A uno de los modos de concebir al pensamiento moderno Susan Sontag lo llamó “hegelianismo aplicado”, título que hoy se le podría adjudicar a algunas supersticiones que habitan el imaginario de ciertos lugares comunes del feminismo. Una de esas supersticiones tiene que ver con la idea de que si una mujer ocupa un lugar clave de liderazgo, abrirá el camino y naturalizará la figura femenina en los espacios de poder. Otra, perteneciente a una zona un poco más naif, sostiene que en la política las funcionarias y representantes operan, primero y ante todo, desde su calidad de mujer, y que abogan por todas para su beneficio prioritario. Aunque no excluyentes, ambas creencias se sostienen en la identificación y la igualdad, pero reducen a cero el espectro de las distancias ideológicas en la diversidad etnográfica del género. Pero como describe Sontag —“el Otro es experimentado como una rigurosa purificación del Yo”—, estas nociones permanecen vigentes en el discurso y fortalecidas, sobre todo, desde las propias proyecciones feministas. Si los efectos de que las mujeres ocupen cargos jerárquicos (públicos o privados) son verdaderamente más influyentes, efectivos y duraderos que las políticas que desde ahí se practican e imparten, es una pregunta que permanece detenida en la aduana de la negación, en la misma fila en la que espera el interrogante de si el poder cobra verdaderamente formas distintas de acuerdo al género de quién lo ejerce.

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La superstición feminista cree que si una mujer ocupa un lugar clave de liderazgo, abrirá el camino y naturalizará la figura femenina en los espacios de poder.

Aunque la cultura latinoamericana ha estado históricamente ligada al machismo, nuestro continente logró, paradójicamente, posicionarse a la vanguardia a nivel mundial en tanto mujeres ocupando bancas presidenciales. Dilma Rousseff en Brasil, Michelle Bachelet en Chile y Cristina Fernández de Kirchner en Argentina fueron electas (y reelectas) en democracia y se abrieron paso en el escenario masculino por antonomasia, bajo la radiación constante de hostilidad con la que se hace política. Con la correspondiente presunción moral y ética que coloca al género en comando por delante de las ideologías, los partidos políticos, los intereses económicos  y los influjos religiosos, esta mirada se conforma en una utopía feminista que corre el riesgo de derrumbarse, en parte, por la observación de algunos datos puntuales ofrecidos por la realidad. Arbitraria pero representativa, recurrente pero necesaria, la cuestión pendiente de la legalización del aborto funciona como ejemplo cristalizado de esa deuda, incluso durante y luego de mandatos femeninos. Ahora bien, ¿les interesó a estas tres mandatarias ejercer el poder desde la plataforma de género o en cambio respondieron a otro set de intereses a los cuales rendir su afamada lealtad? El mantra fantástico de “si los hombres se embarazaran, el aborto sería legal” se vio indefectiblemente reforzado por nombres propios, y roto, no sin demasiada decepción, el ensueño de la purificación del Yo sobre el que Sontag supo escribir.

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¿Les interesó a estas tres mandatarias ejercer el poder desde la plataforma de género o en cambio respondieron a otro set de intereses a los cuales rendir su afamada lealtad?

El liderazgo femenino responde también a una tendencia que se hace extensiva a nivel global con, por ejemplo, Tsai Ing-Wen en Taiwan, Kolinda Grabar-Kitarovic en Croacia, Dalia Grybauskaite en Lituania. Con Angela Merkel en Alemania, Theresa May en Inglaterra y, si logra vencer en noviembre a la bestia republicana, Hillary Clinton en Estados Unidos, por los próximos años tres centros neurálgicos del mundo occidental estarán comandados por mujeres. Todavía no asimiladas como parte de la norma, estas presidencias son pensadas como un imperativo histórico, una especie de anomalía que irrumpe en el ritmo cadente de la política y que, indefectiblemente, debe ser medida con la vara severa del fenómeno de género, a pesar de que ninguna de las mandatarias centre (o haya centrado) su ejercicio político en el hecho de ser mujer. Las relaciones de Merkel, May y Clinton con los electorados feministas no son justamente idílicas, salvo en tiempos de campaña cuando la «comunicación estratégica» se rige con las reglas del vale todo para dibujar una luna de miel centrada en “la mujer” y “la familia”, dos cuestiones que aún no logran concebirse como esferas distintas.

