Por @dolarparty
Hubo un tiempo en que cada persona no tenía dudas de, al menos, dos grandes cosas: una persona era un sujeto, una existencia, una historia, alguien; y una persona quería “trascender”, ser más que sí mismo, juntarse, reproducirse, tener hijos. Pero hay otra certeza más: ese tiempo, en algún momento del siglo XX, terminó, y no hay vuelta atrás. La serie Utopia, estrenada en enero de este año por Channel 4, aborda muy felizmente este duelo. Así, la miniserie creada y escrita por Dennis Kelly muestra la épica de un grupo de fanáticos de un comic envueltos en una red conspirativa que incluye la industria genética y el Estado. La historia es tan violenta, efectiva y conmovedora que no vale la pena arruinarla contando minucias: lo que interesa es que narra, a través de la unión de particulares y de la muerte de villanos en manos de niños, que la familia es una institución en crisis. Eso ya lo sabemos todos. Pero ataca el costado más hostil del asunto. Y lo hace con una hipótesis controversial: los humanos son, antes que nada, una especie, y una especie que se reproduce en exceso. En efecto, la serie juega con uno de los grandes imaginarios del siglo que nos dejó, en torno a la depuración, la sustracción, la fundación de una humanidad nueva. Un imaginario que se inició con el viejo Malthus, que en su espíritu sociológico-estadístico, propulsó la teoría de que la población tendería a crecer en progresión geométrica, mientras que los alimentos sólo aumentarían en progresión aritmética. And that´s a problem, Malthus. Lo demás se sabe: después vino la eugenesia, el nazismo, el horror. Y la corrección política. El fin de la discusión.
Pero algunas preguntas subsisten. La vida, en medio de todo esto, subsiste. El cortejo, en medio de todo eso, subsiste. En efecto, puede haber latte azucarado, small talk y cookies después de Auschwitz pero, ¿puede haber Ley de Fertilización asistida después de Auschwitz? Y en todo caso, si la Ley se sanciona, ¿qué implica? ¿Qué dice de nuestras series, nuestras fantasías, nuestras economías, nuestros sueños, nuestros orgasmos, nuestras prepagas?
Desde 1983 los argentinos convenimos que con la Democracia se come, se educa y se cura. Un horizonte más o menos razonable de expectativas. Pero no estamos solos en el mundo. Y por eso aceptamos, sonreímos y nos dejamos penetrar por un compendio de issues igualitaristas formulado entre fundaciones internacionales, marginales épicos, ONG´s, formadores de opinión televisada y becarios del primer mundo. Un programa que se puede rastrear en Google y que todos más o menos conocemos: es bien intencionado, mal imaginado y peor aplicado. Y sobretodo es patriarcal y voluntarista. Very patriarcal y voluntarista.
Honestamente, no sé que es la Igualdad. No sé si va o no con mayúscula. No sé si es o no posible. No sé si es o no deseable. Sólo me acuerdo de un texto que leí hace muchos años, del que lamentablemente no puedo citar la fuente, y cuya narradora decía algo como “gracias Sarmiento por la educación pública, aunque no me siento tan igual a mis compañeros, mi cartuchera no tiene esos lápices tan bellos que ellos sí tienen y en el recreo no puedo comer esos dulces que ellos sí comen, tan sólo tengo una banana”.
Los niños enternecen. Y la pregunta del eterno retorno molesta: ¿todos somos iguales o todos somos distintos? Quién lo sabe, y cuánta sangre ha corrido al respecto.
Nos dicen que dormir tranquilo tiene sus costos. Ahí estamos. Algunos prefieren que todos paguemos ese costo, en la peor tradición de la expiación. Y así creamos reglamentos, palabras como “discriminación” y jergas ad hoc que buscan equiparar, en el volátil kiosco de los símbolos, los cuerpos, “lo real”, ese atavismo que nos mira -con saliva en la garganta- desde atrás del mostrador.
Somos libres. Podemos pedir al Estado todo lo que queramos. Podemos gritar, chillar, ir al terapeuta o al homeópata. Pero ninguna institución podrá cambiar el tamaño de nuestros genitales. O la reticencia de nuestros genitales. Al menos, hoy; al menos, por ahora.
Me gusta la frase popular que dice “para romper las reglas, primero hay que conocerlas”. Es así: los genitales tienen sus pautas, el cuerpo tiene pautas, la adopción tiene pautas, ingresar a un trabajo tiene pautas, donar sangre tiene pautas. Podemos creer que todos somos iguales, podemos luchar porque todos somos iguales, podemos twittear porque todos somos iguales. Pero apenas salimos de casa y apoyamos la Sube la realidad parece decirnos que todos somos bien distintos. Las reglas pueden discutirse, pueden cambiarse. No pueden desconocerse.
Somos seres sensibles. No creo que se pueda estar a favor ni en contra de la Ley de fertilización asistida. Pero sí creo que se puede sospechar del imaginario que supone: la victoria absoluta de la igualdad, la bandera de que todos podemos reproducir. Pero todos no podemos coger. And that´s a problem.
Lamento mucho las frustraciones personales, y no opino sobre casos individuales, sólo creo que hay que discutir la intervención estatal. O en todo caso preguntarnos: ¿el Estado es Roberto Galán? Porque, insisto, el Estado no garantiza que todos podamos coger.
Y somos muchos los que cogemos poco, cogemos mal o ni siquiera cogemos. Coger es un hecho de mercado erótico y no un asunto estatal: ¿quién se ocupa de cómo o cuánto cogen los lisiados, los enfermos, los esquizofrénicos, los que padecieron acv, los que están en coma, los gordos, los deformes?
Todos queremos leyes. Quizá, porque hay pocas respuestas. Algunos culpan al mercado, otros al amor. Yo creo que en el fondo, son lo mismo: una elite, un capital. El capital erótico.