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A principios del 2017 viajé a las Islas Malvinas. El viernes 9 de marzo de ese año tomé el vuelo 2826 de Aerolíneas Argentinas que me llevó del Aeroparque Jorge Newbery al pequeño aeropuerto de Río Gallegos. Pasé esa noche en el hotel Santa Cruz y al otro día, sábado 10, subí a un vuelo de Latam procedente de Chile que aterrizó dos horas después en Mount Pleasant, la base militar del Reino Unido que recibe tráfico aéreo civil. LATAM realiza la escala de Río Gallegos una vez al mes. El sábado siguiente, al regreso, se detiene en la provincia de Santa Cruz. Los otros vuelos regulares van de Chile directamente a Malvinas. Por lo tanto, esa escala mensual hace que el avión se llene de argentinos, excombatientes, veteranos y turistas. El viaje, por esas características, nunca se hace solo. Desde el avión, las costas de Malvinas provocan comentarios. Las fotos no están permitidas durante el aterrizaje debido a las instalaciones militares pero igual muchos pasajeros se las ingenian para fotografiar las ventanas y, entre las nubes, esas costas grises con reflejos verdes.
Mi hotel, el Malvina House, me resultó más continental que británico y me recordó lugares que había visitado en Holanda y Alemania. Al momento de registrarme hablé en castellano y me contestaron en inglés. Enseguida un policía alto y ancho, de barba negra y ojos claros, vestido con un chaleco verde fosforescente, nos dio a los recién llegados una charla preventiva usando el hall del hotel como sala de conferencias. Hay gente que todavía está dolida por la guerra, dijo, como exceptuándose de ese dolor. Le creí. Me dió la sensación de que buscaba hacer su trabajo. Tengan cuidado con las banderas argentinas porque pueden ofender, avisó. Parecía un personaje de David Lynch. Y Port Stanley, una locación pensada y diseñada para generar la quietud y la tranquilidad que luego viene a romper el serial killer, el payaso asesino, el monstruo físico o psicológico. Quince minutos después del speech, encontré al policía en la puerta del hotel. Me sonrió y me guiñó un ojo. Entendí que era un agradecimiento por haberle prestado atención. Mientras atardecía, caminé por la costanera de la ciudad y enseguida llegué al busto de Margaret Thatcher en Thatcher Drive. Más adelante encontré el 1982 War Memorial, donde los caídos británicos eran recordados con flores de plástico. Las casas seguían un estilo riguroso. Hechas con madera, usando diseños convencionales y hasta infantiles, hablaban más de los isleños que cualquier declaración de principios. Toda arquitectura expresa una ética. En Malvinas, tanto como las banderas británicas que se ven en algunos jardines, los cuatro canales en la TV por cable o que el acceso a Internet haya que pagarlo por hora.
Al otro día, un domingo soleado, recorrí el pueblo hasta sus límites. Cuando encontré un pequeño basural con escombros, bolsas de nylon y un auto chocado, entre otros desperdicios, sentí alivio. Port Stanley no era un set de filmación, una escenografía. Y si lo era, tenía al menos un lugar reservado para la mugre. Después un argentino me contó que había muchos accidentes producidos por el alcohol y el aburrimiento. Le pregunté cuánto hacía que vivía en las islas. Me respondió “diez años.”
El lunes subí solo hasta la cima del Monte Tumbledown. Fui caminando hasta Moody Brook y desde ahí tomé el sendero hacia arriba. Tardé tres horas en subir y dos y media en bajar. Vi helechos de color púrpura, un musgo muy verde y plantas que parecían prehistóricas. El clima me acompañó. Llovió una sola vez, unos diez minutos, cuando bajaba. En la cima, trepé a unas piedras. El cielo estaba azul. Cuando estuve arriba grité “¡Las Malvinas son argentinas!”
“Las fronteras ponen a las personas en contra del paisaje y en contra también del cerebro y su sentido común” escribió Hertha Müller. Así, tanto las Islas Malvinas como las Falkland Islands convierten al visitante en lingüista. Esa no es, no debería ser, una pérdida o un degradación. Pero ¿cómo entender Stanley? ¿Un barrio inglés en la Patagonia insular? Ahí no hay lucha de clases, no hay movilidad social, no existen las variaciones demográficas, no hay eso que los argentinos llaman “inseguridad.” Es una sociedad ajustada, que funciona sin sobresaltos, y si hay problemas con el alcoholismo o la pedofilia —traumas sociales no solo británicos— se los combate y controla. Se trata, entonces, del viejo Imperio, algo aggionardo, haciendo sus negocios. ¿Y la gente que vive ahí es feliz? Desde luego. Los protestantes hace mucho tiempo entendieron que ese tema de “la libertad” y el otro tema de “la identidad” están muy sobrevaluados. En las islas, la democracia incluye a los británicos. ¿Y los otros, los kelpers? Ellos tienen créditos para pagar el Land Rover.