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A Lewinsky le dieron la espalda en 1998: ni los medios ni las feministas la consideraron igual de defendible que la Primera dama.

El primer encontronazo de Hillary con el feminismo fue mediático y se remonta, nada más y nada menos, que al affaire que su marido Bill Clinton tuvo con la joven Monica Lewinsky. Gracias a uno de los hervores de conejo más digitados de la historia, 1998 será recordado como el año en que los asuntos íntimos del ex presidente Clinton fueron de pública discusión. La cadena de mentiras tendida para ocultar los chanchullos quedó, en principio, en manos de la Primera dama; luego en las de las congresistas demócratas que debieron defenderlo durante los meses en los que Bill negó las “relaciones carnales” con la becaria, mientras era investigado por acoso sexual a Paula Jones. Con el sorpresivo apoyo de feministas de peso como Gloria Steinem, una Hillary Clinton públicamente humillada defendió su matrimonio y a su marido, a quien convirtió en la víctima de una conspiración republicana. A Lewinsky, por supuesto, le dieron la espalda: ni los medios ni las feministas la consideraron igual de defendible que a la Primera dama o que, incluso, el propio Bill, un tipo que se salió con la suya porque sacó a relucir muy oportunamente, además del habano, el apoyo que había prestado a las medidas impulsadas en favor de las mujeres.

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La agenda de Hillary responde a mujeres solteras, en muchos casos con hijos, que están insertas en el mundo laboral y son sostenes de hogar.

Dieciocho años después, luego de haber sido senadora y secretaria de Estado, es Hillary quien se aproxima a la tirante posibilidad de la presidencia. Con un background abocado al fomento educativo de niños y jóvenes, la agenda de la candidata demócrata responde a las exigencias de este nuevo electorado compuesto no solo por familias tipo de las capas medias, sino por mujeres solteras, en muchos casos con hijos, que están insertas en el mundo laboral y son sostenes de hogar. Hillary seduce a esta parte del electorado con políticas que garantizan y facilitan la estabilidad económica de la vida familiar con programas como RAISE (Respect And Increased Salaries for Early Childhood Educators) y el conocido como HOME VISITING (Maternal Infant and Early Childhood Home Visiting Initiative). Ambas propuestas pueden considerarse feministas —en tanto se siga asociando feminidad y maternidad, claro— pero, ¿no son acaso también el pretexto político con los que la señora Clinton pretende llegar al poder de una de las naciones más poderosas del mundo? La candidata demócrata descansa sobre su trayectoria y lee bien el diagnóstico de necesidades de un electorado que ya no es exclusivamente co-dependiente del padre de familia y, a pesar del discurso feminista pop de Ivanka Trump de hace unos semanas en la convención republicana, se enfrenta a un contrincante inexistente en lo que concierne a las políticas de género.

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“Me he cansado de escuchar al Partido Laborista preguntar qué hace el Partido Conservador por las mujeres. Bueno, nos hace Primer ministras”.

