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Por Daisy Lynn

(Sueño que:)

 Soy una tenista de mitad de ranking, con poco brillo deportivo pero con esas piernas inflamadas de ejercicio físico, largas, con el corte oblicuo de los cuádriceps -músculo hermoso- color cobre que dan las horas de entrenamiento al sol y la capita de transpiración vitalicia y grasosa por los shakes vitamínicos, siempre al límite del antidoping, que mejoran el rendimiento de las fibras y me hacen culo de ñandú. Tengo micro pelitos rubios en la cara interna de los aductores. Ese tipo de hembra sueño que soy. Me encanta soñarme tenista. Al principio me los depilaba pero mis compas del Tour dijeron que quedaban bien, que depilarlos era una picardía. Tengo deltoides dorados, hinchados como raíces. Mis rótulas son tacitas de porcelana. Tengo hombros estruscos. Camino por el aeropuerto de Miami y llamo la atención genital de todos los sexos. La chica tenista que rechina zapatillas sobre el piso encerado con el raquetero al hombro. Las miradas me hinchan el ego de helio.

Ayer perdí en la semifinal del torneo de Miami y me estoy por volver a Buenos Aires. Tengo el alcohol en gel en algún lado del bolso con mi ropa de entrenamiento, que no llegué a lavar. La transacción de subir a un avión está llena de roces en barandas de goma con huellas digitales, baños de aeropuerto con olor a maracuyá –cuna de bacterias- de mostradores y de pasaportes que toca todo el mundo. El cuerpo me empieza a picar pero si me rasco no pararía nunca. Me pasa en los partidos y tengo que pensar: Daisy, tranquila, no pica tanto, no pica tanto. Mi psicóloga dice que mientras no tenga alucinaciones de insectos, todo va bien. Se llaman microzoopsias y de ahí no se vuelve. Me da mucho asco el polvo de ladrillo, donde viven larvas de mosquitos peligrosos, y me cuesta la vida social de vestuario, donde las otras tenistas apoyan sus patas micóticas sin ojotas y sus culos se tiran pedos vitamínicos con olor a caca de bebé.

Espero con las piernas cruzadas como juncos en frente a la Gate 9B. Los tipos me miran como si me hubiera escapado de Jurassic Park. Hago el giro de piernas que aprendí de Sharon Stone, y veo que produce movimientos de glotis. Subir y bajar, como ascensores cautivos de garganta. Los tipos tragan saliva y los pelitos de coral de mis piernas se ponen erectos como mini penes, con pachorra marina. Suspiro con cara de tenista cansada y doy un trago -del pico- de mi agua mineral. Nunca le convido a nadie (no puedo con la idea de tragar saliva de otro). Aprovecho la espera y me limpio las manos y los antebrazos con alcohol en gel, que me oscurece la piel como lluvia sobre asfalto. El aire acondicionado me pone la piel de gallina: volcanes a punto de parir. No cojo hace meses. Los tipos me miran como si fuera un aguará-guazú, mitad perro mitad tigre. Si cojo en los torneos empiezo a errar el saque y pifio la volea. No puedo –no pude nunca- coger y volear. Pierdo precisión. No cojo porque los tipos son demasiado sucios. Tyler, mi amante del circuito de Miami, no conoce el concepto de depilación. Su pito es una porción de parmesano dejada al sol que huele a arenque. Cuando jugué el Challenger de Amsterdam probé arenque con picles en el mercado de Albert Cuyp. Ese mismo olor, Tyler.

