En la puerta de un hotel semi lujoso, entre casas prefabricadas y palacetes destruidos, un gatito bebé duerme enrollado. Me acerco, como ya me acerqué a cada gato que crucé en la ciudad –son muchos, están en todas partes como también en todas partes hay tachos con agua y cacharros con comida para ellos- y lo despierto con voz infantil y palabras en diminutivo. El gatito abre los ojos, se estira un poco y se le trepa a Juan. Lo acariciamos de manera boba. Un señor de setenta viene caminando. Tiene una barba tupida y canosa, un pañuelo en la cabeza, túnica y bastón. Lleva una bolsita de supermercado. Se para a mirar a Juan y al gatito, dice algo que no entendemos y se acerca, deja su bolsita, se agacha y empieza a hablarle al gato, también con voz infantil, y aunque sigo sin entenderlo, podría jurar que también con diminutivos. Estira la mano, acaricia al gatito, le sigue hablando. Nos dice algo que no sabemos qué fue pero agradecemos con una sonrisa. Agarra su bolsa, da unos pasos hacia atrás, hace una reverencia, camina media cuadra y entra a una mezquita. Estambul.

Hacemos el recorrido turístico que marca el manual aunque casi no me interesa y adivino que a Juan tampoco: la Mezquita Azul, Aya Sofia, el Palacio Topkapi, el parque Gülhane, donde están trabajando una decena de jardineros, plantando más de mil plantines floridos que están a un costado. Todo queda en Sultanahmet y se hace caminando entre mucha gente, locales y turistas. Pero es fácil escaparse porque en Estambul la gente está cansada de la gente y hay recovecos con barcitos para tomar té –la bebida nacional- en mesas bajitas, rodeados de señores jugando al backgammon. Y es fácil escaparse, sobre todo, porque Estambul está lleno de callecitas silenciosas que hacen de pausa para una ciudad compuesta por un mosaico de turistas sacando fotos, turcos rezando o queriendo vender algo, y señoras peleando precios y comprando todo. Estambul está lleno de puertas de entrada: arcadas en el medio de cualquier calle o en el medio de una avenida o de un parque, siempre parece que se está entrando a otro lugar aunque es sólo una sensación.

Estambul está lleno de puertas de entrada: arcadas en el medio de cualquier calle o en el medio de una avenida o de un parque, siempre parece que se está entrando a otro lugar aunque es sólo una sensación.

El cliché indica que cuando en una película o novela o serie se pase a locación turca o árabe, sonará el cántico que suena por los altoparlantes a la hora del rezo. Y el cliché es, acá, la realidad. Uno está caminando por cualquier lado y empieza a escuchar el primer canto de la primera mezquita y las demás empiezan a contestarse entre sí, inundando la ciudad de ese sonido tan particular. Los escuchamos en Sultanahmet, en Beyoglu, en Eyup y en el balcón de nuestro departamento, a las once de la noche. Cuando los hombres entran a rezar las mujeres se quedan sentadas alrededor de la mezquita, esperando. Un día Juan había ido a comprar algo y yo caminé unas cuadras sola. Tenía que cruzar un túnel, cuando entré me encontré rodeada de hombres con unos rosarios (o como se llamen) en las manos: también rezan los que no entran a la mezquita. Yo me cubrí lo hombros aunque ellos ni siquiera me miraban de reojo. Los primeros intentos por ir a alguna mezquita se frustran porque siempre caemos en algún horario de rezo, cuando el lugar está cerrado a los turistas y unos días más tarde, cuando finalmente pasemos por la experiencia, entenderemos por qué la cierran: los turistas somos molestos.