Por todos estos motivos, que se ven expresados en las calles y en los edificios, Port Stanley podría llamarse de esa manera por Stanley Kubrick. Puerto Stanley Kubrick. Digamos que, con una mínima habilidad técnica y un poco de intuición compositiva, es posible conseguir fotos frías pero magnéticas. Y no parece tan difícil ir de Kubrick a Stephen King. El slogan sería: “Un Stephen King para Stanley.” ¿El resplandor en Malvinas? Quizás también Misery. El escritor. El clima. El aislamiento. El hotel. La locura. El crimen. Pero no. Hay algo que impone realismo. Sí, el vector realista gana, se sobrepone al caos metafísico del mar y la colonia. Es la patria oscura, la lengua de la patria más oscura, pero que ofrece también una excelente iluminación, haya sol o esté nublado. Creo que, en muchos sentidos, las Falklands se presentan como la expresión de una naturaleza agresiva. No la naturaleza de la selva tupida, con todos sus misterios húmedos, con los monos y los indios, Tarzán, los hipopótamos y los elefantes. Las Falklands recuerdan, en cambio, la naturaleza que aparece en la ciudad cuando un yuyo empieza a crecer en la grieta de una pared. Hablo entonces de otro estado de la naturaleza, de una naturaleza sufrida, que tiende a un grado cero, a un estado entrópico de equilibrio. Es la naturaleza del frío, la naturaleza gélida de la nada en las puertas de la Antártida que a su vez es trampolín al espacio exterior. Hasta la llegada de los primeros europeos, de hecho, Malvinas nunca tuvo población autóctona. Pasó así miles y miles de años sin presencia humana. Un paraíso para pájaros, zorros y elefantes marinos, un vacío dos veces vacío.
¿Qué libro llevarías a una isla desierta? ¿La Biblia? ¿Cómo se lee y qué se lee en Malvinas? ¿Cuáles son los tiempos de lectura? ¿Dónde están los libros? ¿Hay bibliotecas públicas, bibliotecas privadas? El martes, caminando, encontré el cementerio y la escuela. Y comprendí que sí, Puerto Argentino es una pequeña ciudad del sur de la provincia de Buenos Aires. Pero pongámonos de acuerdo, son muchos los nombres que se sobreimprimen. La toponimia de las islas fue, y hasta cierto punto sigue siendo, el divertimento de varios escolásticos de la Academia Argentina de Historia. Los ingleses le dicen Port Stanley o directamente Stanley, y algunos argentinos, con la excusa de no seguir el bautismo de la dictadura o por mero pragmatismo, también. Cuando, en 1966, los jóvenes peronistas del Operativo Cóndor bajaron el avión de Aerolíneas Argentinas bautizaron Puerto Rivero el caserío que encontraron. Pero a los militares de 1982 no les gustó eso. La Armada había tenido éxito con la Operación Rosario pero no habían pensado un nombre. Después de dudar un poco, se decidieron, ortodoxos, por Puerto Argentino, trabajando el gentilicio para que no quedaran dudas.
Pese a su fundación castrense, o gracias a ella, Puerto Argentino es una reivindicación válida. Por otra parte, si uno va a rechazar todo lo que nombraron los militares se la pasaría raspando el bloque monolítico del pasado. También es verdad que Argentina está llena de localidades, ciudades y pueblos con nombres en inglés. Al mismo tiempo, si Port Stanley es muy británico, hay algo de ese Puerto Argentino que, pese al esfuerzo mancomunado de kelpers y funcionarios del Foreign Office, no se puede esconder. En la frontera final, la ultrafrontera redundante y el confín del mundo de las palabras, los nombres y los idiomas parecen tener una relevancia geopolítica. Y es verdad que las etimologías marcan una pertenencia. Pero llegar a la obsesión donde cada palabra, o incluso la música de una pronunciación, implican una toma de posición política suena a exceso idiotizante. Haciéndolo breve, si las van a devolver, que las devuelvan con el nombre que quieran. Si no las van a devolver, vencer en la disputa entre Port Stanley y Puerto Argentino —cargar esa dicotomía, darle relieve— suena a premio consuelo, a victoria pírrica. El límite de la lengua, el límite de lo simbólico y lo imaginario, después de todo, está en el mar, en los accidentes geográficos, en la belleza de esos colores y el cielo, en las piedras, en la turba, en las costas erosionadas por siglos del viejo y grave viento del Atlántico sur.
