“No estás completamente inventada

te falta algo, te falta amor
te falta ser como son los soldados
que mueren juntos al frente, amor”

 

Nunca tengo más ganas de ir a Israel que en los momentos jodidos como ahora. Excepto por ese mes que siguió a mi regreso de Bria, cuando la depresión post viaje me pegó al punto de empezar los trámites para hacer Aliá, los mismos que abandoné cuando hice las cuentas y la plata que me daba el gobierno Israelí apenas alcanzaba para vivienda y comida pero no para los puchos. Sin embargo, aunque sé que no voy a irme a vivir allá, cada vez que Israel está bajo fuego el deseo de viajar aparece como necesidad. Es un sentimiento que me cuesta mucho entender y mientras trato de explicármelo me aseguro que es la crianza, mis padres, la escuela, el simple hecho de haber sido educada como judía. Pero no me conforma. De hecho, si mis padres me dieron algún ejemplo, es que lo mejor es ser judío en la diáspora, y no precisamente por la cantidad de feriados y ausencias justificadas en el trabajo.

Supongo que será porque uno es también un poco eso que pudo haber sido que recuerdo su historia muy bien. Cuando mis viejos eran jóvenes militaban en la Juventud Sionista Socialista y el gran debate que se hacían era si irse (a construir el Estado Judío) o quedarse. Mi viejo se quería ir a toda costa, mi vieja no. Su argumento era sólido: “No quería que mis hijos naciesen en un país en guerra y tuvieran que hacer la Tzava*”. (Y faltando al menos 10 años para que yo naciera, ese es el primer registro que tengo del amor maternal de mi madre). La situación no era fácil, no sólo estaba la decisión como pareja, también el entorno de amigos y primos, que ya se habían ido, presionaba. Aun así y pese a sus dudas, mi madre decidió irse siguiendo a mi padre. Y cuando ya se había hecho a la idea mi viejo cayó un día diciéndole que se quede. Cuando ella le preguntó por qué, le contestó simplemente que porque si fuese al revés, él no haría lo mismo por ella. (Y ese es el primer registro que tengo respecto de la forma de amar de mi padre). Lo siguiente fueron llantos y peleas y reconciliaciones a lo largo de algunos meses hasta que apareció en escena mi abuelo con un auto y un puesto en la empresa. “Entonces a tu papá ya no le fue tan fácil irse”. Mi padre nunca me cuenta esa parte. Yo nunca se la menciono y mentalmente veo cómo los dos caminos dispuestos en mi futuro se convierten en uno solo: yo iba a nacer un 28 de diciembre de 1985 en Argentina, mal que le pesase a los primos de mi madre.

Esa era la historia que llevaba en la valija ese 28 de Febrero de 2007 en el que aterricé en el aeropuerto de Tel Aviv.  Pero yo no me di cuenta de esto hasta que conocí a Gabriel. Gabriel era uno de los soldados que acompañó al grupo durante el viaje. Además de él, había dos soldados mujeres más. Nunca entendí si estaban para cuidarnos o para que mediante el vínculo obligado conozcamos la vida de los chicos israelíes. El caso es que Gabriel, además de ser soldado, coetáneo, y tocayo, era argentino. Gabriel  era un pibe muy dado, simpático, servicial, medio gordito y de ojitos claros. A mí todo eso me caía para el orto. La intencionalidad obvia por parte de la Organización y la exagerada simpatía de Gabriel me generaban rechazo, y había decidido que no iba a hacerme amiga y mucho menos agregarlo a Facebook, como habían hecho mis compañeros en seguida. Por supuesto que no le mostré mi rechazo, no solo por educación, sino porque uno no le muestra rechazo a un hombre que lleva en su espalada una M16. Aun así, a pesar de mi voluntad, tuve mi momento con Gabriel: mientras estábamos de visita en la ciudad vieja de Jerusalén me retrasé del grupo atándome los cordones. Gabriel se quedó esperándome (Gabriel esperaba a todos todo el tiempo) y cuando reanudé la marcha, nos encontrábamos unos metros separados del grupo. Caminamos en silencio algunos pasos que a mí me resultaron eternos. Nunca pude soportar ese tipo de tensiones que se generan en el instante previo a un beso o en el silencio con desconocidos y tuve que decir algo: “¿Alguna vez mataste a alguien?”.