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Entré a la Mezquita Azul a las tres de la tarde. Para hacerlo tuve que ponerme un pantalón, una camisa y un pañuelo en la cabeza. Había llevado la muda de ropa porque el año pasado en Londres me disfrazaron improvisadamente ahí y preferí no pasar de nuevo por esa pollera amorfa que le dan a las mujeres que están un poco desnudas (entendida la desnudez en términos islámicos). Me cambié en uno de los cientos de baños que hay en la ciudad. Acá se usa mucho la letrina y entiendo por qué: para las túnicas de las mujeres debe ser el único método cómodo. Entré descalza y había mucho olor a pata y supe que eran los turistas: los musulmanes se lavan los pies y las manos –lavan los pecados superficiales- varias veces al día, en especial antes de entrar a rezar. Las occidentales nos sentimos unas atrevidas bárbaras teniendo que cubrirnos tanto y no lo ocultamos: nos sacamos decenas de fotos posando como un trofeo de Harem, tapándonos la boca y entrecerrando los ojos, mirando seductoras a la cámara, sintiendo que somos tan especiales. Después de las fotos reglamentarias me dormí una siesta de casi una hora sentada a un costado.

Lo que sí me doy cuenta es que los turcos son como unos niños simpáticos e independientes que de vez en cuando se ponen un poco pesados pero nunca tanto como para resultar intolerables. Son agradables y hospitalarios y charlan de cualquier cosa con cualquiera aunque uno no los entienda y ellos sepan que uno no los entiende. En el tranvía me senté en un asiento libre y estaba tan dubitativa que cada vez que paraba el tranvía también me paraba yo para ver si en esa estación tenía que bajarme. Entonces el señor que estaba al lado mío me tocó el hombro y de alguna manera me preguntó adónde iba, me dijo que me quedara tranquila que él me avisaba, me preguntó de dónde era y me explicó que el recorrido que estaba haciendo no era el más conveniente aunque nunca entendí cuál era el que me proponía él. La primera noche volviendo al departamento nos perdimos en un barrio lleno de diagonales y con carteles con nombres de calles que cambiaban y volvían a ser sí mismas, como si cada dos cuadras hubiera un portal a un mundo paralelo. Entonces entramos a un localcito que decía FMSTATION y había un tipo sentado en su computadora. Le explicamos lo que nos pasaba y él, que no entendía ni español ni inglés, y no sé si entendía del todo nuestro problema, nos prestó su computadora para que hagamos lo que quisiéramos con ella. El mozo de un bar nos contó que está casado con una brasileña y que sueñan con recorrer Argentina comiendo mucha carne. El dueño del departamento, Selim, era un setentón vital y canchero con el que charlamos de Murakami, Cheever, Breaking Bad, House of Cards y el primer ministro turco.

Los turcos son unos chicos caprichosos que en vez de estar en la etapa de los “por qué” están en la etapa del “comprame”.

Los turcos son unos chicos caprichosos que en vez de estar en la etapa de los “por qué” están en la etapa del “comprame”. Todo en Estambul es plausible de ser convertido en una venta, en un regateo, en una pelea por la baratija. Hacer contacto visual con cualquier turco significa ponerse a merced de lo que quieran ofrecer. En todas las esquinas, en todas las calles, avenidas y parques hay alguien vendiendo algo: comida, ropa, anteojos, juguetes ruidosos, choclos, panes, limonada, té, alfombras, ostras. Los bazares a los que fui, el Gran Bazar y el Spice Bazar, son dos monstruos con un puesto al lado del otro y con unos tipos en la entrada de cada puesto que te dicen comprame, probame, mirame, tocame, llevame. Si uno dice “No, gracias”, la oferta cambia al “Pase, mire adentro, sin obligación de compra”. Si uno no dice nada empieza un tiroteo de saludos y palabras en varios idiomas a ver si alguien pica con alguna: “¿España? ¿Italia? ¡Mon amour! ¡Shakira!”. Si uno responde “Argentina” dicen “¡Dulce de leche!”, “¡Messi!”. Si preguntan “¿Jean?” y uno dice “No” preguntan “Por qué”, y si uno no dice nada contraatacan con “¡Remera! ¡Zapatilla! ¡Comino! ¡Azafrán!”. Los vendedores nunca se quedan callados. Es algo tan insoportable como simpático. Como los nenes.