A Malvinas llevé un libro de Hemingway y una biografía de Alessandro Malaspina. La de Hemingway es una novela de posguerra, una historia de amor melosa en una ciudad italiana rodeada de mar. El libro de Malaspina, una biografía muy breve sobre un viaje exitoso alrededor del mundo. Me hubiera gustado llevar, me di cuenta estando allá, La ética protestante y el espíritu del capitalismo. “¿Qué serie de circunstancias ha determinado que sólo sea en Occidente donde hayan surgido ciertos sorprendentes hechos culturales…” Arriesgo que Weber explica bien la actualidad de las islas, la idiosincrasia de sus habitantes, su economía, su aburrimiento, su cola de paja y su vida contemporánea mucho mejor que cualquier libro de historia. También por qué la tomaron los ingleses en 1833, por qué la defendieron, por qué la defienden y todo lo que hacen en ella hoy. Weber, entonces. Aunque una biografía de Enrique VIII podría aportar otras claves. Para completar, podría haber cargado en el Kindle La ética católica y el espíritu del caudillismo, el artículo, sugestivo y lúcido, algo risueño pero siempre interesante, de Leopoldo Allub. Los títulos ya enmarcan un poco las lenguas y las tradiciones. Señalado el libro de Weber, me gustaría acotar, desde la tribuna, que La ética protestante y el espíritu del capitalismo tiene un error de fondo ya que no puede explicar porque los italianos del norte también se industrializaron. El mismo Weber lo admite. Y de paso habría que decir que, antes de la unificación, el sur en manos de los españoles, el Reino de las dos Sicilias, etcétera, ya había logrado una incipiente, pero importante, mecanización de su cadena de producción de cítricos que ayudaba a que los marinos no morir de escorbuto.
Esos flujos y reflujos se pueden ver, no ya leer, sino directamente, ver en Puerto Stanley. Ajenos a todo, los ríos de piedra y los montes nos cuentan otras historias. ¿Y qué más? Mientras subíamos al lugar donde estaban las posiciones de avanzada del Monte Longdon, hacia el sur, en el valle que llega a Moody Brook, los zapadores de Zimbabwe hicieron detonar dos minas. Entre el viento, los estampidos llegaron con sorpresa y nitidez, parecidos al golpe que da una puerta cuando se cierra con fuerza. Después me hundí en la turba y se me empaparon los pies. Arriba, estuve en la Olla de Baldini, vi las piedras donde oficiales argentinos estaquearon a sus soldados, y recorrí las posiciones del Regimiento 7, unos doscientos soldados argentinos que pelearon contra ochocientos paracaidistas británicos. El Longdon es un lugar triste pero vital. Y las historias que cuentan los veteranos se escuchan cuando hablan, pero también cuando callan.
Después, ya en el Malvina House, sequé mis medias y pensé que los románticos alemanes habrían amado hasta el suicidio estas islas. Un paraíso austral, sordo, con exuberancia en la negatividad y el frío. Grandes zonas de nada sin árboles con aves en las playas rocosas y el horizonte como una línea vacía. Y sobre eso, un pequeño estado aislado, ordenado, limpio, paranóico, con un busto de Margaret Thatcher, donde nunca hace calor y donde el silencio está forjado en un suave metal galvanizado. Sí, un lugar administrado por un país con estado de derecho, pero que en realidad encubre rasgos totalitarios. ¿Romanticismo alemán? Quizás también su upgrade con Philip K. Dick.
Así las cosas, el clima no es un personaje. Es un coro. Un coro donde cantan la señora Humedad, la Señora Noche, la señorita Lluvia, el general Frío, el soldado Erosión, y el sol, amargo, retaceado, pero feliz. Las nubes, un permanente ganado burocrático en movimiento. Y de todos los personajes de este coro, el viento es el más áspero, el más comentado. Quiere pasar desapercibido sin lograrlo. Cuando llega, se impone. Es como un barítono canoso, vestido de negro, que habla con demasiado volumen y pisa las plantas del jardín sin darse cuenta. No es británico. Ni kelper. Es bastante argentino, patagónico. Tiene humor, ironía. Te castiga si lo desafías. Sí, el viejo viento del Atlántico Sur, yendo donde quiere porque es libre y viaja rápido, visitando cuando tiene ganas las Islas Malvinas.
¿Qué leer? ¿Cómo se lee en Malvinas? Me da curiosidad saber si alguno de los oficiales británicos que vigilaban los prisioneros argentinos hace treinta y cinco años, cuando terminó la guerra, comentó o festejó de alguna manera, o al menos supo que existía, el Bloomsday. Lectores de Joyce hay en todas partes. Sin embargo, tiendo a pensar que no, que nadie recordó el Ulysses ese 16 de junio de 1982 en el Atlántico Sur. Había trabajo para hacer y los soldados querían hacerlo rápido y volver a casa. Sin embargo, James Joyce en Malvinas tiene su encanto. Y sabemos que en la batalla siempre hay libros y poetas. Como el soldado soviético que se sinceró y escribió los versos: “Para decirle la verdad, camarada/ en la línea de fuego/ en lo último que pensábamos/ era en Stalin.” No es tan difícil comprender que el hombre también se mantiene hombre en sus aniversarios. ¿No hay ateos en las trincheras? Una pregunta que, en su dimensión metafísica y subversiva de los valores progresista, estoy seguro, habría despertado el interés de Joyce.///PACO