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Me di cuenta que había sido lo único en lo que había pensado desde el momento que lo conocí.  A Gabriel se le borró esa cara de “vamos a hacernos amigos” que tuvo desde el primer día.  No estaba ofendido (al fin y al cabo el cargaba la M16, no yo) pero estaba serio. Y me dijo que nunca vuelva a hacerle esa pregunta a un soldado, que no era agradable, que quien respondiera afirmativamente no lo haría con orgullo. Me sentí como cuando de chica mis padres me retaban y me mandaban a mi habitación. Culpable pero enojada por su reacción. Me disculpé cómo para dejar todo ahí pero Gabriel siguió hablando. Me explicó que él había elegido ser rescatista para salvar gente. “Es lo más cerca de la vida que se puede estar en la guerra”. Lo mire ofreciéndole una sonrisa parcial, tratando de disimular mi desilusión por la conmovedora pero evasiva respuesta. No estaba caminando bajo el sol de Tierra Santa junto a un asesino. Entonces Gabriel completó: “Pero una vez tiré una granada y nunca voy a saber si murieron personas o no”. Entonces  me di por satisfecha. Estoy segura de que Gabriel no me recuerda para nada, sin embargo yo pienso en él cada vez que Israel está bajo fuego. En él y en esa granada y en su incertidumbre.

Durante el resto de mi estadía conocí a otros soldados. Les llamo soldados a los jóvenes, hombres y mujeres entre 18 y 21 años que estaban cumpliendo con el servicio militar en ese momento (o sea, todo joven entre 18 y 21 años) porque técnicamente soldados son toda la población, al menos hasta dejar de ser llamados a reserva (de 2 a 4 semanas al año hasta promediar los 45 años si sos hombre, cuanto mucho 2 años luego de terminado el servicio obligatorio si sos mujer). A estos jóvenes se los diferencia fácil; son los que, al igual que Gabriel, llevan su uniforme y su arma en la espalda (en su mayoría M16: rifle automático vendido por USA en los años 70 y usado en las unidades no combatientes). Al principió me impresioné de la cantidad de uniformados entre la gente. Esa primera mañana por las calles de Jerusalén me sentía en medio de un desfile militar y al venir de un país donde al soldado se le dice milico y en el cual las FF.AA. nunca tuvieron un papel que no fuera el del horror, la sensación de rechazo fue automática. Por la tarde todo cambió: estábamos de camino al Muro de los lamentos y el paseo se había detenido para que nos sacáramos unas fotos. Fue cuando pasó por delante de nosotros un grupo de entre 15 y 20 soldados. El número nos llamó la atención y no pudimos evitar acompañar su marcha con la cabeza. Cuando desaparecieron del campo de visión me encontré con la mirada de Paula, mi amiga progre. Entendí lo que me estaba diciendo con cara de culpa y le contesté: “Sí, yo también me calenté”. Ella me miró aliviada: “En Argentina no me habría pasado nunca pero…”. “Pero es que pasaron todos juntos y eran tantos…”, traté de justificarnos. Y Caro que estaba escuchando se dio vuelta y agregó: “Sí, ya sabemos que la guerra está mal y todo eso pero….”. “¡Esos uniformes les hacen re buen culo!”, seguí tratando de justificarnos. Pau, que ya se sentía habilitada, completó: “Y el arma ayuda…”. Y tenía razón. Un par de horas en Israel y ya habíamos asimilado el arma como un accesorio más. A partir de ese momento nos entregamos a la sensualidad que emanaban esos chicos judíos que no se parecían a los chicos de ORT. Cada vez que pasaban soldados nos mirábamos cómplices y hasta jugábamos a sacarles una foto sin ser descubiertas. Todavía recuerdo al que llamamos “El modelo”. Ay, El Modelo, un pibe que interceptamos en el centro de la ciudad, hablando por teléfono público, alto, morocho, con su codo apoyado en la cabina y un cigarrillo en la mano, una pierna cruzada delante de la otra y la M16 asomando a la altura de la cadera. No logramos la foto pero su imagen me viene a la cabeza cada vez que Israel está bajo fuego (y algunas noches de paz también).