Por ser vos, podemos adelantar el airport security, dice una señora. Está vestida de policía norteamericana, con anteojos negros y el pelo recogido hacia atrás, Miami, no conoce la depilacieficiencia para la volea. No pueás, como Evita, en un rodete prolijo que le descubre las orejas. En las orejas y en los tobillos está cifrada la belleza de la mujer. Qué charreteras más elegante, pienso. La miro a los ojos y siento algo vagamente familiar. Ya vi a esta mujer, pienso, sé que la conozco. Ella extiende una mano musculosa como una tarántula y me ayuda a levantar. La miro fijo para que me deje reconocerla. Sonríe con labios de lombriz. Con un dedo largo corrige la posición de los lentes y me deja verle los ojos negros. Es Cristina Fernández de Freedom. Dame el soböl, dice Cristina, debés estar muerta de ayer. Se carga el bolso con las raquetas y empieza a caminar. ¿Viste el partido?, pregunto. Sí, dice. Siempre sigo a nuestros deportistas. Perdiste potencia en el saque. ¿Estabas cansada?, dice. Muerta, digo, ¡uf!. Llegamos a un cuarto vacío con paredes plásticas, frente a la cinta transportadora que espía los bolsos con rayos X. Cristina me acerca una silla y me pide que me saque las zapatillas. Es standard procedure, dice, y se toca los lentes. Tiene el inglés perfecto que debe tener un presidente. Está OK, digo, es tu laburo. Las medias también, dice Cristina. Me las saco y siento que los pies me transpiran. Ojalá no hayan quedado grumos de polvo de ladrillo entre las uñas. Cristina se agacha y dice “permiso”. Levanta el pie con dos manos con oficio de zapatera y dice “qué buen arco palmar: pies egipcios”. Pone la palma justo debajo de la planta y enhebra sus dedos entre las falanges de mis deditos. ¿Te afloja?, dice. Sí, digo. Sin darme cuenta tengo la cabeza echada hacia atrás, y todo el pelo rubio caído como pelo de morgue. En el pie hay puntos energéticos que recorren todo el cuerpo. Dame el otro. Extiendo el otro pie. Soy bastante patona pero a Cristina no le molesta. Me ataja el gemelo y acaricia el talón. El tenis debe ser matador, dice Cristina. No tenés descanso, pobre ángel. Yo había cerrado los ojos y me dejaba masajear los pies. Tenía los pezones duros con su aureola de rulemanes. Una vez hice buceo con Néstor en St. Barths, dice Cristina, y me apoya una palma en el aductor. Vimos peces de colores y manta rayas y barracudas como surubíes y unos peces azules y amarillos que esquivaban los corales con precisión eléctrica. Pero lo que más me impresionó, Daisy, fueron las plantas marinas: un felpudo de cristalitos que le decía que sí a la marea, que sí y que así y que sí, rígidos y después blandos, como aguavivas pegadas a la roca. ¿Qué era eso?, le pregunté a Néstor después, cuando nos sacábamos el traje de neoprene en la lancha. El aire de mar le peinaba las canas. Néstor estaba contento. Con un ojo miraba el horizonte y con el otro la nuca del conductor. No tengo idea, dijo él, pero es lo más hermoso que vi en mi vida. Así son tus pelitos de aductor, dice. Ni se te ocurra depilarte esa maravilla. Cristina se pone de pie y vuelve con un detector de metales inalámbrico. Es un gran cucharón de hierro que emite un sonido suave y parejo. No hace nada, dice Cristina, es completamente safe for human health. Me lo pasa por la cabeza, por el tórax y me recorre la espalda. Cuando llega a la ingle empieza a sonar como esos pájaros que rompen las siestas de verano. ¿Llevás algo escondido?, pregunta Cristina. No, digo. Cristina se baja los lentes y me mira. El detector no miente, Daisy. Mirá, dice, y aleja el cucharón, que se silencia apenas lo aleja de mi cuerpo, y se pone loco, loquísimo, cuando lo frena delante del centro exacto del pubis. Tengo que mirar inside, dice Cristina, pero no te preocupes, te lo hago bien suave. No me puedo oponer a la presidenta. Sacate la pollera, dice Cristina. Le hago caso y me pongo de pie. Ella queda sentada en la silla. Me palpa los muslos, como si midiera el tono muscular con manos de kinesióloga. Me gusta tu aura macha de travesti, Daisy, con clítoris real, dice Cristina Fernández de Freedom. Sus manos no me dan asco. Me dejo acariciar. Ni tengo tiempo de mencionar las bacterias o el alcohol en gel. Sentate, dice Cristina, y con dos dedos me corre la bombacha y aplica el detector de metales. Suena otra vez, loco de contento. Tenés algo adentro, Daisy. Me tironea los pelitos y acomoda mis piernas de tenista sobre los brazos de la silla plástica. Se llama estímulo capilar, dice Cristina, está en el Kamasutra. Permitime, dice, y estira un dedo con talento automotor, que aprieta la esponja justa. Con la otra mano se levanta los anteojos y me mira como diciendo “no es fácil masturbar a una mujer”. Me dejo hacer círculos y tachaduras y firmas anónimas. Algo empieza a bajar, lo siento adentro mío. Cristina lo comprueba con el detector de metales, que aumenta la frecuencia y el volumen de la alarma. Ya llega, dice Cristina, ya casi estamos. Me inclino a mirar los dedos fuertes de Cristina Fernández de Freedom sobre mi fruta payasa. Acabo con cantos de Sharapova, tratando de no llamar la atención. Oigo pisadas y aviones que maniobran afuera, del otro lado del vidrio. Cristina pone los dedos en pinza y saca con mucho cuidado un fragmento de metal. Me muerdo el dedo. Es una moneda de dos pesos untada en baba vaginal que lagunea verde la baldosa justo debajo de mi asiento. Ya está, dice Cristina, podés subir al avión. Se mete la moneda en la boca y la vuelve a sacar, como recién acuñada. Esto es para vos, dice, un amuleto para los partidos difíciles. Miro el regalo de la presidenta. Una moneda que de ambos lados tiene su perfil, pero sólo uno de los dos –no sé cuál- me guiña un ojo.///PACO