Música


Fragmentos de una loca historia de amor

La historia empieza cuando a los ocho años Gert Van der Graaf ve por televisión la consagración de ABBA cantando Waterloo en el festival de Eurovisión de 1972 y queda fascinado con Agnetha Fältskog, la rubia del grupo. No será un deslumbramiento infantil azaroso o efímero. Diez años después, cuando Agnetha, ya separada de ABBA y de Björn Ulvæus, se presenta por primera vez como solista en Holanda, Gert no desaprovecha la oportunidad y contra la voluntad paterna viaja en bicicleta cincuenta kilómetros para asistir al show. Consigue sentarse en una butaca del estudio de televisión, mira deslumbrado a Agnetha, y Agnetha, según Gert, lo mira deslumbrada a él. Cuando Agnetha le grita al público que los ama, Gert se convence de que se lo está gritando exclusivamente a él. La presentación finaliza y el enamorado se juramenta que alguna vez irá a buscarla. De este amor incondicional, que aumentará con los años, y, un poco menos, de lo que puede pasar cuando algún cable entra en cortocircuito en esa una unidad sellada que conforman fan y estrella, trata Take a chance (2023) de Maria Thulin, el documental que narra el caso de Gert, quien acabó siendo mundialmente conocido como el acosador de Agnetha. Gert, lejos de acordar con esta calificación, con la que sí acordó la justicia sueca, no se cansa de declarar que fue amante de Agnetha, aportando pruebas que para algunos todavía hoy resultan sugestivas.

Durante los años siguientes a aquella presentación, Gert trabaja duro, ahorra, aprende sueco, colecciona discos, posters y videos de ABBA y de Agnetha sola, se compra un Volvo, y finalmente, a los veintiocho años, arriba a Suecia. Mientras bordea la costa, consulta guías telefónicas esperando de ese modo hallar a Agnetha. En algún punto del recorrido habla con una fan que le pasa el dato: Agnetha vive en Estocolmo. Pero, ¿dónde exactamente? Gert cruza el país de oeste a este y se detiene a dormir en un hotel barato de Ekerö, una islita dentro del condado de Estocolmo. Le comenta a uno de los mozos del hotel que viajó desde Steenwijksmoer, cerca de la frontera de Holanda con Alemania, para ver en persona a Agnetha. El mozo le dibuja un mapa. A Gert le cuesta creer que está a menos de diez minutos en auto de la mansión de Agnetha. Pronto se dirige hacia allí, pero, a pocos metros de su objetivo, casi choca de frente contra la camioneta que conduce su amada. Confundido, vuelve al hotel. Al otro día «encuentra» a Agnetha en el estacionamiento de otro hotel, más lujoso. Cuando la ve, Gert baja de su auto portando queso y tulipanes, humildes regalos que trajo de Holanda, pero se frena a corta distancia, confundido, y le desea feliz cumpleaños –imposible que Gert desconociera esa fecha. Agnetha responde amablemente y sube a un auto con un hombre. Parcialmente satisfecho, Gert regresa a Holanda.