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Los siguientes días recorrimos todo el país y pude tener un panorama de lo que quería volver a visitar sola y tranquila cuando terminase el viaje con la Organización. En cuanto a Gabriel y las otras soldadas no tuve más interacción. Solo sé que las chicas tuvieron sexo con algunos de mis compañeros (probablemente verdadero motivo de su postulación como acompañantes del grupo). Gabriel,  como suele ocurrir con los chicos rescatistas entre chicas que están en edad de todavía sentirse atraídas por chicos combatientes, no gozó la misma suerte. El día 10, como estaba planeado, cada uno partió rumbo a su siguiente destino, la mayoría a Europa (verdadera motivación para participar del viaje a Israel). Yo, por falta de presupuesto, partí hacia el sur, a Beer Sheva, donde me esperaba mi familia y donde pasaría 30 días más. Días en los que, tal como la Organización había buscado, conocería la vida y el pensamiento de los jóvenes Israelíes.

Mi familia me recibió como si nos conociésemos de toda la vida. Siempre me resultó extraño el afecto genuino y profundo que uno puede llegar a recibir solamente por ser hijo de sus padres. ¿Por qué me quieren tanto? ¿Y si soy una persona horrible? ¿Alcanza el espantoso parecido con mi madre para heredar todo el afecto de su prima? Por supuesto, estos pensamientos me los guardé para mí, porque no soy una persona horrible y sé recibir cariño. En especial cuando viene en forma de hospedaje en Oriente Medio, cuidados  y, fundamentalmente, comida (mucha comida). Yo pararía en la casa de la prima Alicia, porque el primo Ariel vivía un tanto alejado del centro. Alicia tenía un puesto importante en un banco y Dani, el marido, era el jefe de servicios sociales de una ciudad cercana. Nunca me voy a olvidar la vez que estuvieron de visita en Argentina y, al ver a un indigente durmiendo en la calle, Dani me miró espantado y me dijo: “Si donde yo trabajo hay una sola persona viviendo en la calle, a mi me cuelgan”. Después de 30 años en Israel, Dani ya se había olvidado de los problemas de los países tercermundistas con fronteras seguras. De sus tres hijos, la única que todavía vivía en la casa era Yael. Bailarina, un poco más grande que yo y quien me había organizado una salida con sus amigas para la misma noche que llegué.

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Estaba cansada, pero por suerte fuimos a un bar bastante tranquilo en donde charlamos toda la noche. Las chicas tuvieron la amabilidad de manejarse en inglés toda vez que yo estuviera presente. Gracias a eso pude entender el problema que aquejaba a Galit: había tenido una cita con un chico que le encantaba y al pibe no se le había parado. Yael le decía que eso podía haber pasado porque ella le gustara mucho y lo pusiera nervioso. Yo no sabía como se decía “merca” en inglés, así que no opiné. La historia pasó y la charla devino en el momento cursi que tiene toda charla de chicas. Fue cuando Galit les dijo que las quería mucho y que se sentía muy feliz de haber podido llegar al encuentro. Yael me aclaró que Galit era más chica y todavía estaba haciendo el servicio militar y que la habían castigado sin dejarla salir el fin de semana porque se había olvidado su arma en un tren. Debo haber puesto una cara de absoluta interrogación y sorpresa porque Yael me aclaró en seguida que no había pasado a mayores, en seguida la había recuperado pero, efectivamente, Galit había sido una boluda. Yo aproveché la anécdota para guiar la charla hacia lo que realmente me interesaba saber. No había viajado 13 mil kilómetros para escuchar de pijas flácidas, las cuales hay en cualquier parte del mundo, en especial en Buenos Aires. Sabía bien la pregunta que no podía hacer, pero tratándose de mujeres, mi curiosidad era un poco menos exigente: “¿Todas ustedes saben disparar?”. Se rieron de mi ingenuidad y asintieron. Me pregunté cómo podía afectar una pija caída a una mujer que sabía disparar. Y seguí con mis preguntas: “¿Estás de acuerdo con tener que ir al Ejército?”. “Te lo voy a explicar así” me dijo Galit, y esa introducción parecía confirmarme que la guerra no se entiende a partir de una encuesta de preguntas cerradas como yo la venía encarando desde aquella tarde con Gabriel. “Yo no puedo pensar en no ir al Ejército si mis amigos van. Ellos se están arriesgando por mi”. Entonces Yael se levantó para ir al baño y yo le advertí que estaba muy sucio pero ella decidió probar igual. Volvió y le pregunté si había hecho, me dijo que sin problema. La miré haciendo un gesto de asco, me miró riéndose y me dijo en español: “Una vez en el Ejército tuve hacer caca en medio de un campo, una amiga estaba al lado cagando también. Después de esas cosas, un bar sucio no es problema”. Entonces me di cuenta que cualquier punto en común que tuviéramos por ser mujeres y judías se contraponía con el hecho de que ellas, además, eran Israelíes. Yo también me neurotizaba con una pija caída, e incluso algunos años atrás había averiguado para empezar tiro en el Tiro Federal Argentino, pero jamás, bajo ninguna circunstancia, y de esto estoy segura, podría cagar a la intemperie. Hoy, cada vez que me encuentro en un baño sucio haciendo equilibrio mientras me tiemblan las piernas, tratando de mear sin tocar la tabla, me acuerdo de las chicas. Y cuando Israel está bajo fuego también.