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Ir a visitar cualquier bazar significa también ir a todo lo que está alrededor que es: más comercio. Cuadras de electrónica, cuadras de cotillón, cuadras de cacerolas y cosas para la cocina, cuadras de antigüedades, cuadras para hoarders. En Estambul no hay nada que no se pueda vender y si no se puede vender es cuestión de ponerle un precio y listo. El arte del regateo del que tanta fama tienen es feroz: no hay manera de ganarles. No porque uno no pelee un precio sino porque uno va a terminar pagando lo que ellos querían. No hay forma de vencer la astucia comercial que tiene la gente de acá. Hay gritos y cuentas rápidas y números que aparecen y desaparecen en la calculadora y descuentos indefinidos. Es extraordinario. Yo compré: sumac (una especia que no conozco pero me recomendaron), curry, un picante y una variedad de tés que debería alcanzarme para una década. Cuando terminamos de comprar le preguntamos a nuestro vendedor si había hecho el descuento prometido y él repitió “Le juro que lo hice, le juro”. Nunca sabremos. Los turcos se alimentan sencillo pero potente: carne y vegetales. Carne asada a las brasas, en pan francés, en pita, al plato. Con un poquito de ensalada, con pickles, perejil, ajíes y picante. A la tardecita, en los docks de Eminönü hay un show de pescadores, pescados y comidas con pescados. Carritos-parrillitas que venden únicamente un sanguchito de pescado que vale la pena por todo, en especial por ver cómo un tipo despina el pescado con una habilidad sobrehumana y lo deja tan perfecto que dan ganas de seguir y seguir comiendo. Nosotros creemos haber encontrado el mejor, uno que de tan simpático y canchero parecía un poco porteño, que posaba para las fotos mientras decía “One photo one fish”, obligando solapadamente a comprar. Los carritos de pescado están uno al lado del otro, se gritan entre ellos, no sé si compiten porque, de nuevo, parecen niños jugando a tener un puesto en el que venden algo. Los turcos comen con las manos, traen una bandeja con carne en un plato en el medio y una docena de platos alrededor con condimentos, ensalada, conservas, hierbas y pan para armar sanguchitos. A los turcos les divierte comer.

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En Estambul no comen fruta de postre porque saben que fruta no es postre pero entre comidas consumen turkish delights, unos cuadrados medio gelatinosos con algún fruto seco adentro, dulcen y pegajosos, caramelos para adultos. O baclava, o unas canastitas hecha con masa phylo y con unos frutos secos con almíbar en el centro o unos cuadraditos de pistacho o turrones. Acompañan las comidas con un yogur salado, toman té en lugar de alcohol (nuestro host nos explicará en alguna de las charlas: se puede tomar pero no estar borracho, es una señal de debilidad), se juntan con amigos en un bar a jugar juegos de mesa, cada vez que pueden se sacan los zapatos, tienen una onda increíble con los niños, con quienes se tratan de igual a igual: se pelean por un caramelo, se ríen con o de ellos o los arrastran entre multitudes para que los chiquitos se vayan acostumbrando a esa ciudad imparable en la que están creciendo. Los turcos veredean con los vecinos y las señoras, detrás de esos pañuelos que les cubre la cabeza y la cara y también debajo de las túnicas que cubren sus cuerpos, son niñitas que podrían estar haciendo muecas y burlas, riéndose todo el tiempo o cuchicheando entre amigas. Pero lo que más se ve en Estambul son gatitos. Es el paraíso de los gatos, el lugar al que van a ser más reyes que nunca. Gatos de todos los colores y tamaños y estados de salud. Gatitos en macetas, gatitos saltando o reposando, gatitos bebés durmiendo en la entrada de un hotel semi lujoso/////PACO