En la ventana de casa anida una pareja de pollos okupas. En contra de su naturaleza colúmbica, se reproducen como si fueran conejos. Una vez por mes, cual ciclo lunar, ponen dos huevos. Sin los obstáculos de la impotencia o la esterilidad, 24 pollos nacen, crecen y vuelan desde mi ventana. Su aporte al bien público es escaso: son desagradables a la vista, sus excrementos transmiten enfermedades, pierden plumas y no responden ante la interacción humana. Quizá algún biólogo introduciría aquí su refutación, diciendo que gracias a los pollos la humanidad sobrevive, que, si no fuera por ellos, moriríamos fagocitados por lombrices gigantes carnívoras que los pollos se comen antes de que se transformen en depredadores humanos. A pesar de todo lo interesante del debate que podría surgir entre descerebrados ecologistas veganos y asesinos seriales de pollos, hay un aspecto del comportamiento colúmbico que resulta interesante: su sexualidad.

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Coger una vez por mes no es mucho; es, en realidad, bastante poco. Pero más allá de la asiduidad del coito, lo interesante es su efectividad: cada vez que cogen, ponen dos huevos. Salvando las infinitas distancias –modo de gestación, tiempo de desarrollo, crianza, blablablá–, imaginen un segundo cómo sería si cada vez que mantuviéramos relaciones sexuales naciera un pichón humano [si el mundo tiene problemas poblacionales, qué sería de él si nuestro ratio de fertilidad fuera así de alto; Robert Malthus estaría muy contento, eso seguro]. Probablemente el sexo tendría otro significado, otro valor; probablemente la Iglesia estaría más contenta con el sano camino que eligió la humanidad; probablemente Mr. Prime no sería un señor rico y cogeríamos solo cuando estamos dispuestos a concebir. Qué perspectiva triste.

Los procesos históricos son, como su mismo nombre lo indica, procesos; es decir, son el resultado de una sumatoria de acontecimientos que tienen como resultados ciertos sucesos particulares que, por lo general, funcionan como síntoma de esa misma evolución histórica. El cambio del rol de la mujer en la sociedad contemporánea es un proceso cuyo final aún no hemos visto. Si bien no se puede predecir con exactitud cómo dicho desarrollo continuará su curso, sí se pueden poner en evidencia ciertos eventos que nos señalan la existencia de un fenómeno que recorre a la sociedad subterráneamente. Uno de esos eventos es la creación e incorporación de la pastilla anticonceptiva a la cotidianidad femenina. Creada en Estados Unidos durante la década del ’50, llega a la Argentina a principios de la década siguiente, aunque su difusión masiva ocurrirá algunos años más tarde. Cuál es el gran cambio que introduce: la mujer empieza a decidir sobre su cuerpo. La mujer no es más un pollo okupa. La mujer puede coger cuando quiera, como quiera, con quien quiera, sin contemplar durante nueve meses el crecimiento ineludible de su abdomen [aquí hace falta una aclaración necesaria: sería necio creer que no existían métodos anticonceptivos antes de la aparición de la pastilla pero solían ser más violentos e invasivos, menos efectivos y, muchas veces, dependían únicamente de la buena voluntad y el autocontrol masculino.]

Se difunde un video de una actriz mediocre que, pareciera ser, le practica sexo oral a su pareja. El pareciera ser se transforma más en un pareciera que en un ser y el video no está protagonizado por la actriz mediocre sino por otra mujer físicamente semejante. No viene al caso si es o no la actriz quien aparece en el video, lo relevante son las reacciones que dicho video provoca. A esta altura, deberíamos estar acostumbrados. ¿Qué tienen de original? ¿Qué tienen de importante? No indaguemos sobre las intenciones autopropagandísticas de quienes dejan circular esas imágenes ni en la ontología antiética del periodismo farandulesco. La pregunta es otra: ¿desde cuándo es exótico que una mujer practique sexo oral? La polémica que el video proponía no era la felación en sí, sino que se la practicaba a alguien que no es su pareja actual, además de que ella era muy joven para hacerlo.

La etapa final de maduración sexual del niño concluye alrededor de los 12 años: la mujer empieza a sangrar todos los meses, el hombre empieza a secretar un líquido blancuzco. El deseo por el otro empieza a ser más tangible y, a lo largo de la adolescencia, se comprende cuál es el objeto de ese deseo y cómo vectorizarlo. La vectorización se materializa en un hecho carnal y telúrico: penetrar y ser penetrado. La madurez sexual, por lo tanto, se cierra en la pubertad, que no significa que exista una madurez emocional para sostenerlo. Está de más decir que la connivencia para la concreción del acto sexual es parte fundamental de esa madurez emocional, aunque aquí también podrían introducirse los condicionamientos sociales, familiares y de entorno, que conducen o no hacia el libre albedrío, nunca tan libre como quisiéramos. Suponiendo que el video de la actriz mediocre se grabó porque ambos querían, porque ella estaba encarnando un determinado personaje al decir “qué rico”, porque ambos disfrutaban, no hay polémica posible.

Calificar de puta a una mujer porque hace lo que tiene ganas con quien tiene ganas ya es una caracterización que quedó anacrónica. La reivindicación del género no implica un aplastamiento del opuesto ni una igualdad entre ambos. Qué quedaría del goce corporal si todos fuéramos iguales, deseáramos lo mismo, pensáramos lo mismo, nos erotizáramos con lo mismo: habría por delante una perspectiva huxleana poco tentadora. Que la reivindicación sea una reivindicación pensante y no un señalamiento de un camino que lleva hacia una lenta transformación en pollos okupas. Recordemos que ellos son feos, solo pueden cagar, perder plumas y transmitir enfermedades. Nadie quiere terminar instalado en una ventana, cogiendo una vez por mes y criando 24 pichones por año ////PACO.