After the ceasefire, Gaza City, Palestinian Territories - 27 Aug 2014

Como esa noche hubo más. Fui a cumpleaños, fiestas de disfraces e incluso acompañe a Yael a un ensayo de danza en Tel Aviv. Todos parecían dispuestos a hablarme de la guerra y el Ejército. Si no preguntaba yo, el tema salía. Como si tuvieran un mensaje que trasmitir. Me acuerdo de un chico, del cual olvidé su cara y su nombre pero no la voz, que entre luces de colores y cervezas me repetía: “¿Vos sabés lo que es sentir que cada día puede ser el día en el que desaparezcas?”. El contenido de su mensaje no me era nuevo. La hipótesis de desaparición de Israel había sido la justificación más usada a la hora de pensar la guerra en Argentina. Desde la escuela hasta mi casa, en cuanto aparecía la posibilidad de un desarme, en seguida se contestaba con la desaparición de Israel. Sin embargo, esta vez me llegaba diferente. No me lo decía alguien en una escuela, que queda en un país cuyo territorio pertenece a un Estado que el mundo no cuestiona ni debía justificar. No me lo decía alguien para quien solo significaba una idea desde donde pararse para opinar. Me lo decía alguien para quien esa idea significaba una acción, significaba agarrar un arma y procurarse la existencia. Poco me importaba si tenía razón (poco me habían importado las verdades en todo el viaje), solo me importaba que él lo creía así y con eso vivía. Entonces sentí algo que, sin llegar a serlo, solo lo puedo definir como envidia. La idea de que la vida tuviera un sentido me resultaba absolutamente fascinante. Podría justificar tal sentimiento con el hecho de haber sido una lectora tardía de Hesse y que hacía muy poco había terminado Demian. Pero lo cierto es que los años pasaron y la vida, al menos en Argentina, me sigue pareciendo una estupidez.

Lo mismo que me parecen todas esas fotos de chicos muertos y los pedidos de paz en Facebook. Tal vez por eso necesito irme, porque prefiero estar bajo fuego que correr el riesgo de sumarme a esa masa víctima del lugar común. Del grito irreflexivo en contra de la muerte y a favor de la vida, como si todas las muertes les dolieran igual. Pánico me da verme alguna vez entre sus filas, porque si algo tengo claro es que no, a mí no me duelen todas las muertes igual. A mí me duele más mi país, Argentina. Y más mi sangre, Israel. No me duele más mi género, pero sí los chicos. Los chicos duelen mucho. El cáncer me conmueve más que el SIDA. No sé por qué. Las plantas me chupan un huevo. Los animales… también. Incluso no me duelen igual todas las injusticias y pesares. Los huérfanos me duelen más que los pobres, pero los ciegos me duelen más que los paralíticos. Casi nada me duele tanto como la sordera. Cuando era chica me imaginaba que me quedaba sorda y me ponía a llorar. También cuando era chica fue que le dije a mi mamá que el suicido me parecía lógico. Sí, lógico. “¿Por qué critican (a los 12 no usaba el término “cuestionan”) a alguien que se cansó de vivir? Yo creo que puede pasar que te canses”. Creo que mi mamá se horrorizó un poco. Yo no era una preadolescente emo ni nada. Pero mi mamá me había hecho caminar 10 cuadras por Corrientes y siempre estuve en mal estado físico. Los suicidas no me duelen. Aunque tal vez un poco sí. También están los fundamentalistas. Que se suicidan por convicción. Esos claro que no me duelen/////PACO