La década del noventa transcurre de manera aciaga para Agnetha. Se divorcia por segunda vez, su madre se suicida, su padre enferma y muere. Deprimida, se oculta de toda mirada. La «Greta Garbo del pop», la llaman los medios. Gert, que ya no está decepcionado por la falta de respuesta tras enviarle unas cien cartas, va a Suecia para «apoyarla». Compra una prefabricada destartalada en el bosque, a ochocientos metros de la mansión de Agnetha, y la acondiciona como un puesto de avanzada. Una noche, en una de sus rondas, vuelca en la ruta, sufre lesiones menores y es hospitalizado. Desde la cama del hospital le escribe a su amada. De vuelta en la prefabricada, alguien golpea la puerta. Dos mujeres: Agnetha y una amiga. Agnetha salió de su encierro para ir hacia Gert. El sueño se hace realidad. En este punto el cuento de Gert tomará un desvío decisivo. No mucho después se consumará otro encuentro. Ahora sola, Agnetha golpea nuevamente la puerta de la prefabricada. Comen sushi, hablan de sus vidas, y al final de la noche tienen relaciones. Es, contado por él mismo, el debut sexual de Gert. Las visitas de Agnetha a Gert se repiten. Gert está en el cielo. Paralelamente a su vida amorosa, trabaja como clarkista para una agencia de servicios temporarios. Es justamente un cliente del contratista quien levanta una primera alerta cuando le pide que saque Gert de su depósito. El contratista pregunta el motivo y el cliente responde que no soporta que Gert ande diciendo a quien se cruce en su camino que está de novio con Agnetha Fältskog. El contratista sabía que estaba de novio con una Agnetha, pero no justamente con esa Agnetha. Se reúne con Gert, quiere saber por qué está diciendo semejante tontería. Gert no se mueve de su historia. Está de novio con Agnetha Fältskog. El contratista comprueba la cercanía de la prefabricada de Gert con la mansión de Agnetha y acude a la policía. Nadie está acosando a Agnetha, le aseguran.

Como es ley, el estado de gracia del amor habrá de astillarse miserablemente contra el piso. Tras una discusión al salir de un cine, Agnetha, de acuerdo a las confesiones de Gert, lo deja tras dos años de romance oculto. De todas las salidas de la pareja y de sus encuentros furtivos en iglesias y playas no hay un solo testigo. Gert desciende en la espiral del sueño roto. Llega la navidad y salta el cerco de la mansión de Agnetha con la intención de pedirle una última oportunidad. Suenan las alarmas y Agnetha llama a la policía, que se lleva a Gert de las pestañas. Lo acusan de invasión a la propiedad privada y acoso, lo juzgan y lo expulsan de Suecia. No tarda en estallar el escándalo. La foto, las cartas y un Gert ofreciendo reportajes como un amante despechado aparecen en los principales diarios y semanarios europeos. La duda, desde entonces alimentada por las escasas declaraciones de Agnetha sobre la cuestión, ofende a algunos y desvive a otros: ¿Es posible que un holandés regordete, trabajador no calificado, fuera el amante de uno de los íconos pop de la década de los setenta?

La patología de Gert salpica la historia de principio a fin, pero nadie se pregunta si Agnetha cometió el error de confiar en que una visita de cortesía, que sí existió, al igual que la foto, aplacaría a un tipo que le escribía cartas casi todos los días. Aparte de reclamar que dejara de acosarla, una de las pocas cosas que Agnetha se dignó a decir sobre Gert fue que había sentido interés en conocer a un fan tan especial. Es obvio que Agnetha ejecutó un acto humano, que buscó el contacto con ese otro multiplicado en millones de caras, perdido en una masa de subjetividades heterogéneas que gastan hasta lo que no tienen para ver y escuchar a sus favoritos. Pero su gesto también fue un salto narcisista: pasó al otro lado para verse con los ojos apasionados de Gert, y así, independientemente de lo que haya ocurrido entre ellos, metió los dedos en el enchufe.

La corrección política que destilan fans y especialistas en acoso de Take a chance no es la otra cara sino el complemento positivo de la autolegitimación que estrellas e integrantes de sus periferias (productores, agentes, etc.) reciben del branding mistificado de las grandes corporaciones de la industria cultural. A propósito de esto, deberíamos recordar que, como existen historias de fans que derrapan en el acoso o, incluso excepcionalmente, en el crimen, también existen historias en las que el fan es devorado por la estrella autorizada en gran medida por la autolegitimación. De hecho, si hubiera estadísticas sobre el tema, si todas las historias de estrellas que se pasan de la línea salieran a la luz, no nos sorprendería que estas fuesen abrumadoramente más numerosas que aquellas en las que los fans se «rebelan» y van por mucho más que un autógrafo o una palmadita en la espalda.

