A pesar del esfuerzo retórico de la gerente general Sheryl Sandberg por “desideologizar” a Facebook, una corporación de 328 mil millones de dólares acusada el último año de perjudicar a Donald Trump por censurar contenidos afines a las bases republicanas y de perjudicar también a Hillary Clinton por no censurar noticias falsas en su contra, el deseo de Mark Zuckerberg de “visitar a personas de cada estado de Estados Unidos” y su “preocupación por el impacto de los recientes decretos del presidente Trump contra los inmigrantes”, como escribió hace pocos días en su propia cuenta, desnudó la pregunta latente. ¿Y si el sexto multimillonario del mundo (y cuarto en su país) también quisiera la Casa Blanca? De ser así, la falsa neutralidad de una red social con 1700 millones de usuarios ‒y que hace unos meses “no tenía un punto de vista” ni “hacía que tengas un punto de vista”, como decía Sandberg‒ quedaría convertida, al fin, en una huella de lo que Alain Badiou llama una sobrevenida acontecimental. Es decir, el instante en el que alguien decide mostrarse fiel a un acontecimiento que desgarra “la trama de su existencia puramente individual y átona para convertirse en un auténtico sujeto político” (lo cual Trump logró apenas desde el puesto 156 entre los estadounidenses más ricos).
¿Y si el sexto multimillonario del mundo (y cuarto en su país) también quisiera la Casa Blanca?
Lanzado a la política formal, en tal caso, los recursos de Zuckerberg están entre los más codiciados por cualquier equipo de campaña. Dueño de una plataforma que registra todos los hábitos sociales y culturales de las personas conectadas, su última inversión, según una investigación de Propublica.org, es la adquisición de más bases de datos financieros y comerciales de los usuarios para perfeccionar así la rentabilidad de la publicidad digital a disposición de las empresas. De esa manera, los productos y los servicios ofrecidos desde Facebook pueden ajustar sus precios a parámetros variables como la ubicación geográfica y la clase social (lo cual no solo en los Estados Unidos significa también discriminar precios según razas). En ese esquema de negocios, si Google predice desplazamientos según la localización de cada teléfono, Spotify predice qué nos gustaría escuchar y Amazon predice compras a partir de los productos adquiridos, ¿qué no podría identificar, moldear y predecir la inteligencia artificial de Facebook, propietaria de fuentes inagotables de datos como Instagram, WhatsApp y Oculus VR, el primer sistema de realidad virtual a gran escala en el que ‒a la espera de verdaderos resultados dentro de una década‒ acaba de invertir 700 millones de dólares?
¿Qué no podría identificar, moldear y predecir la inteligencia artificial de Facebook, propietaria de Instagram, WhatsApp y Oculus VR?
Aún así, ni como profeta global del capitalismo de la innovación ni como self-made millennial Zuckerberg pudo todavía resolver el que probablemente sea su conflicto político más explícito hasta el momento: la sospecha de un rol clave en la distribución de las noticias falsas que, publicadas en Facebook desde Macedonia ‒y bajo orden de Rusia, según un informe oficial de la inteligencia estadounidense‒, habrían derrumbado la imagen electoral de Hillary Clinton en beneficio de Trump. Frente a esto, Zuckerberg fue primero esquivo ‒“solo el 1% de los posts en Facebook tiene noticias falsas”‒ y después cauto. Con su red como principal agregador de noticias de internet, esto es, el punto desde el que más del 80% de la audiencia global de contenidos periodísticos accede a lo que efectivamente publican los medios de comunicación, que las noticias falsas no hubieran tenido una vida tan “accidental” como la aparente afectó varias susceptibilidades. A partir de ahí, proyectos de contención parcial como la idea de que los usuarios pudieran “denunciar” las noticias falsas, de manera que no fueran los programadores quienes, en palabras de Zuckerberg, “arbitraran la verdad”, rozaron de hecho la esencia misma del negocio: ¿y si lo único necesario para el triunfo de las noticias falsas hubiera sido el simple pago de publicidad a Facebook? La paradoja es que, tras la llegada de Donald Trump a la presidencia, esa batalla contra las noticias falsas ‒una categoría con la que Trump define hoy cualquier información incómoda‒ se convirtió en uno de los objetivos más inmediatos y agresivos de la Casa Blanca, de manera que el equilibrio diplomático de Facebook entre su comunidad digital (sus clientes) y el poder real (que regula la relación comercial con esos clientes) se volvió más sensible.
La “buena imagen” del CEO de Facebook resulta más perversa que la “mala imagen” de Trump.
Pero dejando de lado los vaivenes financieros y tecnológicos de la fastuosa “maquinaria Facebook”, ¿no es la evasión del carácter eminentemente político de la vida pública de Zuckerberg, una construcción asesorada por David Plouffe, ex jefe de campaña de Obama, lo que desnuda una de las caras de la política más contemporánea? Sin antagonismos definidos, sin posiciones partidarias ni religiosas claras y con un discurso organizado sobre el mero consenso filantrópico alrededor de los beneficios intrínsecos del progreso y un optimismo depositado en las bondades puras de la comunicación ‒por lo cual invirtió en una red satelital de acceso gratuito a internet en África‒, el único mérito «político» de Zuckerberg es su enorme éxito en el sector privado, lejos de la corrupción, la desilusión y la perezosa burocracia de un sector público siempre retratado como incapaz de hacer frente a los «auténticos» desafíos del presente. Precisamente lo que, siguiendo a Alain Badiou, Mark Fisher definió como “el giro de la fe a la estética y del compromiso al espectáculo, que es una de las virtudes del realismo capitalista”. Sin las abstracciones fatalistas de la política tradicional, Zuckerberg no sería entonces otra cosa que el más poderoso tecnócrata de Silicon Valley, preparándose para conquistar la esfera pública a partir de los resultados comprobados en la esfera privada. ¿Pero comprobados para qué? Es en este punto que la “buena imagen” del CEO de Facebook resulta más perversa que la “mala imagen” de Trump, una versión anticuada (y analógica, siguiendo la lógica de sus negocios inmobiliarios) del mismo modelo ideológico. Un ejemplo se descubrió en diciembre, cuando la demanda de un grupo de accionistas de Facebook reveló cómo Zuckerberg resolvía sus negocios. Ante un Trump que nunca ocultó sus preferencias por una autoridad fuerte y patriarcal, aún a riesgo de soportar el contrapeso de las protestas en su contra, la autoridad soft de Zuckerberg probó ser más siniestra y absolutista: decidido a vender la mayor parte de sus acciones sin perder su control sobre la empresa, Zuckerberg rediseñó primero contra la voluntad de los inversores el paquete accionario de Facebook y forzó después una votación (sobre la que tenía la decisión final) para que aceptaran “democráticamente” su voluntad. Tal vez no sea casualidad que, después de ese simulacro grotesco de consenso, se haya “filtrado” que Zuckerberg también cuenta con un equipo de 12 personas que limpian cada día su nombre en Facebook para que nada empañe la alegría//////PACO