutalmente por sus compañeritos, que crecen y lo siguen mirando desde arriba, cada vez más arriba. Un gnomo en la universidad: el comentario que percibe antes y después de cualquier mesa de examen, la mirada risueña de las chicas en los pasillos.
Volvamos al gnomo y la ropa interior. Suponiendo que, como los gorditos y las gorditas, el gnomo se salvara a través de la web -una personalidad en redes sociales elaborada a través de posiciones grandilocuentes, opiniones a gran escala y fotos de sí mismo majestuosamente sentado o de pie, como un gran señor, con una cámara que jamás supere el metro cincuenta de altura-, el gnomo concreto, la carne del gnomo, su carnecita, con mangas vueltas a hilar y botamangas reconstruidas y alguna bufanda que en invierno luce irremediablemente como un poncho: ese gnomo. Con una mujer a la que le gustaran las excentricidades, invitando a cenar a esa mujer, sentándose sobre el cuidadoso borde de la silla para no perderse bajo la línea del mar, mirando el menú por debajo de la mesa para no desaparecer, ese mismo gnomo, que maneja su auto sobre un almohadón, que mira dos veces antes de frenar porque no puede ver qué hay allá afuera y tan arriba, ese gnomo, en algún momento, se saca el pantalón ante la mujer -sádica, curiosa, divertida- y lo que queda a la vista es un cuerpito que usa ropa interior para niños -uso la palabra niños, más efectiva que chicos– y el gnomo lo sabe, la mujer lo sabe y entonces…
Martin Amis ha escrito sobre gnomos. Entiendo que sean seres inquietantes. Como una mujer llorando en su puesto laboral. Como Jamie Cullum al levantarse de la butaca del piano: no se eleva mucho más que antes. O el wetback que domina a los perros de los WASP en Discovery Chanel. Inquietante. (En este mismo momento debe haber un fuerte lobby de gnomos operando para que vuelvan a ponerse de moda los sombreros de copa alta. Basta mirar las imágenes de perfil en Twitter). El problema con los gnomos es que sus piecitos no se escuchan y entonces se meten en las salas incorrectas. Sus cabecitas no se ven y entonces uno no los descubre en la cola del cine. Demasiado tarde, cuando ya están ahí. ¿Cómo es el cumpleaños animal de un gnomo? Ese momento en el que tu cuerpo te sobreviene y que en el universo de la sexualidad femenina se resuelve en la instancia del debut -«ahora soy una mujer»- y que en el universo de la sexualidad masculina -«ahora soy un hombre»- se resuelve en el instante de aniquilamiento de otro hombre. ¿En qué se transforma un gnomo?
Una idea basada en la experiencia: se convierte en un crítico de cine durante el Bafici. En un crítico literario durante la Feria del Libro. En un politólogo durante cualquier período de elecciones. Probablemente en director técnico durante un Mundial de fútbol, pero hasta los gnomos son sensatos en este punto y saben que no hay nada fructífero para ellos en el deporte.
No importa si las recomendaciones de un gnomo son sensatas o se basan en una argumentación erudita. Son saltitos simbólicos desesperados y por eso solamente exudan la enorme petulancia, el inabarcable ansia de autoestima y el omnipresente miedo al rechazo. Por todo eso no valen nada. Los gnomos persisten y convierten con sus cerebritos cualquier manifestación cultural en la excusa instantánea para un temario abierto, opinable, intervenible.
Acostumbrado a la nimiedad física, el gnomo minimiza también las convenciones sociales a conveniencia. En una actitud forzosamente social, el gnomo emerge un poco más arriba de las rodillas entre un grupo de desconocidos a los que llama por su nombre -el gnomo ha hecho antes preguntitas, el gnomo ha puesto a funcionar antes sus deditos en Facebook-, y a los gritos reclama atención, relevancia; en definitiva: la búsqueda infructuosa del talle impreciso de la presencia humana. El gnomo que aparece al costado de una mesa, con la boquita y la carita a la altura de la panera, y recomienda piezas del menú con el seniority del consumidor soñado por cualquier estudiante de marketing de la UADE: el que ha consumido toda su vida para compensar una falla irreparable. El más peligroso, sin embargo, el gnomo más terrible, el de las recomendaciones más asertivas, encuentra su cotito de caza en las ofertas del mercado cultural. La simple extensión de un catálogo de películas en el Bafici es suficiente para que el gnomo se arroje a la misma taxonomía crítica que André Bazin.
Entre los pocos goces del gnomo -el suyo es un mundo atravesado a cada instante por grandes preocupaciones afectando a cada instante un pequeño cuerpo-, el más intenso es el que lo hace sentirse capaz de afectar las subjetividades de aquellos grandes hombres y mujeres que mira desde abajo. El asunto es ontológico: todas las texturas de existencia del gnomo se definen en la eficacia de ese ánimo de afección. El asunto es, además, un problema ontológico: todas las texturas de existencia del gnomo se definen en la eficacia de ese ánimo de afección que oscila entre una cuestión grande -la guerra, el peronismo, el monoteísmo, por ejemplo- que deviene campaña unipersonal pequeña –a favor o en contra de la guerra, del peronismo, del monoteísmo, por ejemplo-, y una cuestión pequeña -el smog, el reciclado, el urbanismo, por ejemplo- que deviene -a favor o en contra del smog, el reciclado, el urbanismo, por ejemplo- campaña unipersonal grande. Ese devenir marca the figure of eight de la falla intransitable de la enanitud. Su carácter inefablemente errado y narcisista y confuso, siempre confuso, ligeramente grotesco y ligeramente confuso porque desde sus piernitas, el gnomo, además de feo y barburdo y molesto, errando con su vocecita entre braguetas y culos, nunca se puede oír bien. Y ya nadie se agacha para escuchar hablar a un gnomo: eso sería discriminación.