Thulin filma una «sesión» de Gert resumiéndole a un psiquiatra su relación con Agnetha. Gert prueba su relación con Agnetha con una foto -Agnetha sonríe a la cámara, sentada junto a él en un sofá, tomándole la mano cariñosamente-, y unas pocas cartas cuyo lenguaje oscila entre el tono de agradecimiento de cualquier estrella a cualquier fan hacia el de una mujer que le aclara a un hombre que no habrá ninguna posibilidad de estar juntos. Obstinado, Gert puntualiza la reciprocidad que su amor obtuvo de Agnetha ante la cara de póquer del psiquiatra. «¿Es posible sentir amor por quien no lo siente por nosotros? –dice el psiquiatra al término de la «sesión»–: Claro que sí, ¿por qué no habríamos de sentirlo?». Sobre esta obviedad, a veces trágica, se fundaron el arte y el psicoanálisis, pero desde hace un buen tiempo, con el objeto de controlarla o directamente reprimirla, también las policías progresistas de Occidente.

En otra escena, la única en la que se pone delante de la cámara, Thulin consuela a Gert, que llora por el abandono de Agnetha y la muerte de Bram, su tortuga, y momentáneamente Take a chance sale del infierno del pop y sus climas medio bobos, medio patéticos. Si esa escena no fuera tan breve, tal vez Gert y Thulin habrían penetrado en los dominios de Strindberg y Bergman, pero el sentimentalismo del pop, como un pozo de aire, chupa todo lo que vuela sobre él. Igualmente es de lamentar que Take a chance no sume miradas no tan ortodoxas sobre Gert. Porque analizando su conducta de un modo menos taxativo que el empleado por los entrevistados, que no dudan en despacharlo al gulag de los réprobos, se podría afirmar que desde la adolescencia Gert hizo del amor a Agnetha una brusca evasión de las tensiones y los posibles fracasos con las mujeres reales. Posteriormente, ese amor fue una vía excéntrica para permitirse una existencia diferente a la que le esperaba en una villa regulada por el civilizado tedio protestante, pero su idealización de Agnetha se enturbió cuando esta le puso candado a su acoso –o, si se quiere, al romance real o imaginario. Entonces Gert, al contrario de los fans pasivos que reprimen sus pasiones y permanecen del lado de las buenas costumbres, fue más allá, y no dudó en exponerla como su ex amante para reinventarse como el sujeto que antes del mal trago del desamor había dado el gran golpe.

Vencido el plazo de dos años de restricción para ingresar a Suecia, Gert volvió a Ekerö en el 2003 a deambular cerca de la mansión de Agnetha, decidido a insistir en el papel de Romeo, y se agarró a trompadas con un vecino y lo deportaron. En el 2006, reincidió en su deambular romántico-depresivo y otra vez lo deportaron. Luego de esta última tarjeta roja, por algunas fotos que subió a sus redes sociales se sabe que ha entrado esporádicamente a Suecia, aunque hasta ahora no protagonizó ningún incidente.

De su historia de amor a Gert sólo le quedan recuerdos, que narra como si estuviera apresado en una dolorosa abstinencia. Su oscuro triunfo consiste en que no necesitó como Douglas Quail una tecnología avanzada para que le implantaran recuerdos falsos. Se las arregló en soledad para forjarse una memoria que le sirviera como un kit de sobrevivencia en esta dura etapa de condena social y moral. Y después de todo, si lo que sintió por Agnetha fue verdadero, ¿quién le quita a lo bailado?

Actualmente dice que empezó en Steenwijksmoer una relación con Berna, una mujer bastante más joven que él. Berna, se jacta Gert, desea ser su novia, pero él sólo quiere ser su amigo. ¿Acaso importa si Berna existe o no? Lo que importa es que se lo dice, por supuesto, en una carta a Agnetha.///PACO