Al otro lado del Atlántico, luego de la dimisión de David Cameron, Theresa May llega al cargo de Primer ministra con la «pesada herencia» de la historia escrita en el Reino Unido por Margaret Thatcher, el arquetipo de la dama de hierro. También líder del ala conservadora, y cautiva (tal vez demasiado injustamente) de todo tipo de comparaciones, una de las principales preocupaciones de género se centra en la pregunta recurrente que plantea si es posible poner en práctica cualquier tipo de política feminista desde los pasillos de la derecha, en este caso, sajona. “En mis años acá, me he cansado de escuchar al Partido Laborista preguntar qué hace el Partido Conservador por las mujeres. Bueno, nos hace Primer ministras”, sentenció la líder inglesa no sin cierto cinismo. Fiel representante, Theresa May ha colaborado enérgicamente en la implementación del programa pro-austeridad que reduce el gasto público y los planes de asistencia social, y a través del INMIGRATION ACT pone fuertes limitaciones en las políticas migratorias y de ayuda a refugiados. A pesar de las sentidas menciones en sus discursos a la justicia social, la clase trabajadora y las intenciones de “no reducir sino erradicar por completo la violencia contra las mujeres y niñas”, su trabajo de extremo ajuste se lleva por delante todo aquello que su prédica cautiva. Como en Yarl’s Wool, un centro de detención ubicado en Bedforshire, que condensa lo que la mandataria necesita recluir: mujeres inmigrantes que, mientras esperan ser deportadas del Reino Unido, conviven hacinadas, son violadas por los guardias y se suicidan en tasas vertiginosas. El precio de (decir) estar a favor de todo lo bueno es saldado por quienes más necesitan creer que una Primer ministra va a hacer algo por ellas. Con los años de liderazgo que le quedan por delante, ¿hará uso Theresa May de la oportunidad igualitaria en sus manos para oprimir a otras mujeres? Y más precisamente, ¿a cuáles? Semanas antes de asumir, May capitalizó mediáticamente una desinteligencia de Andrea Leadsom para cautivar al sector más volátil del electorado femenino. Su entonces competidora asoció el hecho de que Theresa no tiene hijos con la sospecha de que su compromiso con el futuro del Reino Unido no es lo suficientemente sólido, incidente que ayudó a la actual Primera ministra a perfilarse como una figura más empática con aquellas mujeres no tan devotas a su figura.

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Merkel rompe con todas y cada una de las supersticiones feministas, al mismo tiempo que hace de la política un asunto hermafrodita.

En el corazón de Europa, el caso de la canciller alemana es muy distinto. En 2013, ante la pregunta de si se consideraba feminista o no, Angela Dorothea Merkel —primera mujer en su puesto en la historia de su país— declaraba: “No. Tal vez un caso interesante de una mujer en el poder, pero no feminista. Una feminista real se ofendería si yo me proclamara como tal”. Das Merkel se ha desligado deliberadamente de estos asuntos para operar desde un lugar de neutralidad, tanto en campaña como durante sus mandatos, en un gesto que podría pensarse como post feminista, yendo muy por delante del registro del paradigma actual. A contrapelo de lo moral y éticamente esperable, y sin miedo a las voces del tribunal popular, la postura neutral de Angela ha sido favorable para su continuidad y responde, en primer lugar, a un electorado que no reclama el discurso tipo progresista que sí exige oírse en otras latitudes democráticas. A nivel internacional, a Merkel se la ha convertido en un ícono feminista, por ejemplo, a través de la sexta elección consecutiva al podio del ranking de las cien mujeres más poderosas del mundo de la revista Forbes. Sin embargo, en Alemania las preocupaciones no se dirigen al valor simbólico de la canciller, sino a las amenazas reales y a su capacidad para conducir al país en un momento crítico de la Unión Europea. Sin los arrebatos ni los sentimentalismos (típicamente) adjudicados al sexo femenino, y utilizando el paso del tiempo como corrosivo esencial a los grandes problemas —técnica de manejo de la ansiedad a la que la prensa le adjudicó el verbo “to merkel”—, Angela prefiere la larga deliberación y el consenso, las apuestas a largo plazo. La Alemania de la mujer más poderosa del mundo se debate entre la tentación de exprimir al máximo los beneficios (fundamentalmente económicos) de su posición hegemónica y mantener ordenada la flota de países que a ella se amarran, al mismo tiempo que se enfrenta al dilema interno de una población envejecida y una de las brechas salariales entre hombres y mujeres más pronunciadas de Europa. Sin dudas, sin hijos y sin feminismo en su agenda, la Mutti europea —“mami” en alemán— se las arregla para ser la jefa más allá que dentro de su pequeño gran territorio. A diferencia de otras mandatarias, el lujo que puede darse Angela Merkel a la hora de ser vitoreada o insultada es que el hecho de ser mujer no es razón suficiente ni motivo principal. La canciller rompe con todas y cada una de las supersticiones feministas, al mismo tiempo que hace de la política un asunto hermafrodita y (se) pregunta si el poder que hierve en sus manos es una cuestión de tener el control o de ejercer influencia/////PACO