La pregunta no es capciosa: Latinoamérica ha asumido el policial como una causa propia, venciendo prejuicios y aportando una impronta social en sus enfoques más recurrentes. Así que el interrogante que propongo cabe a la perfección: ¿qué sucede cuando dos latinoamericanos ganadores del Premio Nobel abordan el género policial? ¿Qué pulsiones reconocen como propias y sobre qué aspectos se repliegan o concentran?
Escritos antes de que ganasen el galardón más preciado –y tal vez más injusto– de la literatura mundial, el colombiano Gabriel García Márquez y el peruano Mario Vargas Llosa la emprendieron con el noir y gestaron dos novelas contundentes: Crónica de una muerte anunciada (1981) y ¿Quién mató a Palomino Molero? (1986).
Es notable: capaces de enfoques más sutiles, ambos autores eligen para sus policiales crímenes brutales, rayanos en el mal gusto. Santiago Nasar, involuntaria víctima en Crónica de una muerte anunciada, es, literalmente, “destazado como un cerdo” por dos matarifes que defienden una causa impuesta. En el crimen hay más tripas que en Kill Bill y un regodeo digno del peor cine gore, pero de esto nadie se da cuenta tal vez porque el tropicalismo de Márquez –que tanto parece gustar al público europeo– da un marco adecuado para este tipo de excesos. Más que realismo mágico, esto parece realismo sucio, pero no hay que decirlo en voz alta: a los monstruos sagrados hay que venerarlos o temerlos, pero jamás pensarlos.
Tal vez impulsado por la truculencia de su antecesor, Vargas Llosa decidió redoblar la apuesta y dar al bueno de Palomino Molero un final perverso:primero lo queman con cigarrillos, después lo golpean y al final, lo empalan. Eso sí: antes tienen la delicadeza de casi arrancarle los testículos. De nuevo, en la historia reina un ambiente colorido y claramente identificable con el imaginario que los de afuera construyen sobre Latinoamérica: la pobreza del pueblo, la presencia permanente de cholos y la diferencia de clases siempre en foco de la historia. Sin embargo, lo que en García Márquez es pintoresco, en Vargas Llosa podría ser sórdido si no fuese por ese manejo tan depurado del humor que el Nobel peruano esgrime con pericia desde sus primeros textos.
Justo es decir que en ambos autores hay una visión clara de los motivos del policial: la esencia es un crimen y ese crimen debe ser violentísimo. Cierto purismo y amor al género se rebela contra esta postura, pero no puedo menos que darles la razón: ¿Por qué pedirle a la novela negra sutileza? La verdad es que le queda mal, porque es un género en esencia callejero, no importa si el asfalto es de Los Ángeles o Macondo. En Latinoamérica no hay flema inglesa, pero tampoco escocés con hielo y rubias cantando en clubes de jazz, sino cierto pintoresquismo prototípico y esperable,hasta me atrevo a decir que deseable. Y la violencia, claro, parece haberse convertido en el más pernicioso de los lugares comunes para nuestro extraño continente.
Nuestros narradores también la emprenden los núcleos de poder, fundamentales en cualquier relato noir que se precie. Vargas Llosa recurre a los siempre efectivos militares, dueños de la fuerza e históricos disputadores del poder político en nuestro continente. El enclave de los avioneros depara más de una sorpresa y aunque en un comienzo resulta previsible la elección de nuestro escribidor, al final el relato da con un viraje que despierta dudas pero calza a la perfección con la melancolía que lentamente se apodera de la historia. Como siempre, el poder todo lo cubre y la investigación sirve para poco y nada. Lo que en una ambientación europea sería amargura frente a la injusticia, acá es mera resignación. En Crónica de una muerte anunciada la red de poder se teje entre todos los habitantes del pueblo. García Márquez opta por disgregar la autoridad, poniendo a cada integrante del pueblo frente a la posibilidad de ser parte, si no de la justicia, al menos de la prevención del crimen. Esperando que el otro lo haga, suponiendo que ya lo han hecho, intentando hacerlo de manera indirecta, toda la comunidad termina siendo responsable del crimen.
Mención aparte merece la construcción del investigador. Vargas Llosa la emprende con una fórmula clásica: un particularísimo teniente Silva, de ética inquebrantable aunque selectiva, con cierto aire de pedantería machista que quedará un tanto maltrecho hacia el final de la historia. Lo acompaña el oficial Lituma, un sujeto con pocas luces pero capaz de la reflexión y la piedad. Juntos, realizarán los interrogatorios pertinentes: al soldado despechado, al coronel autoritario, a la pobre que se ve metida en un entuerto sin comerla ni beberla. El ingenio del autor de Pantaleón y las visitadoras está en la técnica que despliega el oficial para descubrir la verdad, buscando en la empatía el punto débil del interrogado y armando poco a poco una verdad que termina siendo ambigua, lo que la dota de realidad.
García Márquez juega cartas más arriesgadas y propone un narrador que reconstruye el crimen con posterioridad al hecho. Sus pesquisas pretenden encontrar el sentido de la inexplicable muerte de Nasar. Hay una interesante reflexión sobre una justicia que no llega a tiempo porque la determinación colectiva lo impide. La búsqueda posterior resulta insuficiente y ni siquiera explica lo más elemental: ¿Merecía Santiago Nasar la muerte que tuvo? Con remanada claridad, García Márquez habla de espejos fragmentados: las cosas ya no volverán a ser lo que eran, pero tampoco adquirirán un nuevo e inopinado sentido. Son lo que son;no hay sorpresas ni secretos. La mezquindad de la muerte no puede ser explicada.
No sé qué sentirá un posible premio Nobel al acercarse a la novela policial; lo más probable es que jamás pueda averiguarlo. Lo que sí estoy en condiciones de afirmar es que recorrer las sendas del relato negro resulta fascinante para cualquier escritor, porque implica jugar con reglas claras en un campo donde lo que importa no es tanto lo que se cuenta, sino la forma en la que se lo cuenta. Al parecer, el policial es una tentación para todos, incluso para aquellos a quienes el mainstream considera inobjetables monstruos sagrados. García Márquez y Mario Vargas Llosa no lo hacen mal: sus relatos son atractivos, sencillos en su brevedad pero contundentes desde lo narrativo. Sin ser pretenciosos, comprenden bastante bien las reglas del género y se dan los permisos necesarios sin tergiversar su esencia.
Un desafío que parece sencillo, pero no lo es/////PACO